01 Abr Los palomares de las llanuras, gracias a Molina y Guzmán
Ramón Nogués
Hay héroes de la documentación y de la pequeña historia, en general anónimos, que dejan un trabajo del que otros se van a beneficiar durante mucho tiempo. La mayoría no saben que son héroes y lo hacen con total desconocimiento de sí mismos. Otros quizá sí perciben la importancia de su trabajo, porque son gente de cultura, pero son tranquilos, probablemente sabios y ya muy toreados, y no van por ahí pregonando ni que «hacen cultura» ni que las instituciones «les deben una ayuda». Simplemente hacen lo que creen que es importante que se haga, y creen que alguien lo tiene que hacer, y como no hay más pues se ponen ellos a hacerlo.
Molina y Guzmán son de estos. Llevan años, y a lo mejor, ahora que lo pienso, décadas, dedicando los fines de semana a darse palizas de viajes y a amanecer ya los sábados sobre el terreno elegido. Un par de sillas y una mesita de camping, unos bocadillos, mucho abrigo, y buenas cámaras de fotos. ¿Para qué? Para recoger, casi casi a toda prisa antes de que terminen de desmigarse, las existencias de esos edificios especiales llamados palomares, mucho más característicos y especializados de lo que pudiera parecer, que han poblado Castilla y Aragón desde hace siglos, y han servido para mucho más que simple cobijo de las aves, porque han jugado un importante papel en la pequeña economía de los agricultores (y a veces en la grande).
No sé cuántos palomares habrán fotografiado; probablemente más de trescientos. Cada uno ha necesitado su día, prácticamente. Su luz diferente al amanecer y al mediodía y a media tarde, su situación peculiar, su entorno, su clima. Nada de hacer fotos deprisa y corriendo, como muchos hacen, casi al pasar con el coche. Dedicación es lo que han puesto, y tenacidad. Y pesquis: no cualquiera percibe hace treinta años, tal como estaban los paisajes y los edificios, que los palomares merecían atención, y luego estudio y cuidado. En muchos casos se ha conseguido su reconstrucción, porque hay casos de verdadero virtuosismo albañil, y hasta de logros artísticos en mamposterías y remates.
Algo se ha empezado a saber entre el público. Como suele suceder, de pronto llega algún joven veloz que se come el trabajo de los anteriores como si estos no hubieran existido (pero él sabe que sí) y tiene buenos contactos y se proclama paladín del asunto. Ahora ya hay, casi sin avisar, más de una asociación dedicada a proteger los palomares, a señalarlos, a pedir para ellos, y alguien por ahí que está interesado en reconstruirlos. Todo eso estará bien, seguramente.
Molina y Guzmán se han quemado las pestañas y se han cogido más de cien resfriados haciendo su trabajo (su segundo trabajo; se han ganado la vida haciendo otras cosas) de registradores de ciertos aspectos de la España de las llanuras, de la agricultura y de las tormentas. No sólo han estado a la toma de fotos, que sólo eso ya sería suficiente. Es que luego ha sido cosa de ellos todo el proceso posterior de tratamiento de las imágenes, de impresión y hasta del montaje de las muchas exposiciones que han conseguido hacer en ciudades y pueblos. Marginalmente, añadiremos que, además, nadie les ha pagado nada.
Pero su trabajo es tan impresionante que sólo se puede ver en dosis medidas. Mirado de lejos, y desde la ignorancia, uno puede decir: ¿palomares en la meseta, en Soria, en Aragón? Visto uno, vistos todos. Eso es lo dicho: ignorancia. Gracias a Molina y Guzmán hemos sabido que no hubo un constructor de palomares que fue de acá para allá aplicando el mismo molde, sino que en cada caso las gentes los construían según su particular criterio. Se trata de uno de los casos más puros de lo que se suele denominar «arquitectura popular», porque los palomares eran decididos, pensados, construidos y usados por las gentes de cada pueblo, y en cada uno según el criterio de cada uno. Ahora, como con otras cuantas cosas, ha habido intentos de secuestrar el asunto de los palomares por parte de grupos de esos que siempre están al acecho de las carencias, los huecos y los olvidos. Al final, se hará como ellos quieran y decidan, naturalmente, y los que han hecho el trabajo de fondo y desde el principio ya pueden andarse con cuidado, no les vayan a demandar los recién llegados por haber plagiado fotos que resulta que son suyas.
Han documentado ruinas, pero también conservación; y decadencia, y olvido, pero también uso y vigencia; y reconstrucción y mejoras, y alguna desaparición: el color de esos adobes era, al final, el del suelo sobre el que se levantaban. ¿Cuántos habrán muerto, imposibles ya de reconocer, en los suelos que pisamos? Ese imposibles es el que no han aceptado estos dos historiadores, o antropólogos, o fotógrafos, o todo junto. Que alguien les dé un aplauso, hombre.