15 Dic TEORÍA DEL PIJO (4)
TEORÍA DEL PIJO (4)
Jacob de Chamber
Estábamos en que la clase
B
era la de los Pijos por Ambición.
Que, para empezar, se puede decir que son de verdad aquellos a los que el conjunto de la sociedad (incluso ellos mismos, siempre a otros, claro) se regodean en llamar «pijos». También hay folganza al insultar de pijo al pijo de clase C, y en ocasiones muy intensa; pero esta siempre es eventual y breve, como veremos, por la propia naturaleza del pijo clase C. Pocos pierden el tiempo insultando de tales a los verdaderos aristócratas o ex-aristócratas, y más desde que han comprendido, en general al leernos, aunque algunos pocos antes de leernos, que hay un contubernio muy finamente tejido entre esa Alcurnia Verdaderamente Pija y los más macarras y cuasilumpen de la sociedad, en otros tiempos conocidos por majos. Esta clase B que empezamos ahora a mirar ha comprendido intuitivamente esa alianza, como veremos, y la reproduce a su modo. Pero de momento cómo insultar de pijo a quien baila sevillanitas en la calle entre el pueblo más o menos llano, o se involucra en grescas y reyertas a las salidas de las discotecas de mayor ruido y movida y humo, o furtivea en las dehesas de la familia política de su familia política como si fueran un Paco el Bajo cualquiera. Ya lo entendieron en tiempos de Goya, ¿no? El marqués como el arriero, bailando a la luz del candil.
Y todo esto es lo que intenta imitar el Pijo Clase B o Pijo Por Ambición, porque cree que tiene que hacer lo que los pijos de natural hasta cuando estos juegan a parecerse poco a sí mismos.
Vayamos al principio. Una vez separadas las aguas de la tierra y tal y tal, quedó claro que aquí estaban los de arriba, y en el resto del mundo estaban los demás, a saber, clases medias, medianejas, currantas y todo lo que se quiera. Algunos individuos de entre estos miraron el mundo recién hecho y vieron que no era bueno. Pero que había que jugar con las cartas que le habían tocado a uno. Y a partir de ahí cada uno aspiró a lo que supo o supuso posible, o a veces ni siquiera suponiéndolo posible, sino simplemente deseable hasta la ceguera. Y por eso algunos consiguieron un primer empleo de auxiliar del auxiliar en una empresa de buena imagen pero de bajos sueldos, y desde ese instante firmaron letras para la compra de un cochazo, el valor de cada una de las cuales hasta un total de 48 era igual al del sueldo mensual entero que a partir de ahora iba a ganar. Y a comer y a dar el coñazo en casa de sus padres, como hasta ese momento, qué leches es eso de independizarse, eso es de pringaos. Esta es la versión ostentosa. ¿Ese tío o esa tía son pijos? ¡Quieren serlo! No quieren que se les moteje de tales, o sí lo quieren pero un poco a medias, desde luego, pero quieren a todas luces la apariencia, los bienes y el brillo que, si lo ven en otra persona, a ellos mismos les haría decir: «Qué pijo».
Esto es importante en los pijos de clase B: tienen la recámara siempre lista. No les cuesta ni medio segundo escupir el insulto a cualquier que pase por ahí, aunque cuidado con esto, que encierra una disfunción muy peculiar que ya iremos viendo: sólo hay valor para decir eso de «pijo» en segunda persona a alguien cuando este es familiar, muy cercano y de mucha confianza, y además no se está seguro de que sea del todo pijo. Si un pijo clase B está más seguro (esto no quiere decir que acierte, claro) de que otro individuo es insultable de «¡Pijo!», lo dirá en tercera persona, de lejos, a otro, y sin que el adjetivado lo oiga. «¿Esa? Esa es la pija del barrio», se le aclara a un amigo que está de visita en el distrito (y esto tiene más miga, lo veremos cuando tratemos los Pijos Clase D). «Fulano es un pijo, no hay más que ver qué corbatas nuevas se ha comprado», se dice en la oficina, diáfana desde la última reforma, maldita sea, lo cual obliga a tener todas estas conversaciones con cara de comentar el balance o la auditoría del mes pasado.
¿Y esto qué nos importa? Pues lo siguiente: un pijo clase B tiene como primer síntoma el pronunciar con frecuencia minutera la condición de pijez de otros. No para de achacar pijerío a su alrededor. Es como si viviera pendiente de ello. Es decir, vive pendiente de ello.
Porque aunque los pijos B siempre rechazarán que son pijos cuando se les espete que lo son, siempre están deseando que se les espete que lo son, porque eso es signo de que alguien se ha fijado en lo que ellos querían que se fijara: su nuevo reloj de visible precio espantosamente alto, su ropa evidente o aparentemente comprada en un viajecito a Saville Row (no viajan a Londres: eso lo hace cualquier medianía; ellos viajan a Saville Row), o su moto «como las del rally Dakar», que quién sabe por qué se la han comprado, si la usan para callejear por los atascos mañaneros camino al trabajo. Ah, sí, que se la han comprado para poder decir que se la han comprado. ¿A alguien se le ocurre que puede que se trate de imitaciones o sucedáneos?
Que no se nos olvide: estamos hablando de los pijos por ambición. Sí, parece imposible, pero es verdadero: hay gentes que quieren ser pijos, que ambicionan ser pijos, que no se dejan en paz a sí mismos hasta que saben que son generalmente bien admirados bien menospreciados como pijos: eso es que lo han conseguido. Que hablen de mí aunque sea para llamarme pijo. Pero si es para llamarme pijo, mejor. Porque eso querrá decir que me he elevado sobre los terrones del sembrado en el que se ha desarrollado mi vida infantil, o sobre los escombros que resultaron de la ruina de mi familia, o sobre los cardos que eran toda la cosecha que podíamos obtener en el pueblo semiabandonado y deteriorado por generaciones de mal cultivo y mal aprender, o sobre los baches de las calzadas del barrio y sus pintadas de supuestos artistas callejeros que sumergen en ruido visual cualquier fachada y cualquier escaparate bajo la coartada de su edad o de nuestra época y que tanto hay que alabar pero que no son más que signo de la mediocridad del distrito del que no puedo salir, o sobre las compañías tediosas de amigos y amigas de hace años que se entregan a, y me obligan a participar en, movidas del grupo por rancias que estén ya, o a callar algunas opiniones o a proclamar otras aunque no sean las mías; y yo con este Armani vuelo por fin por encima de todo eso, y me señalan al salir de casa, y al llegar después, hasta los que no me hablaban, o me hablaban sólo para sacarme tabaco y reírse de mí, y mi padre se tiene que envainar todos sus desprecios de aguerrido luchador de la Transición hacia el milenial, que ahora nadie me ha conseguido este traje ni este sueldo, nadie más que yo, y ahora en las comidas del sábado rara vez se oye más voz que la mía comentando el telediario, y ya no se oye nunca ese «tú qué sabrás» con el que llevaba 26 años cortándome cada vez que hablaba.
Está bien que a uno le llamen pijo si lo que uno quería es que le llamaran pijo.
Y eso es lo primero que quieren, como su nombre casi indica, los pijos por ambición.
Que, por supuesto, no es una ambición, ni mucho menos, exclusivamente referida a la sucia materia. En realidad, es mucho más intensa la pijez B cuando va asociada al mundo de lo intangible. Qué enigmático se ha puesto esto.