El peso del pasado

Ramón Nogués

Los europeos estamos acostumbrados a pisar suelos en los que en el pasado han caído miles de muertos, y a habitar estancias en las que ha habido tragedias durante siglos. Nos parece tan normal que ni siquiera caemos en ello mientras lo estamos viviendo. Nos hace falta algo como un viaje a Norteamérica para darnos cuenta de que no es obligatorio para la condición humana vivir con ese amenazante sentimiento de spleen histórico. Porque, en Chicago, el rincón o la pared o el suelo más histórico que puedes encontrar no supera los 120 años, por resumir. Una cantidad de tiempo que aquí casi ni empezamos a computar, porque es la edad que tienen las casas más modernas de los ensanches barcelonés y madrileño por Gracia o por Chamberí, o las últimas del primer barrio de Salamanca, por ejemplo. Ni las miramos al pasar. Son como contemporáneas nuestras. Todo el que haya viajado a otras tierras tiene la experiencia de no entender muy bien cómo los aborígenes alucinan con el testimonio histórico o arqueológico o identitario de un cerezo que plantó Lincoln hace tantísimo tiempo como, más o menos, ciento cincuenta años, o sea cerca de la expulsión de nuestra Isabel II, o el comienzo del ensanche donostiarra, sucesos de esa colección que aquí consideramos prácticamente el comienzo de nuestra historia contemporánea, allá cuando vivían nuestros tatarabuelos.

A lo mejor a veces exageramos nuestra indiferencia. A menudo estamos paseando por lugares con demasiada historia, o demasiado dolorosa, o inhumana, y puede que de pronto le asalte a uno un pensamiento, un recuerdo de algo leído, y se acongoje brevemente. Sobre todo con historias habidas que han consistido más que otra cosa en sufrimiento humano, en crueldad y en tiranía, en dolor y llanto. Paseamos, en Madrid, por la Dehesa de la Villa, magnífico parque en el extremo noroeste del centro, a continuación de la ciudad universitaria, y nos maravillamos de sus pinares, siempre que podamos acallar el conocimiento de que en esos mismos pinares se dieron algunas de las historias de más extrema crueldad que hubo en los largos tres años de asedio a la ciudad durante la Guerra Civil.

 

Dehesa de la Villa. Deporte, paseos y un pasado a enterrar para siempre.

 

Era un territorio entre frentes, una especie de tierra de nadie que lo iba siendo sucesivamente de unos y de otros, y una hermandad de pequeñas colinas a cuya sombra todos se sintieron cobijados para perpetrar los más horribles crímenes de saña y sadismo homicida que esa guerra propició. Nadie puede estar seguro de que al caminar por sus preciosos senderos, en la actualidad, en un momento u otro no esté poniendo el pie sobre el cráneo de un desgraciado al que fusilaron ahí y hoy nadie ha desenterrado todavía y espera un par de palmos bajo el césped. Lo mismo vale, por supuesto, para la Casa de Campo madrileña, para esa ciudad universitaria, que todos conocemos como uno de los frentes más prolongados y crueles, pero también para casi cualquier kilómetro cuadrado que elijamos de cualquier lugar del mapa de la península. No es que nos vayamos a fijar sólo en los dramas, pero es que pisar el suelo donde se dio una alegría no informa tanto como pisar u ocupar el espacio donde alguna persona sufrió y otra disfrutó con su sufrimiento. El Jardín Botánico madrileño: nos lleva más lejos, desde luego, pero cómo ignorar que fue ahí, en su cuesta arriba hacia el este que empalma con el Retiro, donde las tropas napoleónicas fusilaron a mansalva en las noches del 3 y el 4 de mayo de 1808, a ciudadanos porque sí, a gentes normales y a gentes importantes, truncando vidas e historias y a lo mejor hasta impidiendo futuros para todos (por ejemplo, ahí fusilaron, sin saber quién era, a Francisco Xavier Balmis, que acababa de volver de su viaje de la vacuna, nada menos; qué más hubiera podido hacer, de no ser asesinado entonces). Se puede pasear por esos lugares simplemente disfrutándolos hoy; pero hay ocasiones en que algún pequeño detalle despierta el recuerdo del conocimiento.

 

Círculo de Bellas Artes de Madrid. Calle Alcalá, vanguardias, sofisticados restaurantes, estrenos teatrales. Y un nombre que no podían oír sin temblar los que vivieron en el Madrid de la Guerra Civil. ¿Ya nadie recuerda qué era una checa?

 

Hay, por supuesto, cosas y horrores más cercanos. Los universitarios madrileños de la transición saben, o quizá ya van olvidando felizmente, en qué portal de la calle Barquillo (sí, del centro turístico) unos macarras de camisa azul asesinaron a una joven estudiante de su misma edad el año 77. Por supuesto, todos paseamos por la calle Atocha y pasamos ante el portal de los abogados laboralistas asesinados por otros macarras similares el 24 de enero del mismo 77. O la DGS, de la que muchos no se han recuperado, como es natural, ya desde hace tantísimo tiempo «desacralizada» y, se diría, limpiada de karma, reconvertida en limpio palacete de la presidencia de la comunidad de Madrid. O el gran edificio de Bellas Artes, o el Ministerio de Fomento (o agricultura), hace no tanto centros de detención, tortura y desaparición de miles de madrileños prácticamente seleccionados al azar en el Madrid republicano de la guerra. Y quedamos en sus cafeterías, y vamos a los teatros que hay en su sótano, y entramos en sus librerías.

Como debe ser.

Hay una operación de olvido absolutamente necesaria para vivir, para darle una oportunidad a la vida de seguir adelante. Hay unos extremos, quizá, que no nos es posible cruzar; pero mientras no estemos en ellos hay que hacer lo posible para limpiarnos de recuerdos, se entiende que cuando estos son de dolor y de muerte, del mal, porque si no lo hacemos nunca podríamos salir adelante.

He recorrido miles de kilómetros por España y Portugal, y creo poder decir que apenas hay un tramo del que no se pueda contar algún horror de muertes, masacres y maldad. Como prácticamente de toda Europa. Si nos negáramos a vivir con ello, simplemente no podríamos vivir.

Algunos sinvergüenzas del ámbito inevitable y previsible han estirado como una goma el peso histórico de su terruño para sacar provecho económico, por supuesto. «Es que nuestro suelo es histórico», y paparruchas de ese estilo, se han hecho habituales en nuestro ruido público. Claro, y el de Tomelloso no lo es, ¿verdad?

Todo es histórico, y, a menos que se sea una anémona, esa historia pesa y hasta debe pesar. Pero no a todas horas. Hay que saber mirar en la dirección contraria a la historia, que es el futuro, para poder coger aire y caminar hacia ese futuro. En algunos lugares parece ponerse más difícil; pues hay que intentarlo más. O quizá haya unos pocos lugares sin remedio, que habría que dejar como pozos oscuros de la historia, probablemente como informadores a las personas futuras de lo que hay que evitar.

Hay que tener cuidado cuando se viaja por caminos en busca de casas. Todos, los unos y las otras, podrían contar sus dolores, como las personas. Esos dolores hay que respetarlos. Nunca serán risibles. Pero también hay que saber dejarlos atrás.