Tenerife (2)

No vayas al Bamby en bicicleta…

Ramón Nogués

Casi todas las islas presumen de ser continentes en pequeño (y algunas comunidades autónomas españolas uniprovinciales también). Tenerife es lo más parecido a eso, y probablemente la isla que menos miente cuando lo dice, porque, como decía un ínclito propagandista político de otro lugar, «tiene todos los hábitats imaginables». Eso es un poco exageración hasta para Tenerife, claro, pero será la isla en la que menos exagerado sea. De momento estamos en la Corona Forestal: los olores, como digo, a pino y a eucalipto, pero también a todo eso que huele la familia de bajitos del estilo de los helechos, que se dedican a decorar el suelo, te producen mil evocaciones de esas que sólo el olfato te produce. Es muy cierto que si te sitúan ahí sin avisar, con dos pases mágicos, y te preguntan, lo mismo te saldría decir que estás en los bosques de Vizcaya como en esas zonas casi inaccesibles de alrededor de Potes, o hasta en lo más profundo de ese cuadrado extraño e inexplicable que se puede trazar rodeando la frontera común de Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra. Es que nadie me lo ha explicado, pero aseguro que hasta huele a laurel. Y el agua moja tu piel y ciega tus gafas, y podrías quedarte a vivir ahí de puro placer si no fuera porque no está permitido a nadie vivir ahí, porque se trata de una de las reservas más cuidadas y vigiladas del mundo. Y densas, además.

Último mirador en la Corona. A la derecha, inmediatamente, la costa y Puerto de la Cruz. A partir de aquí, el color cambia.

Se pueden hacer dos o tres paraditas en sendos miradores si se quiere recuperar el resuello. No deja de ser impresionante la pendiente de las laderas del norte del volcán. En alguno de estos miradores tienes la cumbre a la izquierda de tu campo visual, a tus pies la Corona Forestal que ya llevas recorrida, y a la derecha, muy abajo, pero muy cerca de la Corona y hasta de la cima, aunque 3.700 metros más abajo, Puerto de la Cruz. Desde esta población no te parecía que las cosas estuvieran tan cerca unas de otras: cuando miras hacia arriba, suele suceder que te imaginas las cumbres en una especie de mítico «allá lejos» que se escapa hacia el azul del cielo. Pero ahora, mirando hacia abajo, te das cuenta de que Puerto de la Cruz está muy cerca, pero que muy cerca, de las subidas definitivas del Teide. Y lo mismo desde cualquier punto de la costa norte de la isla, que en cuanto abandonas la orilla desde él y te adentras un poco, ves un aumento de la pendiente que pronto es inmanejable, y por eso desaparecen las construcciones, y ya sólo existe ahí esa masa vegetal tan impresionante que ahora estamos recorriendo.

Quizá los amigos de El Polarizador (ahora El Presente) tengan a bien tratar un día con detalle lo que hay en esta selva benéfica e incombustible (los pinos son de una variedad de madera tan dura que no arden). Nosotros, por ahora, ya casi acabando, seguimos un poco más carretera adelante, y llegamos a la frontera:

Sí, por fin. A unos 2.600 metros. Y esa cosa del fondo es el volcancito, que está a 3.700 metros. Más te vale no ponerte a correr.

Es el Bamby, normalmente lugar de cita de moteros y autobuses, última oportunidad de repostar comida y bebida en muchos kilómetros, como hemos dicho. Tan bien preparado, o mejor, que esas macro-terrazas de las estaciones de esquí, porque en este lugar, además, no se trata de tumbarse a tomar el sol con el último modelo de ski de prada, sino de acallar el vértigo estomacal que te pueden haber dejado las 800 y pico curvas de la carretera, y luego parar a 2.600 metros de altitud, que se dice demasiado rápido en comparación con lo que supone para un organismo ya mayor de, digamos, 28 añitos. De eso saben bastante en el Bamby, porque te ofrecen una carta con los bocadillos más atómicos concebibles, incluyendo aberraciones hilarantes (pero picas en ellas) como «jamón ibérico con queso manchego», cada cosa de dos dedos de grueso, y todo aplastado entre los mismos panes. Así ni vértigo ni lírica.

Lo que no tienen es mucho pensamiento para los ciclistas. Al principio de la subida por la Corona Forestal, muy abajo y todavía a la altura del aeropuerto, hay ciclistas. En seguida los ciclistas que te encuentras están haciendo eses de un lado al otro de la carretera, buscando suavizar la pendiente a base de diagonales. Aunque no son multitudes como las playeras las que suben por aquí, los ciclistas llegan a montar atascos notables, porque, como es natural en carreteras así, los tramos de adelantamiento prohibido son largos y numerosos. Lo que tiene de bueno es que es una subida tan difícil que poco a poco va dejando de haber ciclistas (ni les deseamos ni les suponemos nada malo; es que se dan media vuelta y tiran para abajo). ¿Es una venganza del cosmos por todos esos espacios que los ciclistas nos han quitado a los demás y se han quedado sólo para ellos?

Y después del Bamby, Marte. Me parece que vamos a dejarlo para el siguiente.

(Continúa)