Desmentido de los viajes, o certeza

Desmentido de los viajes, o certeza

 Miguel del Rincón

 

Si yo hubiera sido creyente, habría dejado de serlo al viajar a Israel. Criado y educado en el occidente cristiano, los nombres de Jerusalén, Belén, Jericó, el valle de Josafat, el monte Hebrón, y qué sé yo, decenas y decenas más, son de pleno derecho palabras que pertenecen al fondo mitológico de nuestra cultura. Te desplazas por el país y llegas nada menos que al valle de Jezrael, desde donde ves al fondo, un poco hacia el sureste, nada menos que el monte Tabor, y hacia el noreste las laderas casi de decorado artificial que culminan en una desparramada población llamada… Nazaret. ¿Recordáis que en ese valle se celebró la primera batalla documentada de la historia, y que está profetizado que se celebrará la última? En Nazaret ves una fuente albañilada de piedra, con tina, y resulta que es la fuente a la que María, la madre de Jesús, iba diariamente a por agua; hoy se sigue usando. Y sales por el otro lado del pueblo, hacia arriba, y carretera adelante llegas a un sitio que te suena, ¿no?, que se llama Cafarnaúm, y que está en la orilla de un gran lago cuyo nombre te dice algo: Tiberiades. En el extremo sur de este lago hay una especie de gran desagüe, que resulta que allí llaman río Jordán. Un poco al sur de Jerusalén hay unas curvas en una carretera que apenas se sostiene a media ladera, entrando y saliendo por las cárcavas, un poco al estilo de Perales de Tajuña, o Cudillero, o Carboneras: pues resulta que lo que ponían nuestros mayores en los belenes era muy parecido al Belén verdadero, que es el conjunto de las casas y las tiendas que flanquean esa carretera algo mareante. Y así todo.

Vaya shock.

 

El Golán y el lago Tiberiades desde Cafarnaúm. Ojo, agua contaminada. No acercarse al mirador, que hay sirios chungos enfrente. Aparcar aquí, no allí. ¿Y Pedro el pescador?

 

Resulta que esos lugares ¡existen! No sólo en las historias o en nuestros símbolos o en el pasado de todos, aquel en el que se fabricaron los valores y las explicaciones, aquel tiempo anterior a todo del que salieron los caminos que se dirigieron hasta el presente. Esos lugares existen hoy, y se pueden pisar, y se pueden tocar, y las gentes se refieren a ellos como el lugar en el que abollaron su coche en un semáforo, o donde el abuelo les ha dejado una parcela donde se van a construir una casa con piscina. Son pueblos, y carreteras, y valles y montañas a los que van las familias de merienda los días de fiesta, o donde, según le cuentan al médico, se torcieron un tobillo, o en los que les contratan en una tienda de repuestos de fontanería. De pronto, nombres que deberían estar apartados del uso y de la realidad de nuestras vidas, resultan ser tan normaluchos y plebeyos como Getafe, Pedreña, el río Pisuerga o Tarancón. Vaya chasco. Pero esos nombres de la Biblia no son como Salamina o Maratón, ni como Accio, ni siquiera como Rubicón. Están mucho más allá, claro, o mucho más al fondo. Como Elíseo, por lo menos, como Crono, como Rea, como el Tártaro. Verlo ahí, con matorrales y con pedruscos, con trozos de falafel desparramados, es parecido a ponerle a un hijo el nombre de Poseidón o de Hesta.

