01 Ene Sáenz de Oiza, sus colegas y las viviendas sociales. Ay, qué susto.
Sáenz de Oiza, sus colegas y las viviendas sociales. Ay, qué susto.
Miguel del Rincón
Estoy deseando hablar de una cosa de Sáenz de Oiza. Se trata de uno de los últimos trabajos que hizo una vez jubilado, en Madrid, al borde de la M30, y que recibió el nombre popular de El Ruedo. Cualquiera que haya pasado por esa M30, por su lado este, a la altura del barrio llamado Moratalaz, más o menos enfrente del Pirulí de televisión, lo ha visto y lo ha mirado y remirado.
En fin, lo que quiero decir es que resulta difícil para algunos, entre los que me cuento, arrancarse a hablar de esta cosa, porque en realidad no es más que una excusa para hablar de otras muchas de Sáenz de Oiza. Y uno sabe que, como decía un cartelito famoso en los 80, «como diga lo que pienso, me borran del mapa». Pero ya qué más da; que me borren si quieren, a mí qué me importa.
Probablemente Sáenz de Oiza fue, a pesar de su popularidad y la coba que le daban en los medios de comunicación más de izquierda, un arquitecto competente. Lo que pasa es que siendo tan catedrático de la escuela de la Politécnica de Madrid y saliendo tanto en los periódicos (que parece que no sabían que existían otros arquitectos; lo mismo que hacen con los médicos o los editores, que en cuanto encuentran uno ya es el mejor del mundo y el único que les importa y al que acuden), y teniendo además ese aire que tenía y dándose ese pisto que se daba, pues cuesta verlo. Uno tendría que decir, a estas alturas: hombre, los edificios no se le han caído, así que dónde te metes, Rincón, pringado.
No se le han caído. En fin.
De Sáenz de Oiza, ya sabemos, hay que hablar bien. Porque todo el mundo hablaba bien. Un poco como de Margarita Salas, de la que hablan maravillas especialmente quienes no saben lo que es el ARN recombinante, o como de Gabriel García Márquez, especialmente los que dejaron su Patriarca a la quinta página sin puntos, quizá, no sé, o de Antoni Tàpies, del que hablaban bien todos los que visitaban Barcelona mientras no habían visto todavía un primer cuadro suyo. Pero resulta que los que no hablaban bien de Sáenz de Oiza eran sus colegas de profesión y hasta de generación. Y no por lo que cualquiera podría pensar ahora: la envidia y esas cosas. En realidad, esos colegas de generación creo que no llegarían a los… 18 o 20 como mucho. Sí, dos decenas, y creo que me paso. ¿Cuántos alumnos tenía Arquitectura por curso en esos finales de los 40? Era raro el grupo que llegaba a 20. Lo que quiero señalar con esto es que todos trabajaban: son los arquitectos que pusieron un suelo, un techo y unas paredes (y unas tuberías, y unos tendidos eléctricos, y unos ascensores) a millones y millones de españoles, porque son los de la generación de la reconstrucción de una España no sólo devastada, como se llamaba aquel ministerio, sino de la necesidad perentoria de alojar a una población que, en primer lugar, estaba creciendo geométricamente; y, en segundo lugar, se estaba trasladando en masa del campo a la ciudad. Eso es lo que en Madrid, por coger un caso muy gráfico y puede que conocido por más gentes, representan el barrio de El Pilar, Aluche, Moratalaz, Ventas, la Elipa, Usera (y cuántos me dejo: estamos hablando de cientos de miles de personas alojadas y, sin exagerar, puede que lleguemos al millón); y hay que ser conscientes de que «no existía desde antes de que existiera», es decir, se tuvo que hacer, y se hizo justo en esos años en que a) el Estado o el Ayuntamiento pagaban poco, lo justito; b) sólo había esos 20 arquitectos más otros veinte o treinta de promociones anejas. Claro, todavía andaba por ahí Modesto López Otero, y a su lado algún otro: pero eso era para lo gordo, lo de gastar, lo de pagar, los Nuevos Ministerios y burradas de ese calibre. Los otros, a hacer viviendas, quizá la mitad con el Estado como empresario, o sea esas llamadas viviendas sociales, con diferentes categorías y estándares según disponibilidad de dinero, claro, pero alojamientos muy pocos de los cuales resultaron fallidos. Muy pocos. Y fueron muy pocos los que las hicieron.
