01 Abr Teoría del madrileño – 1
Jacob de Chamber
Bien hallados, queridos amigos, a la vuelta de estas vacaciones post-paletos. Mucho nos han dado para meditar vuestras reacciones a lo escrito, y mucho os vamos a agradecer en el futuro. Y ya sabéis muy bien algunos, y otros lo habéis adivinado tras aguda inferencia al leer el título, que todo lo anterior nos ha traído hasta aquí: el pijo, el progre, el paleto… ¿y qué podía ir ahora si no el madrileño? Claro que es muy posible que eso que estás pensando ahora que es un «madrileño», y lo que vas a saber dentro de pocos párrafos, puede que no coincidan del todo; y a eso vamos, regalando nuestro trabajo y generosos con nuestras reflexiones, que es lo que nos caracteriza, ¿no? ¿O será que somos simplemente madrileños?
Pues he aquí que no lo somos, ni lo soy yo, Jacob, en particular. Por eso, y porque en parte lo somos, pero no del todo, aunque sí mucho, pero no demasiado, si bien suficientemente, podemos contemplar y reflexionar más que muchos sobre esto. ¿Ya hemos empezado con los líos? Eso es que hemos empezado bien, si es que hablamos de madrileños.
Entendamos un primer elemento para manejarnos: madrileños, madrileños, lo que se dice madrileños, hay muy pocos o casi ninguno. Tan raro tan raro es un madrileño, cómo llamarlo, «de verdad», que si se encuentra uno por ahí, el resto de madrileños se paran a preguntarle y a compadecerle, y hasta le ofrecen el bocata de calamares que llevaban por la mitad en la pausa del curro, o le regalan su bono del teatro Pavón, o cosas así. Y eso los madrileños. Los que van de visita por la ciudad es que ni lo perciben.
¿Por qué? ¿Qué pasa aquí? Bueno, la cosa histórica ya la sabemos: la inmigración y todo eso. Ya no es del todo así, claro, desde hace dos generaciones, digamos, pero desde luego que todavía se nota. Ya hay, en efecto, gentes nacidas en Madrid que son hijas de gentes nacidas en Madrid. ¡Se lo llegan a decir a los abuelos de los antiguos y les da un soponcio! No, hombre, por favor, a ver, aquí hay que ser como mucho la primera generación de nacidos; co-mo-mu-cho, porque lo máximo es, y ya concedemos, haber venido aquí a los pocos meses de nacer. Ya no es del todo así, como decimos: pero aunque ya hay segundas generaciones (hace poco, mientras preparábamos esta profunda investigación, nos hablaron de una tercera: ya llegaremos, pero hay que entrenarse antes), incluso estas, ya en la treintena o muy poco más, notan, sienten, y hasta quieren seguir en contacto con la tierra antañona de su linaje, que nunca es la ciudad de Madrid, claro, sino probablemente Viduedo-Madras-Costa de Monte, en Orense, o quizá Ginestar, en Tarragona, probablemente Borja, o mejor Gallur, en Zaragoza, no rara vez San Sebastián, e incluso Tánger (sí, el de Marruecos, que llegó a ser hace un siglo quizá la cuarta o quinta ciudad por número de ciudadanos españoles). Observe el lector los frutos del esforzado trabajo y de la constancia investigativa: automáticamente, como sin quererlo, nos ha salido un mapa arquetípico del linaje de un madrileño. Casi casi el contorno de España es el mapa del paritorio donde nacen los madrileños: que no es que sean como los bilbaínos, que nacen donde quieren, pero casi. O no casi: quizá es una de las cosas en las que más se parecen los del Nervión y los del Manzanares, que no son pocas.
