15 Mar Los olores de Sicilia
Ramón Nogués
Hay un viaje que se está popularizando últimamente (bueno, epidemia aparte), que es de los que antes sonaban exóticos: Sicilia. Hace nada más que veinte años todavía había quien te advertía de mafias y cuidados cuando le anunciabas que te ibas a dar una vuelta por la isla. Hoy las cosas son más normales, y todo el mundo entiende que eso se parecía, y mucho más hoy, a las tonterías que decían por algunos países de que no vinieran a España porque había poco menos que una guerra con la cosa de ETA y alguna otra.
Ya son miles los que se han hecho su semanita en Sicilia, en general más bien en verano, y la verdad es que no se conocen descontentos. Habría que ser un tío muy mala sombra para traer protestas, porque aquello es uno de esos paraísos que hay que oler para comprender.
Ahora querríamos recomendar dos frutas en particular, que parece que en los circuitos más turísticos no se comen más que de pasada y muy rápidamente: la costa sur y el comienzo de la costa este: Agrigento y Siracusa.
De la misma ciudad de Agrigento me parece que hablaré en una ocasión posterior a esta, porque tiene su miga; pero ahora se trata de la delicatessen del Valle de los Templos, que pertenece a ese municipio, y que está al otro lado del valle, al sur, entre el pueblo y el mar.
Este sí que es uno de esos lugares que por más que hayas visto en reportajes no has llegado a conocer en lo que tiene de verdad que lo hace único. Ya sabéis lo que hay en él: a lo largo de, uno diría, no más de un par de kilómetros llegas desde el primer templo, el de Hefesto, hasta el último de esa línea, el de Hera. Pero eso es sólo, como digo, en esa línea: sí, están alineados, a lo largo de esa distancia, casi a tramos regulares, los restos de los templos de Hefesto, de Zeus, de Hércules, el llamado de la Concordia y el de Hera.
Todo esto es en paralelo al filo de un barranco o desmonte que cae muy cerca hacia el sur, porque este «valle» de los templos no es un valle, sino lo contrario, quizá lo que llamaríamos un cerro o una cresta.
Además de esa línea hay toda una extensión al norte, en la que se encontraba la antigua población, de la que quedan restos muy reconocibles. Pero todo esto viene en los prospectos de viajes, me parece. Lo que no encontré hace tiempo, ni he encontrado más cercanamente, ha sido referencia alguna a una muy especial sensación en la que se disuelven en una sola cosa la luz, el olor, las presencias rotundas pero aéreas de esas arquitecturas, la textura de ese suelo, los verdes de los olivos y los innumerables matorrales evidentemente mediterráneos que crecen por todas partes y que, nunca lo agradeceremos lo suficiente, no han sido arrancados ni tapados por asfalto ni por losas ni por pavimento alguno de parque temático al estilo Disney. Para parque temático, desde luego, este; pero los encargados, al parecer, comprenden que no hay mejor forma de entender lo que hay allí que mirarlo a la vez que hueles el romero y la hierbabuena y el orégano y oyes rozando las columnas la brisa del mar cercano. Eso es lo que os quería invitar a degustar: sentaos a quince o veinte metros de distancia por el lado norte del templo de la Concordia; a tu izquierda, hacia el este, tendrás a unos doscientos metros el templo de Hera; a tu derecha, en esa misma línea, y a una distancia similar, el de Hércules. Dejaos estar. Respirad. Oled todo eso. Contad las columnas, comparad los colores del suelo y de los templos, encontrad el azul del cielo entre los peristilos.
Y Siracusa. En el extremo este de esa costa sur siciliana está el cabo Pássero; giras al norte y a pocos kilómetros te encuentras con la increíble ciudad de Siracusa, antigua y política donde las haya. Esa misma que han tomado como modelo tantos videojuegos de guerras antiguas, compuesta de islas conectadas por puentes, y de pequeños acantilados inaccesibles, y ensenadas enlosadas. Ya alucinaremos con toda esa Siracusa renacentista y barroca en la orilla, con todo su pavimento de calles y plazas de mármol pardo.
Ahora sólo queremos recomendar la visita a la Siracusa griega, o por lo menos la parte de la Siracusa griega que está al aire, porque toda esa renacentista está, como se hacía en la época, construida sobre y con los materiales de las anteriores. Hay, en el lado más lejano al mar, un poco en alto, una especie de pequeña Hispalis perfectamente alucinante, por supuesto también sin asfaltos ni cosas raras en el suelo, entre pinos y cipreses y puestos volantes de pizza y bebidas. La naturalidad de la convivencia de lo más abrumadoramente antiguo y simbólico con lo más cotidiano y trivial es, desde luego, una de las principales características de Italia, que en España a veces encontramos, mientras los concejales o consejeros de cultura no hayan caído de garras sobre los monumentos y los vestigios. Quiero invitaros a pasar una mañana en el Parque Arqueológico Neapolis, que tendrá una extensión parecida al Retiro de Madrid, pero de forma irregular. Aunque es imposible perderse, lo que mola ahí es vagar y dejarse sorprender. No te habías dado cuenta, porque te lo tapaban esos cuatro cipreses, de que tras la curva estaba el anfiteatro. Un anfiteatro casi entero. Y así una cosa tras otra. Reserva un tiempo para el final, y entra entonces en el teatro griego. Siéntate en sus gradas, sal por un vomitorio, recorre sus pasillos y vuelve al hemiciclo por otro acceso. Con un poco de suerte, ese día dejan pisar la escena, que es la parte más rota de todo, y que cubren con tablados cuando hay función. De nuevo, como hiciste en Agrigento, huele los cipreses y los olivos del otro lado; dan una mezcla de sensaciones para la que no conocemos palabra. Puedes hasta dirigir algo de Sófocles: los fantasmas de los actores te van a seguir las instrucciones inmediatamente.
A lo mejor esos olores fundidos son lo que llamamos placer, o historia, o quizá filosofía.