01 Jul Las piedras de Hoz de Anero
Ramón Nogués
Es conocido que en Hoz de Anero, en Cantabria, se perpetró o se produjo o se cometió o se hizo una de las mayores movidas histórico-arquitectónicas de nuestra época. En resumen, unos cuantos ciudadanos potentes, animados al parecer por uno en particular que se puso a la cabeza del asunto y que sabía de arquitecturas, cogieron unas cuantas casas de la Montaña santanderina, es decir, de la montaña-montaña, de aldeas y pueblos de más allá de Torrelavega, de las Bárcenas y por ahí, y las desmontaron piedra a piedra, y las trasladaron a la costa, y las reconstruyeron es de suponer que también piedra a piedra, y prácticamente fundaron una nueva localidad, si bien se les concedió solamente el carácter de «barrio» o «urbanización» de este ayuntamiento de Ribamontán al Monte, cuyo centro principal es precisamente el pueblo de Hoz de Anero. Algunos de ellos, según cuentan las leyendas, eran muy de esos señores que habían puesto el grito en el cielo cuando ese ricachón norteamericano, y aquel otro, y el de más allá, hicieron no más o menos lo mismo sino exactamente lo mismo con aquel castillito de Valladolid o ese puente de Soria, y se los llevaron a las llanuras texanas o californianas. Pero, por supuesto, cuando pago es que me roban, pero cuando cobro es que reequilibro.
En fin, en aquellos primeros años 70 los avisados se dividieron, como suele ser habitual en España, en dos bandos: los del sí y los del no. A algunos les pareció una acción no sólo normal sino encomiable, porque al parecer esas casas o casoplones estaban en no muy buen estado en sus lugares de origen, y al hacerse con ellos para trasladarlos y convertirlos incluso en vivienda propia lo que se conseguía era una rehabilitación y limpieza generales, y una traída al presente de viejas glorias arquitectónicas regionales. Otros se opusieron desde el principio porque la arquitectura de la Montaña es bastante peculiar, y sobre todo diferente a la de la costa. Que aunque Hoz de Anero no está exactamente en la orilla del mar, se considera que es una comarca «del mar», o «al mar», como se dice en carteles de por allí. No consta ni constó entonces que las opiniones coincidieran, como hoy sí que es habitual, con posiciones políticas más generales. Otras movidas arquitectónicas y urbanísticas de la España de entonces tuvieron también sus guerras y sus bandos, y muchas veces con personajes muy señalados de la política de entonces en ambos lados (las Torres de Colón o la Torre de Valencia en Madrid, el hotel Orly en San Sebastián, Puerto Banús cerca de Marbella, todos esos líos).
Bueno, pues vamos a que una cosa tan legítima o tan ilegítima como aquella de trasladar los casoplones montañeses a comarcas bajas, tan opinable, tan llena de argumentos a favor y en contra, se ganó desde el principio muchas enemistades por la actitud de los autores, que, según se cuenta, pasaron de leyes y reglamentos y de todo lo habido y por haber, e impusieron su voluntad con la fuerza de los hechos y, según dicen, de su pasta. Ya hemos hablado que a menudo los urbanismos y las casas tienen un suelo de argumentos de pura pasta, y por qué no iba a haber sido así en aquel entonces.
Pero hoy suceden dos cosas al respecto. Una que es esperable, y otra que es asombrosa. La asombrosa es que hoy visitas ese «barrio» o «urbanización» (no es posible saber cómo quieren sus dueños que se llame), porque hay hasta (extraoficiales) visitas casi de circuito turístico, y ay de ti como te vea un dueño recorriendo esos caminos: son más bien esas calles-carreteras habituales en esa zona de hábitat que antaño se llamaba disperso, lo cual hace imposible disimular el espionaje con la excusa de estar dándole un paseo al perro. La densidad de la arboleda dificulta a menudo contemplar las casonas de lejos, y casi hay que ir una por una y verlas de cerca: entonces te cae la pedrada. El dueño, «o persona en quien este delegue», te ha calado y te espanta como si fueras un tábano. Pero un tábano con clase: una clase inferior. No hemos llegado a ver gentes con escopetas, pero lo hemos llegado a temer, dada la actitud y el gesto amable de quien se sabe propietario de una joya arquitectónica y comprensivo ciudadano que tolera entonces que los demás se solacen en la contemplación de esas fachadas y esos volúmenes. No, nada de eso. Muchos, en el mundo, comentan que hay un talante cántabro más bien recio y hosco; pero deberían probar a pasearse por entre las chozas de esta pequeña tribu, y verían entonces que tienen que encontrar una nueva palabra. Decimos que es asombrosa porque al pasear por allí, simplemente pasear, igual que paseas por Liérganes o por Cóbreces sólo para ejercer tu derecho de libre circulación y para contemplar y disfrutar y aprender con la visión de esas casas históricas, la reacción que te encuentras no es exactamente la del almeriense acogedor o la del tomellosino chungón, sino una sorprendente hostilidad como de otro tiempo, que te lleva a sentir que has retrocedido a esos años 72 o 73 en los que las broncas estaban vivas y eran fieras, y los defensores del fuerte «se veían obligados» a emplear insultos de mayor calibre. ¡Oiga, hombre, que sólo estoy paseando y sólo estoy mirando la fachada de su casa! ¡Menos gritos! Pero has viajado, con ellos, en el tiempo.
La cosa esperable es que hoy se afirma con tranquilidad en todas partes que los criterios que se manejan en la actualidad no hacen muy aceptable aquello que en los setenta se hizo. Que eso de sacar una arquitectura de su lugar propio y adecuado pues ya hace tiempo que no se ve tan bien. Que así se consigue que se deterioren dos entornos, el original de las casas y el lugar de destino de estas.
A mí no me resulta fácil, actitudes y talantes aparte, tener un criterio demasiado rígido acerca de esto. Comprendo, más o menos, a los que no quieren que estas operaciones se hagan, y comprendo, algo, a los que reflotan estas casas que al parecer en su mayoría estaban amenazando ruina por abandono y pudrición, aunque sea llevándoselas a otro lado. Las actitudes puristas al respecto son, como todas las actitudes puristas, miopes y desinformadas: como mínimo, ignoran que prácticamente todas las arquitecturas «vernáculas» se han hecho con elementos de foráneas y que, de haber sido prohibida la importación de estas, no habría habido ni arquitectura ni historia ni nada. España puede ponerse, precisamente, como ejemplo de guirigay impuro de contaminaciones de todo tipo y desde luego arquitectónicas no sólo de unas regiones a otras sino de otras naciones y culturas que pasaron por aquí dejando en herencia elementos, modelos y estructuras que luego, no se sabe muy bien cuándo, se decide que son esa cosa que se llama «vernáculas» y que da la impresión de que nadie maneja muy bien. ¿O cuándo fijamos las fronteras temporales de pureza? ¿Rechazamos por extranjero el impluvium de la domus y así eliminamos todos los patios interiores de las construcciones rurales y parte de las urbanas? ¿Prohibimos la entrada de esa cosa rara que viene de Citeaux, y eliminamos románicos y góticos? Y así podríamos seguir sin final. Ahora una comarca del mar de Cantabria tiene casas que no son propias de ella, sino montañesas. Pero casi nadie recuerda ya esto, y muchos pasean por ahí (pedradas aparte) y empiezan a situar esas casas peculiares como propias de comarca cántabra del mar. ¿Y qué? Así se hizo todo.
Que en su día eso se hiciera tirando de pasta y de prepotencia es otro tema. Ahora son 50 años de consolidación que igual desarraigar vuelve a ser otro disloque.