Teoría del madrileño- y 10

Jacob de Chamber

Sí, en efecto, lo que sucede es eso: que ese madrileño algo torpe, quizá mal entrenado, desde luego sin brújula, se hincha y se hincha y se pone verde, sigue hinchándose tanto que su camisa estalla, crece y crece hasta llegar a los cuatro o cinco metros y… empieza a madrileñear.

Lo cual consiste en hacer lo que hacen casi todos los demás que no son madrileños cuando se ven en presencia de gentes con las que no comparten eso que antaño se llamaba patria chica, es decir, cantar esas muñeiras o cocinar esas lubinas, o no digamos recitar con glotales atascadas esas odas a las edificaciones barcelonesas pagadas por los fastos del 92. De modo que el madrileño que madrileñea lo que hace, en esencia, es ponerse pesado como un rebaño de vacas, insoportable como un enjambre de avispas… igual que los demás cuando le arrean a la gaita, a la lubina o al delirio 92. Esto recuerda a un famoso y antiguo sketch de Martes y 13 en el que criticaban de frente cierta manía que por aquella época se impuso en muchos programas de televisión ente los humoristas, relacionada con la supuesta necesidad de adoptar un acento o una pronunciación algo así como sevillana al contar un chiste, como si se tuviera la idea de que sólo con esa pronunciación tendría gracia. Con esto del orgullo regional o lo que sea sucede algo parecido: se trata de una especie de estereotipo innecesario con el cual, de pronto, las gentes experimentan que es obligatorio cumplir. En realidad les molesta a todos o a casi todos los circundantes, pero estos lo toleran, quizá porque esperan que luego les toleren a ellos. Estos madrileños desorientados de los que hablamos son modelo del procedimiento: ¿queréis que os cuente cosas de Madrid? ¿De verdad me pedís que os relate los atascos de monoplazas de fórmula 1 por la Castellana en los que llevamos a los niños al colegio? Pues ahí va.

Y así se desatan los perros de la guerra, amigos lectores. Eso es algo que nunca hay que hacer. Recordad, eso sí, para que os ayude a no hacerlo, que casi todos los madrileños no lo son del todo. Que eso de ser madrileños del todo no existe. Que todos tienen algo de otro lugar, de un pueblín, de otra ciudad, de comarcas lejanas y agrestes. Y ahí es donde hace blanco la flecha que provoca el madrileñeo. El madrileño plasta hace lo mismo que cualquier otro plasta de cualquier otra comarca, pero con el agravante de que el madrileño tiene muchas más cosas, muchísimas más cosas, se diría que infinitas, para contar y añadir a sus conferencias de glorias propias y vanidades de terruño que cualquier otro. En contra de lo que casi todos quisieran, incluso de lo que los mismos madrileños en sus cabales quisieran, hay que admitirlo: en Madrid pasan muchas más cosas por hora que en cualquier otro lugar. Ves muchas más gentes, asistes a muchos más sucesos, contemplas muchos más esplendores por hora que en cualquier otro lugar (humano y urbanizado, que es de lo que hablamos, que ya estoy oyendo a esos del fondo hablar de las puestas de sol en el valle del Baztán; que sí, mujer, pero que eso es otra cosa). Incluso, para ser completos, hasta los madrileños tendrán que admitir, a pesar de lo que se ríen con ello cuando los de otras comarcas se lo escupen, que sí, que de vez en cuando se ve un ferrari circular por sus calles. El gran conferenciante insoportable que madrileñea en campings y hoteles y playas y restaurantes lejanos a Madrid (lo cual quiere decir que canta sin freno las virtudes, reales o imaginadas, de ese Madrid que le piden), lo cierto es que no hace otra cosa que lo mismo que hacen los demás: cantar sin freno las virtudes reales o imaginadas de sus terruños. Puede que el madrileño (quizá seguido del valenciano o del bilbaíno, habría que estudiarlo) hable con un volumen mucho más alto que los demás, eso sí.

En Madrid hay mucho ruido. Hay mucho más ruido del imaginable por quien vive habitualmente en una ciudad razonable, o desde luego en un pueblo de llanura, o costero, o entre las montañas. Hasta tal punto es así que cuando un madrileño veterano vuelve a Madrid después de un mes de vacaciones (es un suponer), incluso a él mismo le cuesta volver a aceptar que puede desarrollar su vida, y no digamos su dormir, sumergido en ese ruido incesante, que tiene un mínimo de 50 decibelios pero que alcanza picos frecuentes de 80 y 100. Y así a lo largo de todo el día y todos los días. Mira por dónde, hemos dado, me parece, y viniendo de otro lado, con una de las claves de la teoría del madrileño: el ruido en el que se desarrolla su vida. Y, ahora que lo pensamos entre todos, eso es en sentido literal, pero también en un muy evidente sentido metafórico.