Estamos en que hay que ir dibujando qué es eso de ser un madrileño, ¿y por qué nos metemos en estas? ¿De qué sirve que lo dibujemos? No es una cuestión meramente rutinaria: este retrato tiene su interés precisamente en la medida en que en la actualidad, justo en la actualidad, se ha creado tanta confusión con el significado de madrileño como antaño con el de judío o masón, o desde luego impío: cualquiera se ha puesto a usar el adjetivo madrileño como si fuera un insulto de los peores. Naturalmente, tal como estás pensando, concejales y autonócratas han sido los primeros en blandir ese garrote para su propio beneficio, aunque tampoco han inventado nada muy original: ya hace cuarenta y cincuenta años (y ojo, que tenemos datos precisos y documentación acreditada) se usaba eso de «madrileño» como palabra comodín a la que cualquiera en cualquier momento, o el orador en cualquier discurso de bar, o el comensal en cualquier conversación, podía dar el significado que le diera la gana y le conviniera en ese momento, siempre que fuera para glorificación de lo que Clarín se pitorreaba denominando «el elemento local», o simplemente para despejar cualquier moscón molesto de las propias deficiencias dando manotazos al aire, siempre que ese aire estuviera poblado de… madrileños. Eso ha sido así desde hace mucho: ¿qué mejor modo de oscurecer que nuestra familia se había dedicado, y se seguía dedicando todavía a comienzos del siglo XX a la trata de esclavos (a escondidas, por supuesto), que inventar nuevas conspiraciones que desviaran las miradas de todos hacia Madrid? ¿Cómo, si no suponiendo que nos esquilmaban a través de esos impuestos para su personal y particular beneficio, íbamos a explicarnos que casi no llegáramos a fin de mes aquí en el pueblo, mientras que a los de Madrid se les veía a todos con landós (hace 150 años), packards (hace 100), hispano-suizas (hace 80) y no digamos ya bugattis y ferraris (desde hace 50 años hasta la actualidad) pero a todos todos todos, oye, te lo digo yo, que vas por Madrid y no ves un renault como el mío o como el tuyo, te lo juro, ahí lo peor que ves que usan para ir al trabajo es un porsche, o si no una moto de esas de 1.000 para arriba, BMWs y así.
Si el lector desconoce estos risibles sucedidos es que es muy joven, porque le aseguro que de ciertas edades para arriba era eso lo que con toda seguridad se iba a encontrar un madrileño cuando salía una semana a la playa, o dos semanas al pueblo de los padres, o un mes a la casa familiar de aquella otra ciudad de procedencia. ¿Qué, ya os han dado a cada uno vuestro Rolls con nuestros impuestos?, gritaba el cuñado, o el cuñado de tu madre, como todo saludo cuando desembarcabas ilusionado, dispuesto a relajarte y descansar esa quincena entre gallinas y ovejas y tormentas espantosas.
Pero algún lector quizá sepa lo que viene ahora: ¿una recapitulación gimoteante y victimista? ¿Un panfleto contra los insultadores? ¿Una defensa con expediente y referencias juriscorrectas del insultado madrileño? Nada de eso. Muy al contrario.
Se diría que al madrileño, sea este lo que sea, que ya lo iremos viendo, le da vida que le insulten. Fíjate, lector, que en la época actual de ofendidos y ofendiditos, en la que sugerir siquiera que unas rayas de aparcamiento pueden estar algo mal pintadas en una calle de una ciudad valenciana, por ejemplo, te puede acarrear una querella del valenciano presidente por ofensas a su cultura, a su nación, ¡a su pueblo! (y lo peor es que muchos de ese pueblo le siguen; esto, para otra ocasión), digo, hoy, si insinúas educadamente que a ese interlocutor televisivo del Penedés, pongamos al azar, le cuelga un moco y mejor que se limpie, ten claro y previsto que tus huesos van a acabar en un calabozo por insulto (por ejemplo) a una Gloriosa Historia de Resistencia Almogávar. Y eso por no entrar en otros usos, identificaciones, equívocos y antonomasias de las palabras «Madrid» y «madrileño» que no toleraría nadie ni de sí mismo ni de su pueblo: qué más quiere un madrileño a las 7 de la mañana, de pie ante la barra en la que se está zampando un Glorioso (este sí) Café con Porras que leer en la prensa nuevas insinuaciones vertidas por gente publicada sobre la renovación del catálogo de insultos y ofensas a los madrileños, y el nuevo reglamento sobre Suposiciones Obligatorias contra la moral y las buenas costumbres, sobre todo políticas, de los ciudadanos de Madrid: ¡con eso ya se le ha alegrado el día! Las risas en el taller o en la oficina o en la obra o en la sala de profesores o en el laboratorio o en la clínica o en la tienda o en la fábrica se van a desatar un día más.
Eso es lo primero que queríamos comunicar al que no conozca nada de esto: el madrileño será, como iremos viendo, un apresurado, a veces un ininteligible, en ocasiones un borde, y otras cosas; que sí, que entraremos en todo ello. Pero, al empezar la mañana y al empezar esta reflexión, lo primero que sucede es que el madrileño muestra que, para empezar, le importa un pimiento lo que opinen de él y, además, como esa opinión es casi siempre algo raro, incluso le da mucha risa. Y eso también tiene que explicarse.
(Continúa)