Teoría del madrileño – 6

Orgullo, no chulería

El orgullo, virtud capital entre las virtudes. Meollo del problema que los demás muchas veces hemos creído tener con los madrileños antes de este estudio único que estás leyendo. Cualidad por encima de todas que, al final, resulta que es, por no comprenderla adecuadamente, la que fuera de Madrid se confunde con esa cosa bastante inexistente a la que le dan el nombre de chulería. No, no es chulería: es orgullo.

El orgullo madrileño: este sí que debería ser un sintagma consolidado como ese otro tan falso de «chulería madrileña». ¿Chulería de Madrid, cuando no hay español (y, ya puestos, letón, o escocés, o bantú con el que hables) que no desprecie abierta y descaradamente tu sopa de fideos para soltar a continuación que sopas como las de su pueblo ninguna?

Orgullo madrileño: este se cree que por hacer tres saltitos con el balón y echar una sonrisita a la grada nos la va a colar; pero ni soñar lo de ficharlo, es un cantamañanas con mucho morro y sólo esos dos toquecitos de balón. No creas que a un madrileño, que lleva más de un siglo viendo el mejor fútbol, se le puede engañar en cuestiones de fútbol: y eso lo sabe el madrileño y está orgulloso de ello.

Estos mendas piensan que por soltarnos tres latinajos (por cierto mal declinados) nos van a meter en el bote y nos van a llevar al huerto. ¡A estas alturas intentar colarnos que van a arreglar todas las aceras de la ciudad y van a volver a poner bancos! No creas durante los mítines preelectorales que a un madrileño, que lleva tres o cuatro siglos viviendo la política tan cerca como en sus narices, se le puede engañar en cuestiones de política: y eso lo sabe el madrileño y está orgulloso de ello.

 

 

Válido en Madrid para desayuno, merienda mañanera, comida, merienda vespertina y cena, a ser posible no el mismo día. No es espetec de la abuela, de acuerdo, pero tiene la ventaja de que mientras lo tomas nadie se tira el rollo histórico en tu oreja.

 

¿Pues no dice el fulano que me va a dar la mejor omelé (vid supra) de la ciudad? ¿Pero qué se habrá creído el besugo ese? ¡La mejor de la ciudad! Una ciudad con 35.000 bares, y alguien cree que te va a colar que lo que te da es lo mejor de eso, como si lo supiera. No creas que en cuestiones de bares y restaurantes, que el madrileño ha usado desde su lactancia para hacer las tres comidas diarias, y alguna más de entre horas, se le puede engañar: y eso lo sabe el madrileño y está orgulloso de ello.

No vamos a continuar con la relación genesíaca de ese Orgullo Madrileño (la RAE está a punto de recomendar las mayúsculas para el término, y nos adelantamos), porque el lector podrá hacer sus propias investigaciones y completarla. No son mil asuntos esos acerca de los cuales el madrileño es un ogro de orgullo: son ocho o nueve como mucho.

Pero es que se da el caso de que es frecuente, como si fuera planificada por una conspiración sideral o planetaria o algo, que haya listos que van a Madrid precisamente a tocar esas zonas sensibles. Como si alguien (en esos mismos niveles planetarios) hubiera propuesto ir con regularidad a Oyarzun simplemente a hablar mal de su sidra, o a Valencia a hablar mal de la paella (o mejor: a intentar convencerles de que dónde va a parar, es mejor el arroz tres delicias), o a Barcelona casi a cualquier cosa. Y esta última mención nos lleva a hacer una breve digresión acerca de las tradicionales diferencias de Madrid y Barcelona, nunca suficientemente explicadas, y que aquí, por fin, en este momento histórico, van a ser comprendidas.

Digresión. Qué pasa con esa tontuna Madrid/Barcelona

Se trata del orgullo, precisamente. Todas las querellas entre Barcelona y Madrid se explican y se fundamentan en la diferente cualidad del orgullo de cada una. Barcelona se ha presentado definitivamente al mundo como la capitana del orgullo de la modalidad Lo Mío Es Mejor. Y Madrid, como hemos mencionado más arriba, ya no puede ocultarse más y disimular que su orgullo es de la modalidad Lo Mío Es Mío. Es tan raro, por ejemplo, encontrar un madrileño que piense que sólo hay rododendros en Madrid como encontrar un barcelonés que no piense que sólo hay rododendros en Barcelona. El madrileño sabe, si es que presta un segundo a este asunto, que como haber, probablemente haya rododendros por todas partes. Y que seguro-seguro que si hay rododendros en Huelva, o no digamos en una isla canaria, serán el copón de los rododendros, con esos climas tropicales y tranquilos, y no con los fríos putarracos de Madrid de noviembre a abril y los calores homicidas madrileños de abril a octubre. Pero oye, mira qué bien: con todo y con eso, algo chuchurríos y suplicantes, hay en Madrid «cuatro o cinco» rododendros que «algo ya permiten acariciar un rododendro de vez en cuando, pues» (es que lo disfruta un madrileño nacido en Beasain). ¡Oíd, madrileños!, dicen por la megafonía de combate unos temerarios de lejanas tierras. ¡Que sabemos muy bien que no tenéis rododendros!, siguen diciendo. Y los madrileños se miran unos a otros y se dicen: pero qué dice este pirao, con los «cuatro o cinco» que tenemos en esa esquina del Retiro, que los ven todos los turistas; «Estos, ¿qué pasa? ¿Que no los hemos tenido ni de turistas, oh?» (el que lo dice es un madrileño nacido en Avilés). Y siguen los temerarios, desde la lejanía de la autonómica televisión: ¡Pero son una mierda de rododendros chuchurríos! Y aquí se produce la bifurcación: el madrileño (haya nacido donde haya nacido) tira directamente por la vía de concluir, satisfecho: ¡Pero son rododendros, así que ajo y agua! 

 

De camino a los cuatro rododendros en el Retiro, estos cipreses siempre despiertan la incredulidad y aumentan las guasas: pues en mi pueblo los cipreses tiran para arriba, no son tan feos.

El barcelonés, supuesto el caso improbabilísimo en la actualidad y por muchos años de que alguien se dirigiera a él con términos e intenciones similares, pondría inmediatamente una querella al Estado español y reclamaría un consuelo especial a cada madrileño (que en esa discusión rododéndrica con barcelonés no se había metido) de unos cien euros de cada bolsillo. ¡Llamar chuchurrío a un rododendro que probablemente viene desde Roger de Flor!

¡Otra vez los almogávares! 

Ah, buen caso para ilustrar nuestro punto actual de investigaciones. Pocos orgullos catalanes seguirían vivos si no hubieran tenido y supieran que para el futuro tienen disponibles figuras, mitos y leyendas (y hasta fantasías) como la de ese Roger de Flor. El orgullo madrileño no sólo no tiene alguien así, sino que no lo ha necesitado nunca y, más aún, si se le anunciara que se le iba a proporcionar (por préstamo catalán sin interés, o por alguna maniobra de algún político) casi seguro que sufriría (el orgullo, y además el madrileño) una especie de ataque de claustrofobia histórica, o una ansiedad mitológica, o una asfixia de grilletes y arraigo: porque esas cosas dan arraigo, que es lo último que le gusta a un madrileño, y además suponen una sumisión, que es lo último que soporta el orgullo madrileño.

¿Arraigo? ¿Ya ha salido lo del arraigo? ¡Si ha salido hasta lo de la sumisión! ¡Qué fregaooo!

(Continúa)