Sí, Filomena, enero de 2021. Mira que dieron el coñazo los telediarios. ¡Pero esos no los hacían los madrileños!

Para concluir, amigos lectores, hay un ciudadano (?) asturiano que en estas epidemias pasadas se hizo más o menos célebre por un vídeo que le sacaron repetidamente en las televisiones, vídeo en el que, mientras arreaba a sus vacas hacia el establo o cosa parecida, no dejaba de decir, con los dientes bien expuestos, que los madrileños eran todos unos hi-jos-de-pu-taaaaaaaa, porque al hombre le había molestado la cantidad de minutos que los informativos de las televisiones habían dedicado a aquel Madrid de la borrasca Filomena, paralizado y bloqueado, mientras que él sí sabía lo que era la nieve porque vivía en las montañas (y etcétera). Alguno se lo tomó indebidamente en serio y proponía querellarse por el insulto colectivo hasta como «delito de odio»; otros, quizá también indebidamente, se lo tomaron digamos que demasiado a broma. ¿Por qué demasiado? Porque eso no era del todo broma, ni en su origen desde luego (el fulano lo decía arrebatado de odio), ni en el simple hecho de su difusión. Baste imaginarse que se hubiera difundido así de subrayada y repetidamente un vídeo similar en el que se dijera eso mismo y se insultara de igual modo a, por poner un ejemplo, los gallegos, o los andaluces o, en el extremo de lo inimaginable, de los catalanes. Entonces sí que habría habido querellas y puede que hasta dimisiones en el gobierno. Pero se hace, y se viene haciendo desde hace décadas, con un mítico y antonomásico (y por supuesto falso) «madrid», y desde luego también descendiendo en las calumnias y los insultos hasta los mismos (no menos míticos) «madrileños». ¿Y qué sucede? Nada.

Madrileños preocupadísimos por lo que se dice de ellos por ahí. Obsérvese el aire ofendido y conspiratorio.

Por empezar a echar cuentas sólo desde la actual democracia española, como si antes no hubiera pasado nada, llevamos casi cincuenta años durante los cuales se ha dicho de todos los modos posibles y en todos los foros imaginables de cuántas formas es Madrid y son los madrileños la encarnación del Maligno. A la ciudad y sus ciudadanos se les ha achacado de todo, y, para empezar, ser la causa de los problemas municipales de una aldea pirenaica, o de un bache de la autovía de la Plata, de la mala iluminación de Viduedo, Orense, y no digamos de los envoltorios de chicle que dejan por las Ramblas barcelonesas los norteamericanos cruceristas. ¿Y los madrileños qué hacen para defenderse?

Nada.

Y aparecen regularmente cartas de lectores en los diarios barceloneses en las que se narra un reciente viaje a Madrid en el que se comprobó que «Madrid no produce nada, sólo nos extrae» (olvidando el 17% del PIB que realmente produce, los tres millones de ciudadanos con madrugones diarios y lumbago por el uso de la fresadora, etcétera). ¿Y quién contesta a eso?

Nadie.

Puede que esta sea la característica que compendia todas las anteriores y las resume: al madrileño le importa un pimiento lo que se diga de él. Tiene prisa, es puntual, es hospitalario con quien no le frena y probablemente habla a un volumen alto. Pero, por encima de todo, quiere ver una película en el cine, o llegar en buenas condiciones a su cita en un kiosco del Retiro, o encajar el análisis de sangre entre los recovecos del horario del trabajo: va a lo suyo. Y, mientras lo consiga, lo demás no le afecta.

Sabe que hay ciudades más silenciosas, y más bonitas, y hasta con mar, que ya es el acabose. Sabe que los ignorantes con poder le insultan como si fuera un ladrón de ahorrillos provincianos o un conquistador genocida de baturros o de batuecos; y no se preocupa, porque sabe muy bien cuál es la realidad, y, sobre todo, porque aun con todo eso, ha llegado a casa a tiempo para ponerse un bocadillo y encender la tele y ver el partido de fútbol. Y no hay momento mejor que ese, y unos insultos de más o menos no se lo van a quitar.

Lo suyo es lo suyo.

Y eso basta.