En otros, y numerosos, momentos de la vida, he coincidido con cultos mejicanos, o costarricenses, o peruanos, dirigiéndose a España o ya en el camino entre Burgos y Madrid, o entre Toledo y Ciudad Real, por ejemplo. El tamaño de sus ojos no puede ser descrito, su sonrisa y su avidez al mirar no se pueden olvidar, ni la forma de pronunciar cada topónimo que se iban encontrando, como si al decirlo restituyeran la justicia de un lugar cuya existencia se había puesto en duda. He visto a turistas sudamericanos cultos quedarse sin habla al contemplar las lagunas de Ruidera, pero transmitir con perfecta claridad que llevaban toda su vida deseando pisar sus orillas, en las que Cervantes hace pisar a sus personajes; los he visto en Puerto Lápice, nombre en cuya existencia creían como puro acto de fe, en contra de la razón y del sentido común; o en Tomelloso, admirados de su sonido, que producían una y otra vez como si estuvieran diciendo uno de los nombres prohibidos de Dios. Los he visto por Madrid, saboreando siempre nombres y lugares, el callejón de Puñonrostro, el pasadizo del Panecillo, y desde luego la Puerta del Sol. Algunos con aficiones muy definidas han necesitado reanimación tras muchos minutos callados de pie ante el Teatro Real, o en la Cava de san Miguel, preguntando tímidos, casi entre lágrimas, ¿pero de verdad que esta es la casa de Fortunata?

 

Sí, aunque nos duela, las lagunas de Ruidera no las inventó don Miguel

 

Todos aquellos lugares en los que los españoles nos hemos enfadado con el guardia de tráfico, donde hemos quedado con amigos para tomar un café, adonde hemos ido a comer bajo los chopos a mediados de junio y un mosquito nos ha picado, son para estas otras personas lugares de peregrinación, de confirmación de toda una vida de estudio y de pensamiento.

Me parece que lo que sucede en Israel y lo que les sucede en España a estos encantadores turistas cultos son fenómenos contrarios. La mayoría de estos se saben el Quijote casi entero y de memoria, y no te digo ya sonetos de Lope y de Quevedo. Y han creído y se les ha enseñado que todo eso era la creación de una imaginación literaria o vital de aquellos divinos dementes del siglo XVII que, sin saber lo que hacían, estaban construyendo con sus palabras la nación, o el país, o la república que hoy somos. ¡Qué genial don Miguel, discurriendo nombres como El Toboso o Esquivias, o Tembleque, o Villarrubia de los Ojos! ¿Y Almagro, bien pintado de rojo óxido? ¡Y Consuegra! Qué humor: don Miguel no tenía límites. Pero viajan persiguiendo El Libro y van descubriendo, reverentes, que todo eso es real, que está ahí y se puede tocar y pisar, y hasta comer esos duelos y quebrantos, qué sé yo, y hacerse con ello un poco personaje del Libro. Y llegan adonde todos llegamos cuando nos hacen estudiar adecuadamente: a comprender que el Quijote es la mitología opuesta a la del monte Tabor, y que ambos libros están escritos según los mecanismos más perfectamente contrarios: en el oriental están las conjeturas sobre el origen de nuestras vidas, y en el occidental están las observaciones sobre las consecuencias de nuestras vidas. La Biblia presenta la batalla ideal del Bien contra el Mal, de Dios contra los hombres, cómo debieron de ser las cosas, o cómo sería de desear que hubieran sido las cosas. El Quijote, en cambio, no conjetura, sino que observa y narra: no hay muchas palabras grandes, no hay ascensos a los cielos, no hay sufrimiento para toda la eternidad por haber sido débil o por tropezar donde estaba prohibido: hay magulladuras, claro, a cientos, pero nada que no hayan hecho los hombres, y nada que no se pueda quitar con un buen salpicón de vaca con cebolla o un queso bien curado. Y todos nuestros amigos turistas recuperan el resuello con esas cenas, y sus risas, y acaban recitando a coro entre risas «En un lugar de la Mancha…», y celebran haber comprendido que aquello que toda la vida venían creyendo probable ha resultado que era cierto. Pero en Israel sucede lo contrario: las gentes, si acaban así en las noches, están recogidas y contritas, y luchando contra la sospecha de que han descubierto, como ellos dicen, una realidad mucho más terrenal de lo que hasta ahora les habían presentado.

A veces los caminos te dan un desmentido; a veces te empujan a seguir viviendo.

 

 

Fotos de Merecedes Ruiz Paz