Tenerife (1)

No vayas al Bamby en bicicleta…

Ramón Nogués

 

A Lucía R., la anfitriona insuperable

… porque no vas a llegar. ¿Y qué es el Bamby? Pues es el bar de carretera más chuleta y más presumido que hemos conocido recientemente. Merecería tener por delante un cartel australiano de esos: «Último bar en 100.000 kilómetros» o cosa parecida. Porque se trata del bar-restaurante-terraza que te encuentras al final de la masa forestal de subida al Teide, conocida como la Corona Forestal, y en el punto mismo donde empieza esa Luna o ese Marte que muchos han dicho que es el paisaje a partir de ahí. Estará como a unos 2.000 metros de altitud, creo, y en efecto es lo último que te vas a encontrar antes de toparte con el Parador Nacional del Teide, que está ya al pie de la cumbre, no sé, unos 40 kilómetros más allá. Y después del Parador tampoco hay mucho, porque empieza el descenso y hasta muy abajo muy abajo hacia el oeste de nuevo no hay huella humana salvo la misma carretera. Se trata de uno de los caminos más alucinatorios que puede hacer un ser humano en sus cabales (quiero decir, de los que se enteran, no de esos que ya han perdido conexión a base de i-Pods o de redes), desde el aeropuerto de Tenerife Norte, que se deja a la derecha, adentrándonos en sucesivas capas de bosque cada vez más densas, y así kilómetros y kilómetros, hasta llegar al Bamby, que es, como digo, donde se vuelve a ver la luz del sol.

Tenerife es una isla peculiar, en la que se diría que casi cada metro cuadrado habitable está habitado. Lo que tiene es que la mayoría de sus metros cuadrados no son habitables, porque tienen inclinaciones de 30 grados y más, y porque el suelo es de lapilli y de formaciones pétreas irregulares en los que apoyar una casa es tirando a arriesgado. Pero si recorres, por ejemplo, el norte de la isla, desde Santa Cruz hasta Garachico, te vas a sorprender de un modo que ninguna guía de viajes te adelanta: parece casi Galicia. Primero, tiene esa cosa de costa norte parecida a la peninsular, y se podría decir que se trata del Tenerife verde.

Costa, ladera y volcán. Puerto de la Cruz.

 

La continua llegada de nubosidad desde el océano y el empuje de esta por los alisios que soplan casi todo el año hacen de esas regiones un país húmedo y verde, tanto como el cantábrico español. Además está todo este norte tendido en ladera desde la orilla, un poco a la asturiana, que va aumentando de pendiente; y sólo cuando esta se hace excesiva deja de alojar viviendas.

Se consigue con todo ello esa especie de hábitat que los libros antiguos llamaban «hábitat disperso», que era precisamente el que atribuían a Galicia, entre otras regiones. Hay aquí y allá un núcleo denso de población: la misma Santa Cruz, luego Puerto de la Cruz, al final Garachico, y algún otro. Pero el espacio que los separa en realidad los une, porque casi no llega a haber un kilómetro sin habitar. Unas viviendas están a 300 metros de las de alrededor en esta zona; algo más allá, donde la costa se pone más rocosa, las propiedades son como máximo de 100 metros; pero cuando se contempla todo eso a la vez, visto en plano general, se podría decir que hay una única «conurbación» desde Santa Cruz hasta Garachico, y el aspecto de conjunto es de una belleza insoportable por su verdor, su aspecto de prosperidad, su humanización y su limpieza. Un plano levemente inclinado en caída hacia el norte, hacia la orilla del océano, y que parece ser infinito hacia el oeste, enseña, sobre ese verdor, los pequeños elementos blancos, que son el color casi obligatorio de las viviendas, esparcidos como regularmente y nunca por encima de cierta altura, de modo que a veces hay que preguntarse quién colocó así las cosas.

No sé cuántas horas de sol tendrán al año en esa costa pero, a pesar de ser mítico el sol canario, en esta zona que está siempre atacada, como digo, por las nieblas oceánicas, tienes viva la impresión de encontrarte permanentemente en un verano cantábrico perfectamente agradable de luces matizadas en grises. Todo es gris y verde; y desde aquí puedes comenzar el ascenso al Teide (y, por favor, hazlo en automóvil salvo que seas un profesional himalayista; que hay mucho entusiasta que no mide bien la escala). Conviene hacerlo desde La Laguna, casi desde la misma desviación al aeropuerto de Tenerife Norte. En lugar de entrar en el aeropuerto, tomas la bifurcación que hay justo en la glorieta de llegada, en el extremo este de las pistas, y dejas estas a tu derecha mientras comienza la ascensión. Y de pronto estás en el bosque atlántico más denso que puedas imaginar, con pinos que superan los 25 metros y se tocan unos a otros como rara vez hemos visto fuera de ahí, cubriendo la carretera. El desconcierto es completo, porque hace apenas cinco kilómetros, hace apenas cinco minutos (o quizá diez minutos, que hay curvas muy retorcidas) estabas probablemente a 28 grados centígrados y de pronto estás a unos 10, y teniendo que usar los limpiaparabrisas a causa de la densidad de la niebla. Pero no seas secarralero y abre las ventanillas y huele.

No una, sino varias coladas de lava quizá separadas por cientos de miles de años; y pino y arbusto bajo.

 

Un colocón de pino húmedo, de resinas y de castaños y de, inesperablemente, eucaliptos, te va a poner a volar (afortunadamente estos colocones son de los contranarcóticos, o sea que puedes seguir conduciendo). ¿Por qué hay eucaliptos ahí? La costumbre gallega siempre nos informó de la importación algo, por así decirlo, forzada, de estos eucaliptos australianos, en aquellos tiempos de incendios muy controlados y muy industriales, de esos que todo el mundo sabía cosas pero nadie hablaba. «Y se traen eucaliptos, que crecen los que más rápido; y muy pronto, zas, a las fábricas papeleras». Aquí en Tenerife no hay historias de esas, así que seguiremos preguntando por qué hay en este comienzo de la Corona Forestal esas especies, que es algo que nos deja muy intrigados, aunque de momento nos limitamos a disfrutar de esa mezcla de olores todos limpios y estimulantes y podría decirse que hasta optimistas.

Estamos ahí, sí: se llama Corona Forestal del Teide, y es una zona natural con todas las protecciones imaginables porque basta entrar en ella unos pocos minutos para reconocer que muy rara vez has estado en un espacio igual, como no sea en tus paseos domingueros por lo más denso de la Amazonia, o quizá por alguna selva chica de Nueva Zelanda.

(Continúa)