Teoría del boomer- 4

Jacob de Chamber

Porque boomers y pop no es que sean exactamente sinónimos, pero son conjuntos con una zona muy extensa de intersección. En realidad, si analizamos con cuidado y tiempo eso del pop, veremos que casi todo lo que recuerda un boomer español (y no español, ya puestos) es cultura pop. Es decir, casi todo lo que le define. Pero, ¡cuidado!: en la actualidad, más o menos desde que aquella diputada jovencita y australiana despreció la discusión con otro diputado con el expedientísimo «OK, boomer», queriendo dar a entender que ya le suponía lo que iba a decir sólo por tener esa edad de boomer, ha ido cundiendo esa actitud paradójica y a menudo indescifrable, como si al mismo tiempo se hubiera puesto de moda presumir de ser un boomer y despreciar al boomer, o lamentarse de la existencia de los boomers mientras no hay más remedio que reconocer que llevan cuarenta o cincuenta años pagando la seguridad social a la que vas de vez en cuando, pero acusándoles ahora y mientras tanto de ser los que van a freír los fondos del Estado al reclamar pensiones de jubilación en tan gran número. Qué-fo-llón. ¿Y quién pone orden en esto? Las cosas están complicadas y, por si eso fuera poco, son laberínticas. Muchos no quieren que se les note que son boomers. Algunos de otro estilo quieren que se les tome por boomers, siéndolo o no siéndolo. Así que se impone una llamada al magisterio que ejercemos y a la luz que difundimos. Hay que reconocer a los boomers. ¿Cómo?

Ponte a cantar delante de un sospechoso de ser boomer (asesórate primero sobre la música, supongamos que en youtube) «Vamos a la cama, que hay que descansar». Y saldrá a la luz la Primera Pista de que el interlocutor es de esa generación.

 

Primera Pista de que un sujeto es boomer

Los automatismos musicales y fraseológicos.

Hala, ya lo hemos dicho. Lo que nos ha costado. ¿Qué dirá el boomer si cantas eso de la cama? Sin duda, sin titubeos: «para que mañana podamos madrugar». Si no lo canta, es que no es boomer.

La infancia de los boomers fue, como hemos medio dicho, mejor en casi todos los casos que la de sus mayores: ahora ya no era tan raro que en la casa hubiera una nevera, desde luego una radio y, poco a poco, hasta una televisión. ¿Os habéis fijado que los nacidos en los años veinte del siglo XX lo que sabían y te soltaban sin mayor provocación era canciones de zarzuela? Pues algo equivalente en los boomers, pero en primer lugar, por encima de todo, mucho más y mucho antes que piezas lírico musicales u operísticas o incluso del cuplé (los mayores también le arreaban mucho a este), jingles publicitarios y similares. Ya lo habrás probado: di delante de un tío de 60 años, mirando para otro lado y como quien no quiere la cosa «yo soy aquel negrito», y tendrás que correr mucho para no oír lo que te va a soltar sin silencio intermedio: «del África tropical», claro.

Quizá sería cosa de Protección Civil lo de elaborar un manual, o quizá una enciclopedia en varios tomos, de las frases y musiquillas que hay que evitar cuando anda por las cercanías un boomer, si no quieres que te dé la brasa subsiguiente. Porque son infinidad. Hay que ser comprensivos: es, en la mayoría de los casos, todas las tardes de una infancia escolar lloviendo o nevando (es verdad, aunque sea considerado hoy un rollo boomer: es que hace 60 años llovía y nevaba mucho más), encerrados todos los hermanos, generalmente muchos, en un cuartito que era el dormitorio, o quizá en la cocina alrededor de la mesa que a esas horas era de plancha, y un atufarse del calor de la calefacción; si había suerte y posibles, calefacción de radiadores; si la cosa era más normalita, estufas de butano apestosas pero ardientes; y siempre, siempre, la radio puesta. Y en esa radio (todos los boomers te lo cantarán) Ñiñooooooooo, Ñiño ñiño Niñooooooo, o sea los violines lloroncetes de El consultorio de la señora Francis. Cualquier boomer oye ese Ñiño Ñiñoooo y lo primer que te dice, abandonando lo que sea que tenga entre manos, es: «Mi querida amiga», que era la frase, seguida de dos puntos, con la que comenzaban siempre las respuestas de esa señora Francis a los problemones que las supuestas oyentes con problemones le planteaban en carta que previamente se leía en voz alta.

