15 Sep Teoría del madrileño – 8
Jacob de Chamber
Pero antes de ello, unas últimas observaciones sobre la botánica del Foro.
¿Arraigo? Como mucho, cariño a los escenarios de la infancia. Un momento: ¿y si resultara que los que presumen de arraigaos, como dicen en Madrid, no van a ser más que eso mismo, gentes con cariño a los escenarios en los que su mamá les arrojaba el bocadillo de chocolate o en los que su papá les atizaba hasta dejar sus dedos marcados en la cara por no haber hecho mucho, pero desagradando? No sé; ya lo veremos, ¿no?, cuando examinemos a los otros. De momento, en Madrid, lo más que te vas a encontrar es que alguno un poco mayor te cuenta que al salir del colegio iban a jugar al fútbol a la chopera del Retiro (entonces estaba libre de aspecto y acceso, y no tenía esas vallas algo Concentration Camp que tiene hoy, y nadie te cobraba), o a los desmontes del Cuartel de la Montaña, hoy Templo de Debod, o a la plaza de Barceló, o a cualquiera de esos cuadraditos, por pequeños que fueran, que los edílicos dioses habían decidido dejar con tierra.
Eso sí, se ha producido en los últimos tiempos una especie de fenómeno de difícil interpretación relacionado con este que hemos llamado «cariño»: así como los cincuentones madrileños lo denunciaban en los años sesenta del siglo XX, en la actualidad hay treintañeros o quizá más bien cuarentones que señalan y señalan, y con dolor, los gargajos y los cursa urinae que de pronto, casi como de un día para otro, aparecieron en una ciudad en la que eso ya estaba desterrado. Las futuras investigaciones demostrarán que ninguno que fue niño (o niña, se entiende, o quizá no) jugando al balón o a las normas sociales en, por ejemplo, aquella plaza de Barceló, ha pasado luego por ahí, ya de adulto, y ha meado o escupido en esa plaza (o lo que queda de ella, que es como la mitad más o menos). Cualquiera con circunstancias adecuadas para recordarlo, recordará, pues, que en aquellos años 60 las quejas por llenarlo todo de escupitajos o de meadas se dirigían contra los abuelos que habían sido recientemente llevados a Madrid por sus familias ya instaladas. Estos abuelos, los pobres, llevaban a lo mejor 70 años viviendo en Monzón de Campos entre sembrados y chopos, territorios los cuales aceptaban con eficiencia ecológica que se aliviaran donde les pillara. Hoy se dice algo parecido de los chinos, esos misteriosos seres que parecen surgir en sus miles de bazares madrileños sólo cuando se encienden las luces, porque nadie sabe dónde viven ni dónde comen ni a qué bares van o dejan de ir, y desde luego no aparecen ni en el fútbol ni en las piscinas municipales ni en las Muy Solidarias e Incesantes Carreras de sábados o domingos. Pero luego son los que te cobran en sus tiendas; y muchos no chinos han hecho de ello casi causa política (no demasiado los madrileños, que eso les daría igual), y hablan algo paranoides de invasión silenciosa y esas cosas; no, lo que hay es que hoy se les achaca a ellos, a los chinos, los cien metros de gargajos que hay en las aceras alrededor de los bazares, y más de un dibujo de esos imposibles de hacer en las baldosas de las aceras si no es con el chorrito de orina bien dirigido. Nadie habla, a propósito, de lAs chinAs, pero ese es otro tema que trataremos en otro momento.
En fin: arraigo no, como no sea ese ligero respeto o cariño hacia los escenarios de la infancia, como decimos: los madrileños no escupen ni en las plazas donde jugaban de pequeños ni en las calles donde vivieron con sus padres, y casi un poco como por hábito ahí creado, no escupen en ningún lugar. Si has visto a un madrileño escupir, habrá sido a uno en estado de embriaguez bíblica, y seguro que con el enojo y hasta el regaño de los de alrededor. Porque el madrileño no tiene una era a la que ir para enseñarte cómo acompañaba a sus abuelos a la trilla, ni una vega a la que bajar para enseñarte adónde se iban a chapotear los amiguitos en los días más calurosos del verano, ni un corral del tío Tomás, donde desde siempre a los niños se les decía que dormían los fantasmas de día para salir de noche por las calles a llevarse a los que pillaran de parranda. Pero sí tiene el madrileño un cuadradito de tierra de esa que rasca mucho las rodillas si te caes, o te hiere la piel de la mano si te rozas con ella, en el que jugaba al gua normalmente con sus amigos del cole, cuando había un ratillo libre entre la salida vespertina del mundo escolar y los guantazos paternos al entrar en casa al caer el sol. Y ese cuadradito de tierra pues, en efecto, nunca tendrá el carácter sagrado que tienen esas cosas de los pueblos, pero son Lo Suyo. ¿Te suena? No es Lo Mejor, pero es Lo Suyo. Si bien orgulloso de los goles que marcó con nueve años en esos solares entre edificios, o de los escondites que encontraban tras las fuentes de granito cuando jugaban al escondite en esa plaza, diríamos que rara vez, pero nos atreveremos a decir que nunca, un madrileño te dirá que ese solar era el mejor campo de fútbol que ha tenido la infancia en toda la historia, ni que esas fuentes eran los mejores escondites, pero sí te dirá, y subrayará, que eran su campo de fútbol y sus escondites, y que el que escupa o mee ahí se las va a tener que ver con él. Porque han llegado muchas gentes, muchas muchas gentes a Madrid a lo largo de los últimos años. Y se diría que casi cada generación ha vigilado a las siguientes de inmigrantes, como si seguro-seguro que eran estos los que ensuciaban unos suelos que, a diferencia de los caballones de los sembrados, o las acequias junto al camino, o las retamas de por ahí, no iban a asimilar la materia con docilidad, sino que iban a manchar para mucho rato, muchos días o todavía más. Hombre, por favor, que en el pueblo sería como fuera, pero aquí esas cosas se quedan puestas, que las baldosas no absorben, se ha venido diciendo desde que Galdós lo contó por primera vez allá por 1870 hasta el mismo día de hoy: a los que venían primero de Leganés y Móstoles, y luego de Buitrago y Galapagar; luego a los que venían de Segovia y Cuenca; y así cada generación recibía nuevos vecinos que venían cada vez de un poco más lejos, hasta el día de ayer, en que recibían vascos, gallegos, asturianos, andaluces, catalanes y extremeños por un tubo, y después el día de mañana, o sea el de hoy, en que una vez más han llenado las aceras y los bares (y los campos de fútbol de tierra, y de gua, y de escondite) los chinos y los bolivianos y los dominicanos y los peruanos y ecuatorianos y paro porque si sigo no acabo. Y esta sí que es una condición de Madrid que los madrileños luchan por imponer a los que van haciéndose madrileños: que se hagan madrileños en esto, en dejarse de zarandajas de lugarejo y dar entrada a los bares y a las tiendas y a las calles y a los barrios a cualquiera que, recién llegado o no, quiera entrar. Hablamos de eso que algunos llaman «bares de moros», que los hay en cantidad por ese barrio que llaman Lavapiés, en algunos de los cuales no dejan entrar a las mujeres que van a tomar el café de las 11 con sus subordinados de la cercana oficina, y que es una cosa rara y muy anómala en este Madrid más bien anómalo de todo lo demás, como veremos.
Pero no nos olvidamos de que tenemos pendientes a los que, para desgracia del decoro y de la paz, van por ahí madrileñeando. Ahora sí que podemos ir a por ellos.
(Continúa)