15 Feb Inutilidad de Belchite
Ramón Nogués
Da la impresión de que estamos atrapados por las ruinas, pero es sólo una impresión. Tenemos muchas otras cosas por aquí, pero resulta que se nos juntan ahora unos cuantos escombros, por cierto con su parte sórdida, y por qué no vamos a comentar estas cosas.
Belchite, sí.
Tenemos Gernika, Teruel, Badajoz, el Ebro y…, deberíamos tener en esa lista a Madrid (pero hoy está mal visto y hasta visto al revés), quizá Alicante. Y Belchite. Que algunos meten directamente en el expediente de la batalla del Ebro y otros no.
Vamos a Belchite atravesando ese campo feroz, durísimo, injusto, del que los aborígenes llegan a sacar algo tan inverosímilmente delicado como, nada menos, el vino de Cariñena. No es creíble, salvo que lo hayas respirado con tus propios pulmones. Ves esos campos y te rindes, y desistes de cultivar nada. Pero ellos lo hacen, y fíjate lo que sacan.
Llegamos a Belchite. No nos vamos a tirar el rollo belchiteño que de tan habitual ya se ha convertido en tópico. Sabemos todos casi todo lo que hay que saber de Belchite. Pero conviene pasearlo, y creo que más de una vez, y desviarse en otros viajes que pasen cerca y tomarse un café por ahí y volver a pasearlo otro poco, y a lo mejor los tópicos empiezan a ser más frágiles.
Al cabo de un tiempo, al cabo de unos cuantos de esos paseos, si el sol o el ventarrón o el frío polar te lo permiten, después de haber leído y comprendido todo lo que se haya puesto a tiro, incluso de haber escuchado, y no sólo oído, a alguno de esos guías que últimamente le han visto futuro a la cosa y te cuentan lo que ya sabes, pero te sirven para señalarte algún tablón que mejor no pisar; después de eso, decimos, lo mismo te empieza a fallar la serenidad con la que siempre has aceptado que esa escombrera siguiera ahí semilevantada, semiconservada, semimaquillada, como si de verdad sirviera de algo.
Cuando tantos documentales se han puesto tan serios y solemnes desde hace tanto tiempo, y especialmente los documentales ingleses, al pasar por Belchite y mostrar el semiábside semiderruido, y los muros ladrilleros semialzados, y esos arcos algo increíbles, es que a lo mejor hay que replantearse algo. En general, habrá que replantearse cualquier cosa que demos muy por sentada en relación a nuestra historia y que como por casualidad a los documentales o a los historiadores o periodistas anglosajones o irlandeses les haya dado por tratar como si fueran especialistas. Y si se trata de algo, más concretamente, de la Guerra Civil, es seguro que hay que replanteárselo del todo; como mínimo, porque los narradores ingleses (los norteamericanos ni los menciono) han dado ya muestras insuperables de que no entienden nada de lo que ha pasado en nuestra historia, como mínimo desde que decidieron llamar a la Guerra de la Independencia «Guerra peninsular» como parte de la suya contra Napoleón (y eso sin remontarnos a la Contraarmada, por ejemplo).
Y a Belchite lo cultivan en cada nueva serie de documentales como si fuera el Lorca de Ian Gibson. Y eso es motivo suficiente para replantearse todo.
Por ejemplo, puede que sea posible replantearse si esas ruinas de Belchite siguen cumpliendo esa función que desde siempre se ha dicho que cumplían (cabe replantearse también si alguna vez la han cumplido, pero aquí no vamos a llegar tan lejos). ¿De qué sirve mantener en la actualidad esa escombrera de adobes y ladrillos desmigados, nidos de aves y roedores por mucho que hayan puesto una verjita y haya una asociación protectora y unas cuantas personas respetables pasen el escobón con regularidad?
Seguramente ya lo habéis paseado; o, como mínimo, lo habéis visto en, eso, documentales: cinco o seis que fueron calles en otros tiempos, quince o veinte muros de viviendas sin nada detrás, como un puro decorado cinematográfico, la famosa iglesia casi inexistente con el famoso ábside casi inexistente, y poco más. Eso sí: detrás de algunas de esas fachadas solitarias semiinexistentes hay ese cinematográfico caos de vigas caídas por uno de sus extremos, apoyadas en diagonal sobre el suelo, y más allá otra en exactamente el otro sentido, de modo que las fotos salen muy bien compuestas. Hay semitejados que, a diferencia de los que no han sufrido mil bombardeos como estos, y que en 80 años han caído, o desaparecido, conservan la mitad de sus tejas en un interesante plano inclinado y alabeado, porque la otra mitad no está y deja al aire el interior (ese de las vigas, o de los restos de paredes). En fin, todo eso es más que conocido y difundido, hasta el punto de que muchos que no han estado ahí tienen la sensación de que sí han estado, como pasa a menudo con las cosas demasiado difundidas.
Sí, que aquello de Belchite fue lo que fue; quién puede discutirlo. Nunca nos hartaremos, al hablar de estas cosas, de utilizar esa palabra antaño tan castigada: mierda.
Naturalmente, si ahora formulamos expresamente: ¿cuál es el sentido de mantener alzadas esas ruinas cochambrosas, como si fueran sólo ellas y no muchas otras cosas las que nos enseñan la mierda que fue aquella guerra de locos desatados?, siempre se nos puede replicar: ¿y cuál es el sentido de eliminar esas ruinas y acabar de una vez con esa aldea-museo?
Pues no sé, pero lo cierto es que la pregunta primera, que nadie ha contestado cabalmente hasta ahora, podría ser: ¿es que esa escombrera nos enseña algo acerca de la guerra que no sepamos por otros medios? ¿Por qué reconstruir, entonces, el pueblo de Gernika, las afueras de Badajoz, el centro de Madrid, tal como se reconstruyeron? ¿Por qué no se dejaron destrozados, rotos, ruinosos, testimonios de la imbecilidad y la crueldad de aquella guerra?
No vemos ya mucho sentido a estos cuidados paliativos, a esta prolongación artificial de la vida de ese Belchite derruido. Si alguien todavía tiene que aprender algo sobre aquella guerra, que se informe donde debe, porque de aquí no va a sacar muchos conocimientos, sino, más bien, sentimientos. ¿Y es eso lo que queremos, seguro?