01 Jun Teoría del madrileño – 5
Jacob de Chamber
Y hay que decir que, en mi experiencia, los madrileños no niegan que tengan esa mala leche, que allí llaman directamente mala hostia. Eso sí, casi todos hablan de ella con buen humor y como afirmando: la tengo, si se me busca; pero si se me deja tranquilo, como si no la tuviera.
Ahí está la yema, el mojón, el espíritu de buena convivencia con un madrileño: no despiertes su mala hostia. ¿Y cómo se despierta? Para eso tenemos que atender a la Admirable Instrucción Única de Cuatro Partes:
Admirable Instrucción Única de Cuatro Partes
para mantener la paz con un madrileño, en general y en cualquier lugar y momento, y en particular si estás en Madrid.
Para no cargarse la paz y las buenas relaciones con un madrileño, es fundamental:
1- No tocarle si es desconocido. Háblale, pregúntale, contéstale, lo que quieras, pero… ¡no le toques! Ni en el antebrazo, ni en el hombro, ni en la chepa, no digamos en la zona lumbar. Pero, por encima de todo, no tocarle en el pecho ni en la cara. Tocarle en el pecho, y más si es como parándole o deteniendo su movimiento, es arriesgarse a una escayola de antebrazo (el tuyo, con el que le has parado). El movimiento de guillotina que el madrileño domina como si naciera con él, que realiza con el canto de su mano sobre tu muñeca, te puede llevar directamente a urgencias de traumatología. Poner la mano en el pecho por la calle a un madrileño al que, por ejemplo, estás preguntando la dirección del palacio de la Zarzuela, es como meter tu cabeza en la boca de un cocodrilo, como intentar parar a Napoleón en Austerlitz con un regimiento de ponis, como si fueras un polaco de aquellos que hicieron una sentada a la salida de toriles al ruedo y que el toro mandó al hospital. Digamos que es otra forma de aproximarse al conflicto de bloquear una acera con tu familia del bracete en un día laborable. Vamos viendo que, contra lo que se publica en revistas médicas, el madrileño tiene un punto claustrofóbico intenso y muy interesante.
2- No pararse delante de él frente a frente, cara a cara, a menos de dos o tres metros, cuando el madrileño está caminando. Casi es una versión noli me tangere del punto 1, pero no solamente, porque tiene su propia gangrena. Algún simpático turista se coloca ahí como afinando la voz para hacer la pregunta del palacio ese de la Zarzuela, y si el madrileño, a dos o mejor tres metros lo ve, lo que va a hacer sin pensar es desplazarse un paso de lado, pero sin aminorar la velocidad a la que venía caminando. El simpático turista va a desplazarse de lado, también, para ponerse de nuevo en la trayectoria del madrileño, probablemente con sonrisa y todo: no sabe que está abriendo las puertas traseras del infierno. El madrileño no tolera dos de esas: sólo con llegar ahí, ya suelta el primer «¡Quite, coño!». El turista no lo entiende, el madrileño no lo concibe y sigue adelante, el turista intensifica ahora su exigencia de simpatía y empieza a hablar, e incluso algunos empiezan a decir aquello de «no es para ponerse así»; pero el madrileño ya está a la altura del turista cuando empieza a oír eso y definitivamente la sensación de irrealidad le domina, y con ella caen todas las inhibiciones sociales y públicas. «¡Aparte, hostia!» es lo más suave que va a oír, y ya la hemos liado. Eso no es la expresión de la mala leche del madrileño: es el comienzo de la expresión de mala leche. Al turista más le vale dejarlo correr, leerse esta Admirable Instrucción, entender que ha vulnerado un cimiento cultural de primer orden, y aprender y dirigirse al siguiente madrileño en la forma correcta. Porque como insista con ese, la cosa acaba en el cuartelillo. Estamos hablando de un límite insalvable de la personalidad del madrileño: No Le Cortes El Paso, porque se lía pero en plan gordo.