¿Y los que se han criado oyendo esto manejan hoy móviles y ordenadores y montan grupos de Facebook? ¡Loor y gloria para ellos!

¿Y eso lo oían los tiernos boomers con sus cuatro o seis u ocho años de edad? Naturalmente que lo oían: (voz de contralto desconsolada) «Hace meses que no quiere saber nada de mí. Me contesta con monosílabos, y apenas me da las gracias cuando le pongo el café. Ya no sé qué hacer para recuperarlo. Una desesperada». ¡Vaya si lo oían! Y lo que es más importante, les daba igual. Cuando los hermanos menores iban creciendo, ya llegaba el momento de interrumpir brevemente los deberes cuando se preparaba musicalmente la contestación, y todos los hermanos gritaban a coro: «¡¡Mi querida amiga!!» justo en el momento en el que lo decía la locutora (es que todas las respuestas-consejos empezaban con esa especie de vocativo). Las madres, o tías, o quizá abuelas, o en el mejor de los casos las chachas que estaban planchando (siempre planchando en las tardes lluviosas, como digo) se paralizaban del susto y reaccionaban como era casi de manual reaccionar:

– ¡Os voy a matar como lo volváis a hacer, menudo susto me habéis dado!

Y los hermanos se tronchaban de la risa hasta que caía el primer guantazo, que solía ser en la coronilla del más cercano. Y eso hacía que se disimularan las siguientes risas, no que desaparecieran.

Un momento. ¿Los niños de tres y cinco y ocho y diez años hacían los deberes en la misma mesa en la que su madre estaba planchando? ¿Y con el riesgo de que esa plancha acabara tocando la mano o el brazo de uno de los infantitos? ¿O que uno de estos, muy aposta, a veces por curioso y a veces simplemente por borrico, decidiera tocar ese fascinante instrumento de acero con pinta de barco? Pues sí. Así se hacía.

Estoy por comprarme una aunque sea de segunda o tercera mano.

¡Otro momento! ¿Un programa de radio de conflictos afectivo-familiar-adulterinos en las orejas de los niños escolares, sin que la cosa fuera visada por las treinta, o por lo menos veinte de esas treinta, o si quieres déjalo en diez nada más de las actuales organizaciones más o menos gubernamentales, o a medias, que supervisan todo contenido o incluso solamente amenaza de contenido futuro que alguien ha planteado que pudiera intentar a hacer llegar a una audiencia infantil? ¡Oh, sí! Y obsérvense las consecuencias psiquiátrico-penales: ninguna. Las risas que se producían a partir de esos programas en el público infantil (tampoco se supervisaban ni se aprobaban ni se reprobaban esas risas) eran, probablemente, el excipiente perfecto para que todo ese compuesto químico pasara por el organismo infantil sin hacer más daño que ese que decimos desde el principio: ocupar su asientito en la memoria, y saltar en todos los días de su futuro, hasta hoy, cada vez que alguien ponía a la vista o al oído (o al olfato de chocolates, o de patatas fritas, o de ese chorizo de Pamplona de la época) la primera mitad de la cosa: di, lector-no-boomer, ante un boomer la siguiente frase: «Su faja señoraaa», y el boomer, como poseído por un ser extraterrestre de película de serie B, dirá: «Sooooraas».

Y esto nos lleva, como era de esperar, a la

 

Segunda pista de que un sujeto es boomer

(pero nos dicen los editores que aquí ya no cabe, así que hay que esperar hasta la siguiente entrega).

(Continúa)