01 Nov La paradoja original del racionalismo arquitectónico
La paradoja original del racionalismo arquitectónico
Miguel del Rincón
Bloque de viviendas en Berlín
Hay una especie de paradoja que nadie menciona en el nacimiento y los primeros años del racionalismo arquitectónico. Es sabido que nacimiento, lo que se dice nacimiento, nadie sabe situar muy bien una fecha y un lugar, pero se conviene en que aproximadamente hacia el final de la I Guerra Mundial y los años siguientes termina de producirse esa especie de fusión que nadie diseñó entre el Arts & Crafts, las ideas de simplificación mecánica del industrialismo, la Bauhaus y lo que en España llamamos Modernismo y… algunas cosas más. En fin, Gropius y Mies van der Rohe hasta teorizan sobre el propio trabajo, y a ello se unen los rezongos de Frank Lloyd Wright, que la mitad de los arquitectos congresistas (de los congresos de arquitectos, no de los otros) de los siguientes 30 años considerarán de la pandilla, y la otra mitad a veces llegará hasta las manos con tal de que no se le dé ni agua. Qué ganas de pelearse tiene la gente en todas las épocas.
A lo que vamos: entre esas «algunas cosas más» se encuentra desde el mismo principio la voluntad de esos arquitectos, y muy enfáticamente expresada, de hacer lo que toda la cultura europea y gran parte de la no europea estaba haciendo ya desde los años 10 del siglo XX: luchar para que la situación social saliera del estancamiento, y para que el progreso científico e industrial se tradujera en progreso social.
No es para extrañarse. Las últimas décadas del siglo XIX habían sido en Europa, en general, de una prosperidad no conocida hasta el momento. La situación de los proletariados, con ser de una explotación y un sufrimiento tremendos e inadmisibles para una mirada del siglo XXI, ya no era la de 1830. Tres o cuatro revolucioncitas o conatos de revoluciones a lo largo del siglo, con sus versiones y franquicias en cada país, o sus alternativas como la de los cartistas británicos, habían conseguido algunos progresos impensables sólo a mediados del siglo. Pero de todos modos aún no se habían legislado aspectos como la seguridad social y la atención sanitaria, que dependía casi en su totalidad de las beneficencias, y en la mayoría de los casos los días de libranza y descanso dependían de la arbitrariedad de los empresarios o sus administradores (en las laderas de la izquierda del Nervión les daban libre las mañanas de los domingos para ir a misa, por ejemplo), y eso aparte de lo que algunos considerarían intangibles como la existencia en la calle de al lado de esa nueva cosa llamada «clase media», los empleados urbanos y similares, con viviendas apañaditas en las que ya iba siendo lo normal que tuvieran electricidad y agua corriente, y no tan raro que añadieran un cuarto de baño propio y no del rellano. O sea, que había posibilidades, y en consecuencia aspiraciones, y así brillaban todavía más las carencias vitales y sociales de gran parte de la población.
Y, por supuesto, a eso se sumó la Revolución Rusa. Que trajo a su estela en esos primeros años lo que ya conocemos: una especie de euforia, en algunos casos, o de despertar, en otros, a falta de saber entonces lo que el ciudadano de 2021 no puede apartar de la mente cuando piensa en aquello, que no hará falta que se mencione. De momento, se produjo en el mundo intelectual y artístico una conmoción quizá similar a la que produjo siglo y medio antes la Revolución Francesa (no en vano la Rusa fue diseñada en tantos de sus pasos a imitación de ella y con condimentos de la zapatista): ¿así que era posible «darle un empujón a la Historia» y dejar la paciencia a un lado y deshacerse de esos aristócratas inútiles y poner el progreso a velocidad de crucero?
Es forzoso comprender aquello: ese proletariado ascendente, esas clases medias, la incipiente extensión de la enseñanza y el progreso de las élites técnicas e intelectuales (que de pronto no se parecían en nada a sus homólogos de sólo una generación antes) habían acabado con la sumisión o la resignación de antaño, y era cuestión de simple decencia humana procurar mejoras laborales y sociales.
