Qué hacer con ruinas urbanas chungas

Qué hacer con ruinas urbanas chungas

Miguel del Rincón

 

Las ruinas recientes son un fenómeno general de cualquier ciudad que pasa sin ser advertido por la mayoría de la población, e incluso por las autoridades en el asunto, que es más grave. Y se entiende que nos referimos a esos edificios habitados durante cien años hasta hace veinte, que se abandonaron, o a esa casa señalada del personaje raro o fuera de norma, y que al morir dejó una propiedad que nadie ha sabido gestionar tras él. El fenómeno se hace enrevesado, o según algunos se enriquece, cuando intervienen ayuntamientos o autoridades diversas, que ponen de manifiesto su tradicional falta de iniciativa, o que entorpecen las iniciativas de otros, privados o no.

Y esas ruinas recientes siguen ahí durante años y años, y algunas hasta décadas, sin que nadie las reforme o las derribe o las transforme en algo útil. La población se acostumbra a ellas, y pasa ante ellas o las soporta ahí, en ese lado de la calle o al otro lado del descampado, como si fuera normal. Y casi en su totalidad no son más que criaderos por supuesto de ratas, y además de otros parásitos y basuras, atractores universales de cochambre y problemas al final sociales, refugios de yonkis y de botellones cutres. Y, en el peor de los casos, de accidentes y lesiones al ceder un suelo en pésimo estado con unos cuantos humanos encima.

Todos entienden que no estoy hablando de ese encantador oratorio barroco que quedó medio ahogado y se abandonó en el centro antiguo de la ciudad entre dos bloques de viviendas, y menos todavía de esos restos de acueductos romanos o cosas por el estilo que por fin afloran con esas obras de reasfaltado urbano. Esas deben ser tratadas como cualquiera con sentido común y una mínima sensibilidad cultural sabe que deben ser tratadas, y a menudo con verdaderos problemas que exigen mucho cálculo y mucha inversión y mucho talento.  Me estoy refiriendo a esas otras ruinas: a esa casa que fue ruina o por lo menos soledad abandonada durante tanto tiempo de Vicente Aleixandre en la Ciudad Universitaria de Madrid, o como en el mismo Madrid fueron en su día (más bien habría que decir «en sus décadas») la casa de Goya y el Palacio de la Moncloa desde la Guerra Civil hasta finales del siglo XX, la famosa Corrala arquetípica en el Lavapiés madrileño, hasta que se rehabilitó en los 90, o… cosas definitivamente siniestras y lúgubres como nidos de ametralladoras de la Guerra Civil, o viviendas de personajes que uno se siente tentado a calificar de satánicos, que al morir parece que se han llevado con ellos a todos los que en vida les rodearon, y todo ha sido roto, desolado y arrasado. Y vamos a concretar en un caso particular.

Si alguna ciudad de España se merece la cocapitalidad con Madrid, o a lo mejor la capitalidad exclusiva, es Sevilla. Quien no la conozca más que por sus pregoneros medio bobos no sabe nada de ella. Ya hablaremos otro día de esta condición y de este o aquel aspecto. De momento nos basta con haber sido tan recios como para haber proclamado lo que acabamos de proclamar. Calidad, vitalidad, actividad; población, posibilidades pero también realidades actuales, y eso más difícil de definir que se llama «empaque», nadie tiene más que Sevilla. Por decirlo con más precisión, vaya pedazo de ciudad. Y eso sin contar su parte turística y espectacular. Hablamos de la otra, la de los habitantes que viven y trabajan en ella. Tras décadas erosionada por ese pus de los PER, con esa corrupción que los corruptos querían «natural» pero quizá ahora empieza a desmontarse, con los sindicatos perdiendo ya su hegemonía y los señoritos retirados a una condición poco menos que de reliquias humanas extravagantes, la ciudad, creedme, es Sevilla.

Y para ruinas ¡por fin! bien tratadas, Sevilla.

Pero ahora voy a hablar de un caso de lo que hoy nos preocupa: ¿qué hacer con una ruina reciente casi imposible de superar en su condición de siniestra, oscura, chunga?

Los más administrativistas nos dirán ahora que San Juan de Aznalfarache no es Sevilla. Les desoiremos, como desoiríamos a quien nos dijera que Igueldo no es San Sebastián o La Maruca no es Santander. En San Juan de Aznalfarache, que muchos sabréis que es una cresta que la geología ha levantado al suroeste de Sevilla para poder contemplar la ciudad sin interrupción, muchos casoplones aprovechan en efecto esa situación en la que se unen la vista, las mejores brisas y cierta tranquilidad sobre el tráfago urbano. En un lugar de esa cresta, en el borde mismo de lo que quizá se puede llamar sin imprecisión acantilado, está la ruina inmensa y siniestra de la vivienda (otra más, no la famosa de Constantina al norte de la provincia) de aquel famoso nazi belga protegido del régimen franquista, Leon Degrelle. Junto a Skorzeny, posiblemente lo más granado de lo peor de lo peor que se metió en España, más o menos protegidos hasta con documentos falsos dados por las autoridades, tras la Guerra Mundial. Y con cierta fama, incluso al final de su vida, cuando por fin fue objeto de querellas de algunas de sus víctimas antiguas. Murió en Málaga el 94, tras 50 largos años de impunidad y lujo.

