01 Nov Teoría del paleto 1
Teoría del paleto-1
Jacob de Chamber
Mucho nos ha costado llegar hasta aquí, exponiendo con serenidad y decoro nuestras observaciones sobre otros, porque muchos, muchos más de los que podemos enumerar, nos pedían y hasta nos exigían que procediéramos ya mismo a regalar nuestros comentarios sobre otras familias o clases o no sé qué taxones de nuestra sociedad, en particular sobre esta de hoy que (ahora lo explicaré) es a un tiempo especialmente fértil y especialmente peligrosa.
Veamos: no creo estar exponiendo nada especialmente personal, mío, único, cuando digo que desde pequeño y durante muchos, muchos años de mi ya excesivamente (para algunos) larga vida tuve condicionada (pero negativamente) como perro de Pavlov la posibilidad de llamar a alguien, de pensar de alguien, de usar, incluso, en sentidos ajenos al combate, meramente descriptivos, científicos, qué sé yo, la palabra paleto. He conocido a muchos a los que les ha sucedido y hasta les sucede lo mismo. Y ahí entro yo: he sufrido recientemente, o quizá disfrutado, un proceso que me ha liberado de tales pavlovianadas, o si se quiere skinneradas, o lo que sea. Y me parece que no es ajeno a ello el que se me haya solicitado tan vehementemente que me embarcara en esta nueva meditación, que va a tener que incluir (si no he entendido mal los entrelíneas) ayuda, socorro y auxilio para que otros lo sufran, o quizá lo disfruten. Porque muchos han sentido la llamada de la verdad y de la rabia.
Habrá que ventilar cuanto antes los pequeños cabos sueltos, apenas hebras, que puedan traerse hasta aquí: todos o casi todos teníamos todos o casi todos nuestros ancestros, hasta los más inmediatos, con los pies aún manchados del barro del sembrado. O los abuelos, o los tíos. En todo caso, gente muy próxima y muy querida y a menudo muy lúcida, o lúcida en la misma medida y en la misma cantidad en la que había otras muy tontas, y que, de todos modos, su circunstancia de vivir o haber vivido en el sembrado no tenía nada que ver con esa lucidez ni con esa tontería. Se entendía que una palabra como paleto era casi solamente una palabrota de las más indignas, un insulto intolerable, porque se conocía que existía, y los niños ya de la ciudad claro que lo conocíamos, pero como mínimo era insultar a nuestro linaje, porque a menudo éramos la primera o como mucho la segunda generación de ciudad. Algunos lo usaban, vaya si lo usaban. Arrogantes nuevos ricos que, como luego se fue sabiendo, casi siempre lo que querían era tapar su propia procedencia rústica insultando a otros de eso mismo. En cualquier caso: que no. «Paleto» era lo que nunca, en ninguna circunstancia, se le podría llamar a nadie, por gorda que fuera la pelea con ese nadie. Muy, pero que muy en el mismo nivel en el que nunca insultarías a un cojo de cojo, ni a un tartamudo de tartamudo, ni a un tuerto de tuerto. Y el que no lo tuviera ya perfectamente cosido con remaches en su vivir de cada día, lo iba a llevar claro. (Salvo que fuera, algo después, de esas militancias políticas que de pronto comenzaron a insultar a los rivales por su corta estatura o así.)
Veíamos gentes, por supuesto, muy rústicas, y en ocasiones, y esta es la cosa, muy rústicas que querían hacerse pasar por no rústicas: ahí estaba ese paleto antiguo de verdad. No en el que era simplemente rústico y lo sabía y se dejaba ser lo que genuinamente era. Creo que ni los que insultaban de «paleto» a alguien insultaban de «paletos» a estos. Los que se exponían al insulto eran precisamente los que querían moverse en un lado de la frontera como si supieran moverse en ese lado, cuando visiblemente no habían despegado los pies del otro, del suyo, de ese al que pertenecían.
¿Y se pertenecía para siempre? ¡Por supuesto que no! Y menos en esa época en la que ya despegaba la educación paso a paso al alcance de cada vez más. No es que esta garantizara la liberación o la evitación de la acusación de paleto, como era muy evidente en cuanto miraras alrededor: pero casi con toda seguridad sí que era un paso obligado.
Entendámonos, pues:
– hay un rústico puro, que puede quedarse simplemente en rústico y nada más. Dignidad, suficiencia y autonomía; un rústico no es un paleto. Esto debe quedar perfectamente claro.
– hay un rústico que, por mil posibles causas, ha percibido que puede dejar de serlo, y lo ha deseado: a partir de eso, es obligatorio para salir de ahí lo que antes proporcionaba la escuela (ya estamos adelantando lo que no debemos, como siempre). Y una vez recibido, podían darse dos situaciones: A) que el ex-rústico, ahora instruido, sepa que necesita más para incorporarse a la sociedad de los no rústicos, y se ponga manos a la obra, y ya tenemos ahí a un ciudadano que va progresando, que lucha y que mejora, o sea, lo mejor que se puede desear; o B) el ex-rústico se harta, o se cansa, o se le da mal eso de la división o de los ríos de España, y decide que ya tiene suficiente y que, total, ya es como todos los demás y que ya puede echar a volar. Este es el paleto, claro.
Ese es el paleto por lo que se refiere a su caracterización genealógica. Hay mucho más de él que describir, si lo que queremos (que sí que lo queremos) es que no nos sorprenda en una comida familiar, como nuevo novio de nuestros hijos, como compañero novato en la oficina con modales de líder (esto es frecuente) o, por fin, como dirigente político. Un dirigente político paleto tiene el peculiar superpoder de convertir en paletos a los que antes no lo eran. Lo veremos.
Y, por supuesto, quien dice «rústico» no dice solamente «rústico» de rusticidad y agro, sino rústico de asfalto y metro, o rústico de nacionalidad histórica ineludible, o rústico de como mi idioma ninguno, o rústico de sólo nosotros cocinamos bien, o…
¿Ah, que «rústico» no tiene tantas acepciones? Habrá que buscar entonces qué palabra describe… ¡Un momento! ¿No será la palabra «paleto»?