15 Mar Teoría del boomer – y 10
Jacob de Chamber
Y así, quizá, en efecto, cansados y cabreados los tenemos ante nosotros, pero llegando al final (provisional, claro) de su Crónica. Muchos, apretujados casi siempre, inseguros emocionalmente como ninguna generación anterior ni posterior, cinéfilos heterogéneos y, sobre todo sobre todo, atiborrados de instrucciones, conocimientos, coletillas, canciones, himnos, ordenanzas, reglamentos, admoniciones, advertencias y amenazas que no les han servido nunca, ni al principio ni luego ni en la actualidad, de absolutamente nada. Más que otra cosa, porque eran casi todas puras idioteces rimbombantes. Y además, como hemos visto repetidamente, porque en cuanto ya tenían memorizado el nuevo reglamento o aprendida la nueva canción o asimilada la nueva sanción, de golpe y porrazo cambiaba la situación, el entorno, el mundo o hasta el universo y todas esas cosas habían dejado de valer para nada en absoluto. Y así han ido transcurriendo los años y los lustros y las décadas de los boomers hasta llegar al día de (ya veremos) su jubilación, más o menos ahora mismo. Venga a aprender cosas y venga a desecharlas una vez aprendidas.
¿Desecharlas?
Acabando nuestra cisoria operación boomerania no podemos evitar la verdad que se impone por encima de todas, y que a lo largo de estas quincenas ha estado presente en todas las escenas, si bien decorosamente calladita en una esquina. Se diría, y a eso nos referimos, que los boomers ya periclitantes no son más que aparadores desconchados donde alguna vez alguien, o muchas veces muchos, guardaron sus vajillas o su cubertería o puso sus soperas calientes a la espera de servir a otros. Quizá lo han sido, sí. Pero hoy no son eso. ¿Sabéis lo que son hoy? Discos duros vivientes, memorias con patas, archivos dinámicos de relación inmediata y de asociación automática sin el recurso a los cuales, con toda seguridad (y cuando decimos esto queremos decir con toda seguridad) todos cometeríamos con nuestros menores, o con nuestros alumnos, o con nuestra política, o con nuestra enseñanza, o con nuestra sanidad, o con nuestro uso del espacio público, o incluso con nuestras parejas, todos los errores que a ellos les obligaron a cometer. La mayoría, o a lo mejor todos o casi todos, sabían que estaban conduciéndose de un modo erróneo mientras se conducían de un modo erróneo: ¿a qué venía y a dónde llevaba eso de levantar el brazo en plan romano en el patio del colegio y cantar el Cara al sol todas las mañanas de los viernes? Ellos sabían que no venía a nada mientras lo hacían; sí, cuando ellos tenían sólo once o doce años ya sabían que eso era una idiotez que en cuanto salieran del colegio no les iba a servir de nada, nunca tendrían que repetir y nunca tendrían que enseñar a nadie. Pero, siendo la alternativa a hacerlo una ristra choricera de capones, primero en el colegio y luego en casa y luego vete a saber dónde más, vaya si cantaban el himnito. ¿Alguien ha conocido alguna vez a alguna chica -de esas de 60 años de hoy- que diga o dijera o haya dicho que eso de «coser pañitos» con bordados diversos en sus clases de «costura» o de «hogar» en el cole le ha servido de algo en la vida, ni siquiera para coser sus propios botones? Y eso por coger la cosa por una ilustracion rápida de sus muchas ramas de ilustraciones posibles. Repasa, lector, cuando tengas tiempo, todo eso que sabes (por habernos leído) acerca de los nacidos entre 1955 y 1970 y compáralo con lo que son los boomers que conoces ahora mismo. ¿No es prodigioso, increíble o, por lo menos, inverosímil, que de aquello salieran las gentes variadas, a menudo educadas, competentes muchos, supervivientes otros muchos, ya casi longevos y sobre todo informados como son?
