01 Dic Soñar es gratis, construir cuesta una pasta
Soñar es gratis, construir cuesta una pasta
Miguel del Rincón
Es interesante el personaje del arquitecto natural, que abunda por supuesto desde antiguo sobre todo en el medio rural, y que casi había desaparecido pero que, al parecer, reverdece en esta época, por causas no tan fáciles de suponer. Muchas personas creían que eso de las estructuras, de los materiales y no digamos ya la estética no eran más que simples rollos purulentos de urbanitas cursis y listillos, y que con saber pegar unos ladrillos encima de otros ya era suficiente. Resultó que para muchos fines, como pequeños cobertizos de simple guarda de aperos agrícolas, o como casetas elementales para perros, eso de apilar ladrillos y poner una cubierta más o menos de fortuna podría valer. Otra cosa es, por supuesto, cuando nos tenemos que empezar a liar con conducciones de agua (de entrada y de salida), acometidas de electricidad, y todas esas zarandajas modernas que al final resulta que no son tan cursis ni tan sofisticadas.
Sin embargo, muchos, por muy urbanitas y actuales que sean, parecen no saberlo. Hay una serie de documentales para la televisión titulada Grand Designs (de momento, que sepamos, la pasa la 2) que a menudo contradice sus propio título, porque frecuentemente muestra trabajos, afanes y ambiciones de gentes encaminados a construirse su propia casa que, sorprendentemente (sorpresa para tratarse de documentales de arquitectura, entre los cuales esto es una novedad) acaban en fracaso.
Hay una extraña mezcla de conocimiento y desconocimiento, de ignorancia y de información, en muchos de estos arquitectos naturales que muestran estas películas. A lo mejor es algo propio de esta época: muchos saben que ciertos gases, llamados «de efecto invernadero», contribuyen a un sobrecalentamiento de la atmósfera, y combaten y los combaten, pero al mismo tiempo no saben ni son capaces de deducir la fórmula del anhídrido carbónico, ni mucho menos por qué esos gases colaboran o dejan de colaborar a ese calentamiento. Esto y el aprendizaje crítico se parecen más bien poco, o nada en absoluto, y todo en conjunto se acerca a lo que algunos llaman sectarismo dogmático.
Nos interesa, por ejemplar, el caso de un pobre tío, con esposa y dos hijas, que se ha fugado de Londres a Devon, que viene a ser el quinto pino, allá al oeste justo al norte de Cornualles. El presentador de estos documentales, Kevin McCloud, es de la variedad educada (en este género, especialmente en su variedad arquitectófila, hay mucho borde sarcástico) y va con pies de plomo. No hace sangre cuando se lo ponen en bandeja: ¿cuánto habéis presupuestado para esta casa de nueva planta?, pregunta. 360.000 euros, le responden. ¿Y cuánto dinero tenéis? 250.000. Lo deja ahí, y como mucho añade comentarios del tipo «Fulano va a tener que luchar con los bancos».
Este hombre va a construirse una casa de vanguardia (a propósito, parecidísima a nuestra querida Piscina Stella, con torreón redondeado y todo) en un acantilado de arenisca que se deshace a ojos vistas, eso sí, con pizarra ultradura a 25 metros de profundidad. Eso le hace comprender que, por lo menos para eso, necesita un arquitecto porque, sin pilotaje, cualquier cosa que se construya va a caer en pocos años al mar junto con la blanda roca sobre la que se ha levantado. Ya empezamos. ¿Pilotaje de 25 metros (más de 8 pisos) y en pizarra azul? Los especialistas retiran su maquinaria y tienen que hacerse con una nueva, porque casi no hay roca más dura que esa. Y suma y sigue.
Ahí había una casita tradicional de dos alturas más desvanes bajo tejado a dos aguas, estucada, avejentada pero sólida. Pero a este hombre la familia se le ha hartado de suelos de madera crujiente y tal, y quiere algo moderno. Hay que añadir que el muchacho ha sido ejecutivo de la industria discográfica, y que, como ha tenido algunos éxitos, parece que eso le ha hecho pensar que vale para todo.
Pero va descubriendo la realidad de la arquitectura a trompazos. ¿Hormigón o hierro? ¿O los dos? ¿Un plano inferior de hormigón y vigas de doble T sobre él? Los vientos que azotan permanentes y violentos ese acantilado, procedentes del mar, aconsejan el hierro, por su vibración, cuando ya llevan más de 60 camiones de hormigón descargados; además, esos mismos vientos obligan a parar la obra continuamente. Por fin el torreón, al que el hombre llama «faro», se ha decidido que se haga superponiendo, 3 o 4 metros por encima unos de otros, anillos de hierro de unos 6 metros de diámetro, y ya veremos en el futuro cómo cubrimos los vientos. Y seguimos sumando y siguiendo.
Un desastre desde los primeros silencios del presentador McCloud. Asistimos al progreso de la obra (o al no progreso) durante ¡8 años! Hay secuencias que, como se dice expresamente, están rodadas a 4 años de distancia de la anterior. Una pena: hemos visto cómo 4 años atrás casi llegaban a cerrar los vanos (eso sí, con dudosas cristaleras de suelo a techo; hay que ver lo que les gustan las cristaleras a los ingleses para sus viviendas), pero en el último momento el autoconstructor no podía pagar los materiales por una nueva llave de judo del banco. Hasta construye una casita pequeña al otro extremo de la parcela para intentar venderla y con eso pagar la grande para él, pero asistimos a la conversación con el agente inmobiliario que le dice que mientras haya una obra ahí al lado la va a vender igual que un radiador en Bamako.
Una pena, porque se ve que el hombre tiene ideas y ganas, y se ha informado lo que ha podido: pero se ha informado de la parte estética, y desdeñando todo lo que de técnico tiene la arquitectura. Y no va a ser la parte estética, salvo que te pongas cabrón y rococó, la que va a mandar tus finanzas a la alcantarilla. Quiere hacer, como hemos dicho, algo como la Piscina Stella, pero con lunas en lugar de muros: esas lunas (no sabemos si lo sabe o no) son mucho más de la doctrina racionalista y por supuesto Lecorbusierana que el ladrillo y el estuco. Quiere que sean de cristal incluso los cerramientos (cilíndricos, además) del torreón al que llama faro. Quiere espacio diáfano, común en el frente que da al mar, y sólo fragmentado en dormitorios en la parte trasera. Se ve que el hombre ha pensado «en arquitectura», más falto o menos falto de conocimientos. Pero se le ha olvidado lo que a casi todos cuando «piensan en arquitectura»: la economía. Decir a estas alturas que la arquitectura es también economía, casi sea cual sea la acepción de la palabra economía que tomemos, es una perogrullada; o a lo mejor no lo es, porque es tan frecuente el error económico que da al traste con proyectos, que se diría que hay algún misterio que lo oculta. A este hombre, al final, la mujer le abandona y las hijas le han crecido y han volado, y se queda él solo con unos planos de hormigón de 20 metros de longitud abiertos a los vientos y azotados por la lluvia y con deudas de esa especie de autoestafa piramidal en la que se ha metido de pedir préstamos para pagar préstamos anteriores.
Probablemente en literatura no, ni en pintura, ni en música, ni quizá en danza ni en teatro, y puede que ni en escultura; pero, desde luego, en eso la arquitectura se separa de ellas: en arquitectura, la vanguardia es lo más caro que hay.