Uno de esa generación era Saénz de Oiza. Pero este tuvo la suerte o la desgracia de recibir a la vuelta de sus viajes norteamericanos encargos llamativos, como Torres Blancas, también en Madrid, en el que cató las delicias de las curvas, y de la gloria mediática, por supuesto. ¿Por qué no pudo comportarse ante las cámaras como una persona normal? A lo mejor le pasaba algo, no queremos ser innecesariamente severos. Porque unos años después hizo…aquello. Ese edificio que ya hemos mencionado como El Ruedo.
No vamos a comentar ahora muchas particularidades: una planta general más o menos de espiraloide, una fachada exterior, por tanto, curva en una sección y recta y larguísima en otra dirección, y además de dimensiones cercanas a las de un campo de fútbol, con vanos mínimos, y todas las viviendas abiertas hacia el interior de la espiral, y la mayoría dúplex. Y todas con una columna en el centro del salón.
«Pues si no les gusta lo que yo he hecho, que se compren otra casa», dijo con su propia voz Sáenz de Oiza a las cámaras de TVE cuando hicieron un reportaje sobre esa extravagancia arquitectónica y le preguntaron, precisamente, por esa columna central que impedía hasta el paso de muebles. Y se reía. Aunque sabía que la población a la que estaba dedicado todo el edificio era de realojo de un chabolárium cercano conocido como El Pozo del Huevo, muy problemático socialmente, y sus gentes casi en su totalidad procedentes de la miseria que a mediados de los 80 todavía se luchaba por erradicar.
Se dedica al final de su carrera por fin a una gran obra con fines sociales y lo que se le ocurre decir es eso. Quizá fue una suerte que no se dedicara antes; se puede pensar, sin mucha malicia, que quizá la política de viviendas sociales de los 50 y los 60 a lo mejor no hubiera ido tan bien. Pero es que, además, no se calculó que el suelo de ese Ruedo era un vertedero apelmazado, y a día de hoy, 35 años después, el edificio en su conjunto está sin asentar, o asentándose por secciones: no hará falta decir que esto, lo que produce en primer lugar, son esas grietas en los muros, cuya sola mención ya es uno de los motivos populares de pánico cuando se habla de edificios (y en la mayoría de las ocasiones con razón, claro).
«Que se compren otra» los realojados, en su mayoría gitanos apenas saliendo de una pobreza inconcebible, y otros no gitanos pero inmigrantes chabolistas… Bueno, ya conocemos que la arrogancia del arquitecto es una de las arrogancias del arquetipo de la arrogancia, pero es que eso no fue arrogancia, fue otra cosa.
Algunos de sus defensores confeccionan apocalípticas proclamas en favor de la independencia de la arquitectura; se interpeló a menudo a Sáenz de Oiza: pero, hombre, sabiendo que iba a ser para realojo de poblaciones hasta el momento marginales y habituales de la delincuencia, cómo se le ocurre construir un gueto tan marcado. Y ahora muy a propósito NO citaremos literalmente al arquitecto, que de mil y un modos (sólo la mitad de los posibles) contestó siempre: y a mí se me da en tres cojones para qué se vaya a utilizar un edificio; yo soy arquitecto, y la política no me tiene que interesar (repetimos, que no haya equívocos: no es cita literal). ¿La política no le «interesa» a un arquitecto al que encargan viviendas sociales?
Andamos dándole vueltas.