15 Nov TEORÍA DEL PIJO (2)
TEORÍA DEL PIJO (2)
Jacob de Chamber
A. LOS PIJOS DE NATURAL
Los hay, vaya si los hay. Como hoy casi todo el mundo es insultado de «pijo», se da una especie de suposición de que todo el que es pijo «se ha vuelto» pijo: es cierto que es así en la mayoría de los casos, pero eso no nos debe hacer olvidar que hay un pequeño grupo en el cual la cosa pija es la naturaleza primera, la esencia verdadera. Son pocos, sí, pero no tan pocos como a menudo creemos. Es decir: no son unos cientos, sino unos cuantos miles. Hasta en el Mundo Pijo el babyboom tuvo su efecto, y eso produjo una multiplicación de pijos imprevisible hasta por los mismos progenitores pijos pocos años antes. Cuidado con esto: los pijos de natural son hijos de pijos de natural, que a su vez lo fueron de otros, pero remontándonos por la cadena genealógica con toda seguridad encontraremos un momento en que el progenitor no fue exactamente un pijo, sino más bien un aristócrata de los de coraza y sombrero con pluma, que es otra cosa. Además este puede que fuera hijo de un tipo igual o, como se puede ver en la historia de muchos casos, de un simple hidalgo que por méritos de un tipo u otro fue ascendido a noble, y quizá siguió comportándose meritoriamente, y así enseñó a su hijo, que quizá también siguió mereciendo su nivel de privilegios, pero ya a veces en esta segunda generación, más frecuentemente en la tercera y desde luego en la cuarta es universal, esos méritos que llevaron al abuelo a ser ennoblecido dejan de practicarse, y los que heredan sus títulos y sus posesiones y privilegios no hacen nada para merecerlos y los toman y disfrutan como si fueran de derecho natural: acaban de adquirir el carácter de pijos.
La naturalidad es lo primero que caracteriza a los pijos de natural, como pudiera suponerse por su denominación. Pero no es algo trivial: es muy difícil aceptar con naturalidad que otra persona te aborde, te detenga y te limpie la corbata con un paño húmedo, porque te acabas de manchar sin darte cuenta con una gotita de mayonesa de ese canapé. Cualquiera de nosotros lo primero que haría sería retroceder dos o tres pasos cuando vemos que alguien quizá muy uniformado de camarero o de algo así se nos echa encima trapo en mano: este tío viene con el cloroformo para sofocarme y secuestrarme, puede ser la versión quizá algo paranoica del susto que nos llevaríamos. Pero si la situación se aclara, con qué gesto y con qué postura aguanta uno que otra persona le frote su propia corbata a escasos veinte centímetros de su cara. Nada de eso: uno lucharía y le acabaría arrancando el trapo al empleado y se acabaría frotando la corbata él mismo, ¿no? Pero el pobre empleado está probablemente tan acostumbrado a hacerlo, y a menudo tan instruido en que ese es su trabajo, que forcejearía y acabaríamos cediendo para no acabar, encima, a mamporros, y dejaríamos que nos limpiara la corbata. Y en una esquina del restaurante o del salón, en un corrillo, alguien nos señalaría con las cejas, estilo Minerva, y diría a sus cercanos: «Si es que es un pijo».
Atención: esto no lo diría nunca de un pijo de natural. Esa naturalidad del pijo de natural lo es en el momento en que acepta, con toda naturalidad, que un empleado le limpie la corbata; y es naturalidad también mientras ese empleado se la limpia, minutos durante los cuales es capaz de seguir con la conversación que traía con sus compañeros (pero nosotros, ni soñarlo: entre no saber dónde meternos, no saber en qué dirección mirar, y deshacernos en agradecimientos al empleado, estaremos dejando claro a los cercanos que nobleza poca: «cómo se le ve la clase media», dirá con paternal displicencia un pijo cercano). Pero el pijo de natural resulta tan natural que ni nos preguntamos si es así de natural o es que ha ensayado: y esa naturalidad la esparce a su alrededor, consiguiendo que todos aceptemos con naturalidad su naturalidad.
Qué momento tan crucial: a un pijo de natural nunca se le acusa de ser pijo.
Se acepta su pijez como se acepta la cojera de un cojo (y no la de esa rival que hoy cojea porque se ha puesto unos tacones imposibles, la presumida), la ceguera de un ciego (y no la de ese compañero que está ciego simplemente por lo que ha bebido) o la fealdad de un feo: ni se comenta. Cómo se va a comportar de otra forma. En él, en el pijo de natural, resulta natural lo que en cualquier otro resulta comentable: por artificial, por ambicioso o pretencioso o presumido, por inoportuno.