Así llegamos al final de nuestra revelación.
Como los boomers son tantos, a muchos les resultan molestos. Ya hemos traído aquí que tampoco es cosa de ponerse así: sin ellos, «que son tantos», no hubiera habido ni hospitales ni escuelas ni casi nada de todo aquello que las generaciones posteriores no pueden ni imaginar que no existiera en sus vidas. Sí, están viviendo de media mucho más que las generaciones anteriores porque han recibido más cuidados, pero ha sido porque han pagado más cuidados (a ellos y a los anteriores y a los que vinieran). Hay quien afirma que son una lata porque preguntan a menudo a sus hijos incluso ya creciditos y hasta treintañeros que adónde van a ir de vacaciones (jooolines, con lo cómodo que se está sin tener que responder a nadie) sólo porque nada ha conseguido arrancar de ellos la ilusión que les produjo la paternidad (y en cuanto los boomers se ausentan un poco, normalmente por cansancio, de esa pelea, inmediatamente sus hijos hasta treintañeros les están pidiendo que muestren un poco de interés, hombre, por lo menos pregúntame adónde voy de vacaciones). Bueno, que si hay que hacer caso a lo que algunos dicen entre lloriqueos y gimoteos, se podría proceder a una eutanasia general o generacional, que quizá merecería el nombre de genocidio, poner a todos estos boomers en cola, ya que les gustan tanto las colas, hacerlos entrar en plan Soylent Green en una bonita instalación desinfectada y musicalizada, y a tomar por saco todos. Sería interesante. Prescindir de golpe de doce o trece millones de personas (eso sólo en España) seguramente trae unas consecuencias muy entretenidas. Como mínimo, no olvidar que casi todas las pensiones (que todavía no cobran muchos, pero van empezando a cobrar) son eso que se llama contributivas, y siguen sirviendo para pagar las subvenciones a los grupos que reciben subvenciones.
Pero es que resulta que los boomers tienen su mejor virtud en su mayor defecto, y con eso damos por terminada esta incomparable reflexión. Se enrollan, sí, como casi todos los que van llegando a viejos. Pero, ¿te has fijado? Lo normal no es que se enrollen para decir aquel clásico de «hoy todo es peor que en mi infancia», sino al contrario. Ah, claro, no les gusta que les choquen por la acera esos idiotas que caminan por la acera sin mirar más que a su móvil; pero es que a ti, oh, generación Z o milenial, ¿sí te gusta?
Su recorrido por la sociedad, desde aquella cosa rara en la que nacieron, que no sólo no tenía teléfonos móviles sino que, acojónate, ni permitía besos en la calle, hasta la actualidad (que no voy a caer en la trampa de intentar describir, pero que ya sabes a qué me refiero) les ha hecho testigos, registros, archivos, memorias, bibliotecas, depositarios de un inagotable caudal de gilipolleces inútiles e inservibles. Estas gilipolleces resulta que se las colaron camufladas bajo conocimientos de esos que son verdaderamente útiles y necesarios para manejarse, para comprender cosas, para no ser un analfabeto o incluso para trabajar mejor. Con estos conocimientos, así como por debajillo, les colaban esas tonterías que hemos visto, y se las colaron tantas veces, y en tantas ocasiones, y siendo esas gilipolleces tan opuestas entre sí de unas a otras de las épocas que les ha tocado vivir que no basta con que te lo cuenten para que te lo creas, porque lo tienes que ver y oír con tus propios ojos y tus propias orejas para creértelo. Y con todo eso en la sesera, los boomers han llegado hasta el día de hoy, la mayoría incluso vivos. ¿Y a nosotros qué? Pues sí, a nosotros mucho: ¿no anda alguien diciendo por ahí que qué más da la política o la religión o lo autoritaria que sea una sociedad o el modo de gobierno que se imponga, con tal de que me dejen a mí hacerme rico?
Preguntad a los boomers: tienen respuestas.