01 Feb El monasterio de Nogal de las Huertas: el románico más antiguo
Miguel del Rincón
Si queréis vivir la perfecta ambigüedad de sentimientos, la más extrema contradicción entre el pasmo admirativo y la indignación, tenéis que visitar Nogal de las Huertas. Se trata de una pequeña aldea al norte de Carrión de los Condes, camino de Saldaña, en la provincia de Palencia. Es una aldea como muchas otras, de las que se diría que son simples y hasta sosas deliberadamente: para qué quieren más sus vecinos, si con ese aire y esa paz ya tienen suficiente (y pedazo de casas de buena calidad que se han hecho en los últimos treinta años). Lo peculiar, lo peculiarísimo de este lugar olvidado por todos y desconocido por todos es que contiene dentro de su término municipal, a unos doscientos metros hacia el oeste, entre follaje bien denso, la construcción románica más antigua de la península ibérica. Sí, habéis leído bien. El románico más antiguo de la península.
Se trata del monasterio de san Salvador, conocido desde hace tiempo como «san Salvador de Nogal», aunque creo que ese, claro, no es su nombre oficial. Ahora, si vas a verlo, encontrarás unos cuantos andamios (pocos y pequeños), unos tableros en una zona del suelo y otros un poco más allá, un par de plásticos antilluvia y alguna herramienta. Y unos cartelones así de grandes que informan de que la Junta de Castilla y León, el Gobierno de España y no sé quién más muy rimbombante están al cargo; puro camelo propagandístico. En los últimos treinta años han pasado por ahí, de vez en cuando, cuadrillas de obreros con aparejador al frente. En una ocasión pusieron un contrafuerte de acero a un muro. Unos años después, otra cuadrilla puso la verja para que no entraran los jabalíes a usarlo como toilete. Poco más.
Tuve ocasión de conocer el monasterio cuando todavía no tenía ni número ni nombre de catalogación ni del Patrimonio Nacional, ni del autonómico (si es que existe) ni de censo alguno: hablo de 1982, concretamente, cuando el coche me protestaba por la cercana carretera de Saldaña a Carrión, y decidí apartarme hacia la paralela, algo hacia el este, donde están aldeas como La Serna, el mismo Nogal de las Huertas y alguna otra, a refrescarnos a un tiempo el motor y yo en algún bar. Era un verano, como dicen los viejos, «de los de entonces», y a eso del mediodía ya rondábamos los 40 grados, con rachas de viento abrasador de ese que corre por esas llanuras impresionantes de Tierra de Campos. Los ramajes que cerraban la vista hacia el oeste se apartaron en una de esas ráfagas, brevemente, apenas durante uno o dos segundos, y me dejaron ver un muro inesperado de sillares demasiado acabados, y demasiado abandonados, para creérselo a simple vista. Pregunté a los del bar, que me mostraron la más perfecta indiferencia: hablaban de esas ruinas como un pedruscal en el fondo molesto, porque les tropezaba el acceso al arroyo de sus ganados (todavía era época de numerosos corrales de 1.000 ovejas que iban y venían limpiando rastrojos tras la siega o abonando los barbechos); alguna vez había venido alguien de la universidad o algo así, pero luego nada más. Cuando te ponen así algo, cómo no vas a zambullirte en ello. En fin, un corto paseo me mostró de pronto, al superar la esquina del muro, una de las vistas que cualquier amante de la historia está deseando ver (pero tengo que volver a eso de la ambigüedad), un poco en plan Indiana Jones.
No era posible que eso existiera allí y así. Estaban las necesarias distonías entre muros, fustes (casi ninguno), capiteles y arcos; evidentemente, eso no era decorado sino real, porque había distancias temporales entre las construcciones de unos elementos y otros que son las distancias casi inevitables en los edificios de ese calibre, que van retocándose a lo largo de los siglos, o sumando dependencias.
Aparte de la portada, con unos arquitos apuntados de sobriedad cisterciense, en el interior, entre excrementos animales y desde luego humanos, había capiteles con las típicas tallas jaquenses, y una de ellas extraordinaria (que, afortunadamente, ceo que se protegió oficialmente unos años después): un monje (su corte de pelo era delator) agarrado a la propia columna con un brazo, y sosteniendo con el otro algo así como un bastón, quizá un azadón largo o una vara de ganado.
En fin, todo por los suelos salvo dos o tres cosas, y semienterrado entre escombros que a primera vista parecían menores, quizá hasta de adobe de los muros del huerto, pero luego se ha ido sabiendo algo de que en cierto rincón o bajo ciertas tejas se encontraba una talla valiosa, medio capitel y cosas por el estilo.
Al norte, la basílica, con su placa de «Doña Elvira», fundadora en ¡1063!; su ábside cuadrado, y sus naves laterales añadidas décadas más tarde. A la derecha, hacia el este, el huerto, con lo que parecía el resto del edificio de viviendas, todo cercado por un muro semiderruido; a la izquierda, por encima de treinta o cuarenta metros del arroyo, los restos bastante sólidos del molino que dio riqueza a este convento. Por encima, sí: la construcción se apoyaba a un lado y al otro del pequeño río pero veloz, como si estuviera con las piernas abiertas, y utilizaba la corriente para sus mecanismos molineros.
Y eso llegó reconocible, roto, desmigado, pero visible, desatendido, malusado, hasta 1982, y hasta hoy.
Refugio de pastores contra la lluvia, de amantes contra los esposos, de fugitivos contra la autoridad, quizá sólo a un milagro se puede atribuir que quedara una única piedra en pie. Y quedaban bastantes más.
El edificio románico más antiguo de la península. Cuesta un rato hacerse una idea de lo que estamos diciendo.
Quería invitaros a que hicierais ese viaje, que siempre es más que agradable por esas tierras, y no os aconsejaré que os alojéis en este hotel de Carrión o en esa posada de Saldaña, porque además, elijáis lo que elijáis, os van a tratar de maravilla. Y que una mañana, cuando el sol ya haya calentado un poco el rocío y la luz sea algo más que neblina, os acerquéis a mirar y tocar y oler este lugar como señalado por las estrellas, porque es algo que le debemos, y porque es mucho más que lo que cualquier historiador o cataloguista hubiera soñado, si no existiera.