Cuando nos quitan caminos: Peñalara

Ramón Nogués

Nos hemos visto obligados a dar una vuelta por el puerto de Los Cotos, en la Sierra de Guadarrama, en Madrid, y allí nos ha venido a la memoria una marea de sucesos del pasado que nos parece oportuno elaborar, porque tienen mucho que ver con algunos asuntos de hoy que en parte ya hemos comentado.

Hace algo así como cuarenta años, el puerto de Los Cotos era, además del puerto de toda la vida, la tercera estación de esquí de Madrid, tras Navacerrada y Valdesquí; algún enterado le puso el nombre de «Valcotos» a la estación, pero ningún esquiador lo llamaba así. Está exactamente en la bifurcación de la carretera que lleva de Rascafría a Navacerrada, que justo en Cotos, frente a la venta Marcelino, saca un brazo para entrar precisamente en el valle de Valdesquí. Era la estación «pequeña» de las tres, o por lo menos la humilde. Desde el puerto, o desde la misma carretera, junto a la venta, un telesilla, conocido por todos como el telesilla Zabala, te subía desde los 1.800 metros del puerto, por el cortafuegos de la ladera sur de Peñalara (que es la cumbre que está ahí arriba, presidiendo Cotos y por cierto toda la Sierra con sus casi 2.500 metros de altitud), hasta arriba del todo, al Circo de Peñalara, que los esquiadores llamaban «olla de Cotos», que se abría súbitamente, tras pasar la arista, y ofrecía de golpe una visión casi irreal de puro ideal de lo que tendría que ser Shangri-La o cualquier mundo aislado y perfecto de volúmenes y proporciones de los que la literatura haya inventado. Pudiera ser esa «estación humilde» de las tres cercanas, pero esa olla valía por todo lo que las otras tuvieran. Era un auténtico cuenco tapizado de nieve como de unos tres kilómetros de ancho, que es la dirección en la que llegabas, y de unos cinco de largo, desde tu izquierda hacia tu derecha. Varios telesquís de la época te llevaban hasta diferentes puntos de las alturas de ese cuenco nevado (era y sigue siendo un nevero), y quizá había también algún telesilla. Todo esto en las alturas en las que ya no hay más vegetación (si es que se sigue llamando vegetación, que los libros lo cambian cada pocos años) que líquenes y cosillas parecidas. Al frente, marcando el norte, estaba la cumbre de Peñalara, y ahí mismo, a su pie, las lagunas, la grande y la pequeña y las otras menores.

Como en esas alturas que empiezan a ser impresionantes no crece más vegetación que esos líquenes y algún matorral de dureza casi metálica, se había conseguido una especie de convivencia de unas actividades con otras y con la naturaleza. Pero ya acechaba, allá por los mediados de los años 80, el capitalismo naturista y su insaciable codicia.

Habrá que repetir dos cosas, quizá: que el telesilla de subida hasta el Circo se había plantado a lo largo de un cortafuegos ya existente, y que a mitad de subida de este telesilla ya no había pinar, sino liquen e incluso sólo granito desnudo. Cualquier visita al puerto hoy en día, o cualquier consulta a una buena página web, lo puede confirmar. Pudiera tratarse, esa estación de esquí de Cotos, de uno de los casos más benéficos y equilibrados de las estaciones de esquí y las relaciones de estas con su medio natural. Algunas estaciones habían sido tropelías de tala y ocupación, digamos; pero tampoco todas ni muchas. Y eso por una simple cuestión de costes. Las estaciones de esquí solían planearse y establecerse sobre neveros (como el de Peñalara) que previamente ya estaban libres de vegetación. Y en los casos en que no, como en la vecina Navacerrada en tres o cuatro de sus pistas, se balizaban como pistas los mismos cortafuegos (la pista llamada El Bosque, de Navacerrada) o simplemente se dejaban tal cual las zonas de bosque más ralo (como la pista de Navacerrada llamada El Telégrafo).

 

El telesilla de Zabala, en Cotos, a media ascensión, por su cortafuegos. Ya ralean los pinos, y un poco más arriba ni siquiera crecen. Más o menos en 1970.

 

Pero la industria de los inagotablemente locuaces montañeros y senderistas ya desde los setenta había encontrado un financiador y un rentista inimitables en la industria del naciente ecologismo de bifaz. Apenas a mediados de los setenta, esos montañeros o sus ahora ideólogos, los primeros ecologistas a la alemana, echaban unas broncas de órdago en cualquier situación y momento a cualquier incauto que no hubiera estado rápido en ocultar su afición por el esquí. Una vez más, a los primeros interesados en conservar la montaña en condiciones (puede que primeros junto a algunos otros, claro), los esquiadores, les caía la acusación de ser ensuciadores, basuristas, contaminadores, maltratadores, genocidas, ¡asesinos!, de la naturaleza. 

Empezaba poco a poco a nevar menos en la Península en aquellos mediados de los ochenta. Unos pobres aficionados fueron metiendo sus ahorros en una sociedad destinada a comprar cañones de nieve artificial para asegurar la nieve en la estación de Cotos. Los compraron. La inversión era casi astronómica, pero los inversores se juntaron en número de varios cientos. Se iban a empezar a instalar dentro de nada. Y el nuevo lobby naturcapitalista, muy bien cubierto de anticapitalista para captar fuerza de choque y carne de cañón entre los estupefactos adolescentes compasivos de la vida de la lobaria pulmonaria, que no sabían lo que era pero que sonaba muy protegible, consiguió que se prohibiera el esquí en la estación de esquí de Cotos. Cayera lo que cayera; se llevara por delante lo que se llevara por delante. La protección de la naturaleza contra las agresiones de los esquiadores se había marcado su primer triunfo. Y, de hecho, se trató de la primera ocasión en el mundo en que se repobló de pinos… ¿qué? ¿Qué se repobló de pinos? ¿Un paraje arrasado por el esquí homicida? No. Se repobló de pinos, con grandes atambores y felicitaciones y placas… ¡un cortafuegos!

Hace poco comentábamos los problemas que ha creado para gran parte de la población madrileña, y especialmente para los que padecen algún tipo de limitación motórica o algunas enfermedades cardiacas o de las articulaciones, la imposición de medidas dogmático-benéficas sobre el parque de la Casa de Campo, que ya sólo pueden disfrutar los jóvenes y deportistas. En Cotos consiguieron, y hasta el día de hoy sigue vigente a pesar de lo visible del sinsentido, algo parecido. Se quitó, por supuesto, el telesilla de ascenso hasta la olla. Esto, concretamente, ¿por qué? Ya sólo pueden conocer el circo de Peñalara, y no digamos las lagunas o la misma cumbre de Peñalara, que preside el Sistema Central, los menores de cierta edad o los que no padezcan cualquiera de las mil circunstancias que impiden a un humano subir a pie por camino de grava de granito y líquenes desde 1.800 metros hasta más o menos 2.300; y una vez allí arriba, todavía una buena caminata atravesando ese majestuoso circo si quieres llegar a las lagunas. Un patrimonio de todos, una maravilla que nos pertenece a todos, pero que unos pocos avariciosos con labia compasiva consiguieron que fuera sólo para ellos.

Y un cortafuegos menos en el inmenso pinar de Guadarrama, entre Rascafría y Valsaín.

Un camino menos que podemos recorrer.