Además hay diferencias entre sexos en este asunto de la pijez natural.
Será natural, pero eso no quiere decir que sea inconsciente: los niños pijos de natural ni se enteran de que lo son; pero a medida que crecen van conociéndolo y aceptándolo. Esto también vale para las niñas, por supuesto.
Pero los varones, a partir de la primera juventud, se retraen. Van siendo, digamos, discretos. Saben lo que les distingue de la mayoría, se relacionan con los de esta mayoría en general con exquisita educación y a veces hasta con sinceridad, pero no se entregan a amistades; supongamos esta mezcla de naturalezas, por ejemplo, en la universidad, y no porque sí, sino porque probablemente es el último ámbito en sus vidas en el que van a estar en contacto estrecho con todos los demás. Son cuidadosos en su trato, no comentan la fiesta de su casa del jueves pasado, y ni se les ocurre mencionar que no vieron en la tele el último Gran Premio de Mónaco de Fórmula1 porque estuvieron de fin de semana rápido esquiando en Chamonix; y si se les aprieta mucho acabarán diciendo que es que no siguen el automovilismo, aceptando las bromas de los demás por ser tan raros. Y esto es así porque perciben y conocen lo que les diferencia de los otros, pero se relacionan con estos otros, aun sabiendo que no van a quedar como amistades para su futura vida, pero aceptando que mientras están ahí es mejor charlar y prestar apuntes y llevarse bien con la gente, que de todos modos no tiene culpa de no esquiar en Chamonix. No miran la vestimenta de sus compañeros ni la califican: saben que es peor, pero eso les da igual, que cada uno vista como quiera (pero no se les ocurre que la mayoría no viste mejor porque no puede; no es que desprecien esta idea, es que no se les ocurre).
Las chicas lo llevan de otro modo. En esa misma universidad y en ese mismo ambiente, resulta que suelen aislarse, a diferencia de sus iguales varones, que tratan con todos. Las jóvenes pijas de natural muy raramente se relacionan con quienes no son pijas de natural, y aun tras décadas y décadas de observación y de reflexión tenemos que reconocer que no nos resulta fácil comprender por qué. Las de hace cuatro o cinco generaciones está más claro: recibían instrucciones muy precisas acerca de con quién podían relacionarse y con quién no, puede que en general como parte de la estrategia para acabar con un marido apropiado, o puede que además por otros motivos pero siempre de tipo social. Pero ¿en la actualidad? Habrá alguna madre pija de natural, más o menos majara, que siga con esas cosas y le dé la brasa a su hija pija de natural; pero seguro que se trata de un ejemplar muy minoritario y extravagante. Ya hace mucho que no es una mayoría de mujeres la que va a la universidad, como decían de hace cincuenta o sesenta años, «a encontrar novio» (que también habría que investigarlo, no está tan claro que esto fuera verdad).
Puede que opere cierto factor al que no se suele mirar: las diversiones de los jóvenes varones son quizá más toscas, más simples y puede que menos, pero son eso que algunos llamarían «transversales» más frecuentemente que las diversiones de las jóvenes mujeres. Por decirlo rápidamente: el fútbol, tanto jugarlo como contemplarlo y jalearlo, no califica a varón alguno como de un nivel social u otro. Aunque parezca un lema publicitario, es cierto que un gol une las clases. No es que sea posible, es que es universal que celebrar un gol hace saltar abrazados al más pijo de los pijos de natural con el más proletarizado de los hijos proletarios. A la salida del estadio o del bar, ya veremos; pero de momento, durante la diversión, se suspenden esas otras cosas. Hay que añadir que, afortunadamente, en las últimas décadas se suman a estos abrazos las mujeres (siempre que no sean pijas de natural, o quizá pijas de otra categoría), que ya no son esa extravagancia que algunos consideraban que eran en los estadios de allá por los años cuarenta y cincuenta. De modo que «transversal», mucho e incluso más de lo que se refiere estrictamente al universo pijo, porque incluye transversalidad de sexo y otras que estudiaremos en el futuro.
Pero ¿qué «transversalidad» hay en las, digamos, diversiones de las pijas de natural? Es más: ¿qué diversiones son estas? ¿Es que tienen alguna diversión? ¿No da la impresión, a veces, de que están encadenadas a usos y costumbres anacrónicos, por lo que se refiere a la realidad actual de la mujer, como si vivieran intentando traer al presente cosas indeseables del pasado?