Ese triunvirato inicial de Gropius, van der Rohe y Le Corbusier (por más que este también fuera discutido y hasta insultado por muchos arquitectos congreseros) lo dijo con todas las letras: hay que transformar la arquitectura y dejarse de chorradas ornamentísticas y ponerla al servicio de ese progreso que hoy vemos arrancar en todas las disciplinas. La nueva industria podía fabricar en serie automóviles, así que podría igualmente fabricar en serie vigas de diferentes familias de acero (ya lo hacía), cristales modulares para los cerramientos (ya lo hacía) y paneles de hormigón por miles según pautas (estaba a punto de empezar a hacerlo). Ya no había excusa para que una sola persona careciera de vivienda, como mínimo, digna.
Ya sabemos que, trasladando lo que hay que trasladar, en aquellos años 20 se produjo una especie de epidemia de revolucionarismo, en general con r minúscula, pero en algunos casos con esa R mayúscula que llevó a la consolidación de los partidos comunistas, los fascistas y, en definitiva, en menos de veinte años, al infierno. Esa r minúscula se refiere a lo que algún historiador del futuro quizá pueda señalar como origen remoto (o no tanto) de esa izquierda europea que más o menos a partir de los años sesenta, principalmente en Europa, acabó decidiendo que mejor debatía todas esas cosas revolucionarias entre champán y champán: los hijos (o, en algún caso, los mismos pero ya ancianos) de aquellos que en los veinte decidieron incorporar las ambiciones revolucionarias a sus trabajos y profesiones y oficios. La pintura y la escultura, por supuesto, con la cascada de reformas, revoluciones y vanguardias que desde entonces se sucedieron; la literatura indudablemente, con la ruptura de tradiciones académicas en contenidos y en formas; todo, prácticamente, se vio alimentado por esa novedad de la revolución triunfante, y de pronto se sabía que era posible, y se deseó.
Y ahí tomo impulso, como sabemos, el racionalismo en arquitectura. No fue una mera propuesta hija del aburrimiento estético, sino una pretensión muy seria y muy sólida de no seguir en esa zona de burguesía adocenada pre-aristocrática en la que se movía la profesión de los arquitectos, muy empingorotados y dándose mucho pisto, pero muy sumisos a esas grandes fortunas de origen en general inmencionable que financiaban los Ensanches en casi todas las grandes ciudades europeas. De pronto había una figura nueva, un personaje difícil de comprender con las anteriores categorías, algo así como comparar a Netrebko y sus palabrotas y sus banquetes de paella con las cosas estiradas de la pobre Callas y no digamos de las anteriores a Callas. Ahora los arquitectos estos eran tíos de americana y corbata más o menos como cualquier otro de clase media, ¡y hablaban nada menos que de hacer viviendas de vanguardia para toda la población!
Pero la inspiración socialista y revolucionaria tendría que esperar, porque vino, o más bien algunos trajeron, una guerra.
Y los dos primeros actores de esa guerra eran precisamente de esos que ya por su cuenta habían iniciado programas urbanísticos y constructivos masivos, modulares y colectivistas. Pero prácticamente todo lo hecho se vio reducido a cenizas, por supuesto.
Y desde que esa Segunda Guerra Mundial acabó, no se supo demasiado acerca de nada de lo que sucedía «del lado de allá» del Telón de Acero, y de donde menos se supo fue de la Unión Soviética. Todo se había convertido en posible secreto estratégico; todo podía ser objeto de espionaje y de derrotas.
En cuanto al «lado de acá», como sabemos, sí que circulaban datos desde el principio de la reconstrucción. Y sí que se hizo público que había puede que hasta 25 millones de personas sin casa, y que la primera obligación de los Estados recién resucitados era proporcionarla. El Gran Capitalista organizó un Plan económico de ayuda a esa Europa occidental, y así se posibilitó que esos proyectos de viviendas masivas, modulares, baratas, de veloz construcción, y de intención inicialmente alimentada por el que ahora se había convertido en enemigo, por fin fueran una realidad.
Hasta el día de hoy la mayoría de esas construcciones siguen en pie y habitadas; poco después, satisfechas las primeras urgencias, esos «racionalismos arquitectónicos» se ramificaron, o se sofisticaron, y experimentaron sus propias evoluciones. Pero aquellas ilusiones socialistas sólo fueron posibles después del infierno, y en términos y condiciones capitalistas. De lo que se hizo arquitectónica y urbanísticamente en los países del mundo comunista poco se supo entonces. Aunque en la actualidad algunos lo equiparan a esta explosión del racionalismo en occidente, no deja de ofrecer más de un aspecto a la discusión, y sobre ella caeremos próximamente.
Y de lo que sucedió con la vivienda y el racionalismo en la España del franquismo, por supuesto que hablaremos.