Junto al pueblo de Carabias

Ramón Nogués

 

Hablando de viajes, de racionalismo, de funcionalismo y de esas cosas, no vamos a dejar sin comentar las miles de sorpresas que puede uno llevarse si de vez en cuando abandona las autovías y vuelve a las carreterillas de trayectos menores, o incluso a las que lo fueron de mayores, ahora casi desiertas precisamente por las construcción de las grandes y anchas que pasan por ahí cerca. Podremos escoger decenas y decenas de casos, y lo haremos, pero ahora nos ha apetecido empezar por un rinconcito maltratado que hay a un lado de la A1, todavía en Segovia y casi llegando al sur de la provincia de Burgos, sobre la misma y antigua N-I, que aceptaba como nombre el de «nacional uno madrid irún».

Si vas desde Madrid por esa A1, deja atrás el puerto de Somosierra y deslízate cuesta abajo por la provincia de Segovia: Cerezo, camino de Honrubia, por ahí. Todo apunta al primer gran núcleo del trayecto, que es Milagros. Pero un poco antes de llegar a este, con su salida propia y todo, está el pueblecito de Carabias, que apenas se adivina no ya desde la autovía, sino desde la misma N-I a la que vas a parar si coges esa salida. De pronto estás pisando la misma carretera de un solo carril por dirección, con mucho asfalto en el pavimento (más del que se pone hoy, que son más hormigonadas), que era se diría que la única ruta clara hacia el norte desde la capital. Su nombre incluía Irún, pero más adelante se ramificaba y era por donde tenías que ir si querías llegar a Bilbao, incluso a Soria y a Logroño y a Pamplona, y desde luego a Santander, a través del famoso y temido puerto del Escudo. Y por supuesto San Sebastián, ya casi en la meta final, que presumía de mojón de carreteras de esos antiguos, un prisma más o menos triangular pero irregular, como de 1 metro de altura y pintado de blanco salvo el cabezón de color rojo, que informaba de que la distancia a Madrid, delante del Hotel San Sebastián, en la misma avenida de Zumalacárregui, ya en la ciudad,  era de 471 km. Esa misma carretera, histórica de tantas historias, resulta que sigue ahí, no diremos que tanto como viva pero por lo menos de cuerpo presente, sin que las obras de la autovía ni de movida comarcal alguna la hayan mandado al otro barrio. Y gracias a eso tenemos lo que tenemos, y por eso nos hemos extendido un poco en cosas antiguas.

A lo mejor el tramo de la N-I antigua que sigue ahí no llega a ser de 1 kilómetro de longitud. Y en cuanto entramos en él, encontramos el Hostal Cristóbal, que es un modelo de las arquitecturas que venimos hablando, y que está muy en activo; y a su lado hay una sorpresa inesperada. El hostal ha sufrido en los últimos años varias repintadas de fachada, e incluso, según nos ha llegado, cambios de propietario e incomodidades de esas. Es una pena, porque hasta antes de la epidemia era un lugar de parada casi religiosa por los bocadillos de jamón que te atizaban junto a un café con leche soberbio. Noche no hemos hecho en él, pero tampoco nos ha hecho falta, porque lo que más nos gusta es cómo es por fuera. Se trata de un caso purísimo de ese funcionalismo cincuentero o sesentero y se ve que, además, con intención de no ser rutinario, porque ha girado las ventanas de la segunda planta, que son las de las habitaciones, hasta ponerlas en un escorzo como de 30º, todas casi mirando o saludando al sector de planta cilíndrica, que algunos llamarían torreón, que hay en el sur.

 

Apenas lo miramos, de lo familiar que nos resulta. Pero no hay rutinas ahí: torreón, escorzo de ventanas, cuerpo principal con cubierta a dos aguas. Todo pensado.