Y dejó en esa cresta sobre Sevilla una casa a la que se accede desde arriba, entrando en una parcela de unas cuatro hectáreas de jardín, tras el cual llegas por fin al borde mismo de la caída. Mucho más abajo, con acceso de escaleras al aire libre y vertiginosas, tiene más jardín y la piscina. Pero la misma construcción que era la vivienda está encaramada en esos metros finales de llano y se desliza un par de pisos hacia abajo, ya prácticamente sobre el vacío. Es conocida por ahí, y hasta en Google Earth como Casa del Alemán, por si hubiera dudas.

Hay algo mal proyectado en todo eso, aunque se adivina la intención: la casa apenas tiene «anchura»: entras por el oeste y apenas a unos ocho metros está la fachada final, la que mira a Sevilla, hacia el este, sobre la caída del acantilado. Y sucede que, a ojo, la casa tiene unos treinta y cinco o probablemente cuarenta metros de fachada. Sí, lo hemos dicho bien: aunque en su estado actual este detalle no es fácil fijarlo, los 300 y pico metros cuadrados por planta los alcanza fácilmente. Pero con esas proporciones lo que tienes es prácticamente un corredor, una sucesión de espacios en línea, poco más que un vagón de tren, eso sí, de dimensiones palaciegas. Valdría para un restaurante «con vistas», probablemente. Pero no creo que nuestro concepto de vivienda sea muy compatible con esa especie de tubo con cristales a un lado, al vacío, y cerrado por el otro.

Es una pura ruina que hay que tener mucho cuidado al recorrer, como tantas de esas. Por supuesto, no hay puertas ni ventanas, y faltan la mayoría de las baldosas de suelos y paredes, que se adivinan por esas dos o tres únicas que no han podido arrancar. Las escaleras para bajar a plantas inferiores están por supuesto con el cemento al aire, sin pasamanos ni quitamiedos. Y muchos metros de suelo, con el ladrillo a la luz, mejor no pisarlos.

 

Magnífico aspecto interior de la casa. Ni para urinarios.

 

Pero aquí y allá las mismas formas arquitectónicas, una amplia puerta en arco (sin hojas, claro), una chimenea central en la pared del fondo de una sala simétrica, algunas molduras de obra, y muchos otros detalles, permiten adivinar, o conjeturar, o imaginar que aquella no fue una casa normal. De hecho, da la impresión de que entre propietario y arquitecto se empeñaron en imitar casas de películas de nazis, por decirlo tal cual se siente, como Odessa y otras, que a veces se recrean en esas descripciones visuales: casas con algunas estancias «solemnes», «serias», donde celebrar reuniones «importantes», y luego pequeñas estancias cuyo propósito no se adivina con facilidad, como destinadas al servicio, que debía de ser numeroso, o quién sabe a qué. Y mal rollo. La misma estructura, el mismo plano de la casa transmite mal rollo, muy mal rollo, que es a lo que vamos.

Por supuesto, casi no hay muro que ese contaminante antiarte subvencionado llamado grafiti no haya manchado. Algo así como el 90% del suelo, ese que en muchos metros está precisamente ausente y horadado, está cubierto de colillas, botellas y hasta jeringas. Y bolsas de patatas y envoltorios varios: es un auténtico vertedero, que obliga a sumar el higiénico a los cuidados meramente mecánicos del recorrido.

Es una interesante ruina, y una mierda de mal rollo que  preside la que probablemente es la mejor localización de los alrededores de Sevilla, casi como la colina Capitolina de Roma, o ese Igueldo de San Sebastián. Y es de un nazi confeso, o de sus desconocidos y negligentes herederos, y son por lo menos dos plantas y media, o tres, de más de 300 metros cuadrados, con parcela inmensa de olivos y especies silvestres.

¿Qué hacer con ella? ¿Dejarla tal como está? Ya no es testimonio de nada: «así vivía un nazi en Sevilla…»: no. Son meros materiales de construcción a la vista. ¿Aniquilarla, al estilo de Julio César en Helvecia, y aquí no ha existido nada? Demasiada parcela, demasiada situación para desaprovecharla.

Tal como está, tal como están otras ruinas similares en nuestras ciudades, no se puede dejar.