15 Feb Teoría del boomer -8
Jacob de Chamber
Veamos: ¿es que nunca te has cruzado con un taxista de esos con pinta de taxista de película de los 50 en plan Manolo Morán o Pepe Isbert, pero de treinta o treinta y cinco añitos, y te ha resultado que era un doctor en Historia? ¿Nunca has conocido a un comercial de sanitarios y muebles de cuarto de baño que se te ha enrollado con Kant? Eso es que nunca has ido en taxi ni has cambiado los lavabos.
Fue precisamente cuando los boomers empezaron a cumplir la edad de entrar en la universidad cuando en casi todo el mundo, que sepamos, pero con toda seguridad en toda España, eso de ir a la universidad empezó a no ser, ni mucho menos, ese privilegio de castas privilegiadas que se venía denunciando y se siguió denunciando muchos años y hasta décadas después (por parte de grupos precisa y casualmente de universitarios, que es un enjundioso asunto que por desgracia no cabe aquí). Nada de eso: incluso desde antes de que los boomers llegaran (pero de ese antes no hablaremos) ya había dejado de ser la universidad esa especie de escuela de aristócratas que luego la propaganda pretendió hacer creer a muchos que era. Pero es que en el mundo de por ahí fuera la cosa sucedió desde unos años antes, como venimos diciendo; y en España definitivamente desde mediados de los años 70: la universidad se pobló, se repobló y se hiperpobló de contingentes incontables de nuevos estudiantes que al principio habían sacado su PREU, luego su COU y luego su COU más un avieso y más bien inútil examen de selectividad. Maestros y maestras, y luego profesores de bachillerato y cosas afines, se habían pasado gritando de vez en cuando a sus alumnos durante los primeros dieciséis o diecisiete años de vida de estos: «¿Es que quieres acabar de barrendero de las calles? ¿O es que prefieres pedir a la salida de una iglesia?» Ponían así las cosas, tan polarizadas, que el estudiante acababa viendo un futuro con sólo dos posibilidades: o esa de barrer o ir a la universidad. Eso es lo que consiguieron los propios profesores, y que hoy no digan que no porque mentirían; algunos años más tarde, frente a diferentes pelotones de fusilamiento, fueron ellos mismos los que empezaron a componer odas contra «la manía de ir a la universidad» que ellos mismos habían creado.
El caso es que, por una causa o por otra, los boomers son el primer contingente humano de la historia conocida del que más de su mitad, y en algunos lugares más de sus tres cuartas partes, ha ido a la universidad. Nos gusta a todos pensar que las cosas no fueron así, y que al acabar la enseñanza obligatoria (es que en España se puso legalmente obligatoria mientras los boomers cursaban primaria, aunque de hecho lo era por costumbre) los jóvenes lúcidos se repartían, incluso en contra del criterio de sus papás y ese griterío de sus profesores, entre estudios superiores y formaciones profesionales de diferentes cualidades y niveles. Y hubo de estos últimos, desde luego; pero es que estamos hablando de un suceso que caracteriza esa época de los boomers, y que es que el resto (los que no fueron de aprendices a un taller mecánico o a una peluquería, los que no se metieron a peones de la construcción o en un supermercado) no se quedó a esperar un buen matrimonio o un buen puesto de jefazo en la empresa de papá, sino que masivamente invadieron las facultades universitarias. Estas se encontraron con algo inesperado, como corresponde a su naturaleza de no esperar nada ni en general saber de casi nada de lo que sucede fuera de sus claustros. Y entonces se lió.
Primero, se lió porque allí no había sitio. De pronto no fueron raras las imágenes de alumnos abarrotando aulas hasta el punto de que algunos tenían que sentarse, para asistir a la clase, en los alféizares de las ventanas o en la misma tarima, que todavía las había, por la que paseaba el profesor. No había sitio para tantos tampoco en los pasillos de las facultades, ni en las cafeterías, ni en lugar alguno, ni siquiera exterior.
Segundo, se lió porque muy pronto los organizadores o administradores tuvieron que inventarse cosas nuevas: menos protocolos para matricularse, por ejemplo. Hasta entonces, y todavía duró la cosa unos cuantos años, eso de matricularse era algo parecido a traducir una saga noruega: se llamaba «sobre de matrícula» porque en efecto era un sobre, y tenía que serlo porque contenía no menos de ocho o diez documentos, y algunos de quince o veinte páginas, para rellenar por el alumno. Y había que añadir certificados exteriores de esto o de lo otro; y papelotes del banco; y mil otras cosas que, como notaron los boomers en cuanto llegaron, y como (no muy pronto) acabaron esas autoridades administradoras dándose cuenta, no eran en absoluto útiles ni informativos ni eficaces para matricular a nadie en carrera alguna. ¡Papeles a mí!, se dijeron, naturalmente, los boomers, que llevaban llenando impresos y declaraciones juradas y certificados de todo lo certificable desde sus primeras vacunas allá por los tiempos de su primer cumpleaños. Pero, en efecto, una de las definiciones de boomer puede ser «aquel que en sus tiempos universitarios celebraba reuniones de cuatro a siete miembros, con cerveza y tabaco, para rellenar los papeles de la matrícula universitaria«: así de compleja y larga era la tarea.
Tercero, ¿no hemos dicho ya que entre los boomers te encuentras todos los colores de pelo, todas las estaturas, todos los gustos culinarios y todas las opiniones políticas (menos algunas)? Pues eso mismo es lo que aprendió la universidad de golpe. De sus plácidos días retratados en películas como Siempre es domingo o Margarita se llama mi amor o Los chicos del Preu, en los que la mayor alteración del orden público era la reunión de cinco alrededor del Seat Seiscientos que se había comprado Jaime Blanch «que coronaba Perdices en tercera» (eran películas muy para público madrileño o urbano similar; el público rural tenía otros géneros: se refería a la Cuesta de las Perdices, que era y es la salida de la Nacional VI, ahora A6, justo al lado de la Ciudad Universitaria) o alguna infamia paralela de la tuna haciéndose la graciosa, se pasó sin intermedio ni descanso a oír por las avenidas universitarias letrillas como «disolución de cuerpos represivos», «amnistía, libertad» y cosas así, mientras que en la acera de enfrente de la misma calle (universitaria) todavía algunos (no eran muchos boomers, pero algunos había, vaya si los había) se desollaban las gargantas cantando cosas como el Cara al sol o rezando un rosario.
Vaya follón.
Pero ya venimos avisando que boomers y follón son palabras casi sinónimas, así que no asustarse. Y asustarse menos cuando se reconoce por fin una verdad que en tiempos recientes y muy recientes se viene negando, a veces con la mera afirmación de que esa realidad acaba de comenzar en el mundo hoy mismo, o a veces simplemente negándola por la cara; pero es muy verdad, es la que es más verdad, es verdad del todo: a ver, ¿qué iba a hacer el mundo con todos esos universitarios, más o menos entendidos de pronto en Asiria o en astrofísica o en química de plásticos o en el Romancero o en Cauchy o en lo que sea? Es decir, aparte de liarse a porrazos y a detenciones; ¡ni siquiera la policía de la transición en España pudo detener y apalear a todos! ¿Eh? ¿Qué podía hacer la sociedad española, la sociedad europea, la sociedad mundial con sus boomers de pronto licenciados y doctores universitarios en un número desconocido hasta ese momento histórico?
Pues qué iba a hacer: dar más licencias de taxis para que se metieran a taxistas.
Ese es el mundo boomer. No se ha inventado ahora. Tenlo claro, joven Z.
(Continúa)