 

Esos repintes que decimos nos han permitido apreciar sucesivos desastres y aciertos estéticos, pero sobre todo nos han enseñado cuánto cambian los edificios (y ojo, especialmente estos de línea clara) sólo por llevar sus reflejos hacia el gris o hacia el verde o hacia el blanco. Ahora parecía que se iba a estabilizar en el blanco con adornos, como se ve en la foto, pero tendremos que volver por ahí porque eso del cambio de propiedad nos ha dejado mosqueados. Bueno: todos tenemos el reflejo exquisito de llamar «feas» o «vulgares» a construcciones de esta colección, no se sabe muy bien por qué: porque no sigue los mandatos lecorbusieranos, o los de Gehry, o yo qué sé, porque somos todos muy elegantes y muy sofisticados. Y esto es lo que se ve: estructura de hierro, ladrillo, enfoscado, pintura, y baldosa en el suelo. Pero es un caso de los más claros de dejarse depurar por la sencilla utilidad de las cosas, y un día, de pronto, cuando estás en lo mejor del bocadillo ese, yendo de acá por allá por el aparcamiento y sin quitarle el ojo, bum, te llena de golpe la sensación de que también hay belleza en estas cosas.

Pero la sorpresa: separada del aparcamiento, que es una simple explanada casi asfaltada, por una verja a medio caer, está la gasolinera.

Algunos dicen que no merece ni la mirada del que pasa con el coche. Otros pensamos que, muy al contrario, es una de las expresiones más depuradas de sencillez y funcionalidad que hemos visto en estas instalaciones.

Abandonada, sucia, llena de basuras: todavía se sigue viendo en ella la intención de ser útil, de anunciar su función y de no ser cara de construir. Y eso, que dicho así de rápido parece una frivolidad, no lo es en absoluto: siempre hay en esa industria gentes a las que se les da en una higa la utilidad o inutilidad de lo que construyen, y mucho más todavía que las gentes conozcan la función de lo construido, y no digamos ya, yendo a porcentaje, el presupuesto galáctico e inabordable, que da igual, porque ya habrá alguna institución que lo acabará pagando. Pero hubo un tiempo, y en la actualidad alguna vez te encuentras que alguien quiere seguir esa tradición, en que esas cosas se cuidaban. Así que se trata de un surtidor de gasolina, por mejor nombre Estación de Servicio Nevada, que parece una chulería de Las Vegas pero que muy probablemente hacía alusión al metro o los dos metros de nieve que era habitual que cayeran ahí hasta hace veinte o treinta años todos los inviernos. Ah, pues si es para un negocio así tan recogidito, mejor que tenga todo lo que tiene que tener, pero apañado, ¿no?, pero que no por apañado se vaya a caer fácil.

 

Estación de Servicio Nevada, sobre la antigua N-I, km 120. Humildad y estética .

 

Y ahí la tenemos: una caseta, que diríamos hoy, pequeña quizá para la norma de 2022, pero no tan frecuente en los surtidores de los 50, y una visera suficiente para cubrir dos surtidores. La visera se elige, cuidando el presupuesto, de material prefabricado, y con la precaución muy adecuada de adelantarse a esas nieves que ya hemos dicho que en la comarca eran, y hoy todavía alguna vez son, serias y abundantes. Y cuatro soportes que se podrían haber colocado de muchas formas, en primer lugar los cuatro verticales en línea, o en cuadrado, pero mirad el adorno en V. Quién sabe si es que esos dos eran los dos únicos puntos del suelo con suficiente densidad para llevar toda la carga (es muy poco probable, porque ahí paraban camiones a repostar, por ejemplo, llevando pesos mucho mayores a los pocos centímetros de apoyo de sus ruedas); o si hubo alguna petición  del propietario para evitar el aspecto de crucigrama. No importa: si se compusieron esas uves obedeciendo a un impulso estético por parte del arquitecto o del propietario, estuvo bien aprovechar una construcción utilitaria para hacer adorno. Y si fue una obligación técnica, también estuvo bien, porque si esa obligación se resuelve dando lugar a formas sugerentes, si la arquitectura acepta los inevitables del mundo y los asume y los convierte en formas mejores, qué más se puede pedir.

Al final, una instalación que muchos verían simplemente como el colmo de la humildad, resulta que trae sugerencias de la mejor estética del funcionalismo adornado de los cincuenta.