3- No esperar a que el semáforo esté en verde para meter la primera en tu coche. Ese «bueeeeno, se ha puesto veeerde, vamos yendoooo» y craj, craj, buuum, meter la marcha, hace perder al madrileño que está detrás de ti en su coche alrededor de ocho o diez segundos. ¡Pero en Madrid es raro el semáforo que dura más de treinta segundos! Uno o dos como tú, de visita automovilizada por la ciudad, y ¡el madrileño va a tener que esperar a dos semáforos verdes para poder seguir su camino! Ahora que ya conoces el punto 2, ¿te das cuenta de las similitudes? Si vas en coche a Madrid, asegúrate antes en tu antigua autoescuela de hacer el minimáster Conducción Madrileña, porque si no la paz mundial se va a ver puesta en peligro. ¿Qué es eso de circular por la Castellana un sábado por la mañana, por el carril izquierdo, a 40 km/h? ¿Acaso va el madrileño a tu ciudad a levantar barricadas que te impidan llegar al mercado de ocas y gansos (piensa el madrileño con toda su mala baba)? Pero estamos estrictamente a eso: qué cosas evitar si quieres evitar la mala leche del madrileño. Ni tocarle, ni pararle, ni bloquearle con el coche (y si esto adquiere la modalidad de dejar el tuyo en segunda fila impidiéndole salir a él, no hay palabras para describir el apocalipsis que se desata). Antes de que el semáforo de los peatones parpadee, tú deja tu primera velocidad bien metidita y pisa el embrague, y en cuanto se ponga verde para ti suelta ese embrague de golpe y sal hecho un rayo. Cualquier otra cosa el madrileño la experimentará como una agresión que le estás haciendo a él, a su coche, a su familia y puede que hasta a su historia (menos mal que no tienen almogávares).
4- Ni se te ocurra discutir lo que un madrileño pide en un bar si tú eres el camarero, o simplemente un comensal. Si por un casual caes en Madrid de camarero, y no digamos si vienes de otras culturas o infraculturas, si un madrileño te pide a las dos de la tarde un café con churros, dale un café con churros y punto. Nada de establecer graciosa y amena conversación con el madrileño acerca de si esas son o no son horas, y mucho menos todavía ofrecerle alternativas, y menos todavía si vienes del otro lado del Atlántico y le ofreces cosas como «una omelé, che», o unos «frijoles con ají». En Madrid, si quieres bronca segura, discútele a un madrileño en un bar o un restaurante lo que ha decidido pedir. Seas tú el camarero o seas, como decimos, un comensal, al madrileño déjalo en paz con sus errores gastronómicos, que a veces no lo son. Cuando ha decidido, tras vista de unos cinco segundos a la carta, pedir un chinchón seco a las diez de la mañana, pues se le da un chinchón seco y ya está. ¿A estas horas?, dice su cuñado llegado de allende las provincias (suele desayunar cabeza de cordero, pero eso es otro cantar). A quién se le ocurre empujarse a las diez de la mañana un chinchón. ¡Y todavía, si fuera dulce! Mira, le voy a decir al camarero que anule tu pedido, y ya te pido yo, verás cómo te monto un desayuno que es gloria bendita. El lector ya ha reconocido a estas alturas que acaba de explotar una supernova, y que faltan unos dos segundos para que ese cuñado oiga y escuche los peores deseos que nunca ha escuchado sobre su persona y, dependiendo de su gesto, sobre sus conocidos, familiares y antepasados. ¿Cambiarle el pedido a un madrileño, incluso solamente comentarlo? Suicida. Casi solamente porque… es una pérdida de tiempo (que ya sabemos que…). Pero también porque el orgullo madrileño, en el que no hemos entrado todavía, es peculiar y raro, y diferente del orgullo del catecismo ¡y hasta del orgullo catalán! No es el orgullo de «Lo Mío Es Mejor». En absoluto. Pero vaya si es orgullo. Es el orgullo de «Lo Mío Es Lo Mío», y no se hable más.
Pero nosotros vamos a seguir hablando precisamente de eso.
(Continúa)