Teoría del pijo (9 y última)

Teoría del pijo (9 y última)

Jacob de Chamber

 

¿Cómo es posible que alguien «elija» ser pijo? ¿No es lo mismo que entregarse al linchamiento de la chusma, que ponerse al pie de los elefantes, que tirarse a una picadora de carne?

No.

Todo es cuestión de sabiduría. Ya hemos llegado hasta aquí, y hemos recorrido en nuestras vidas estas observaciones, que nos han llevado a la conclusión de que la Ley De Chamber es tan ineludible como la Entropía. Es como si nos tiráramos toda la vida escondiendo nuestra gran nariz para que no nos llamen narigón, o estirando nuestras vértebras para que no nos llamen bajo, o espachurrando nuestras tetas para que no nos llamen tetona. No, señor. Para eso está la adolescencia, para pelearse con estas cosas y acabar derrotado, pero contento: pues muy bien, si es que es lo que hay: soy narigón, o soy bajo, o soy tetona. ¿Y qué? ¿Es que hay por ahí alguien que no sea nada? Porque cualquiera le saca en un momento cualquier característica de estas a cualquier otro. Y con esto de la pijedad algo parecido. Como de todas formas te lo van a llamar, ¿qué te preocupa? ¿Es que acaso significa algo, va a tener consecuencias prácticas así de claras e importantes, lleva a algún sitio eso de que te llamen eso? Ya hemos visto que no.

Hace muchos, muchos años, se celebró en público una discusión que, aunque en el momento pocos lo percibieron, fue en realidad la apertura de una nueva era. Los contendientes eran, por resumirlo, jóvenes enérgicos pero de múltiples y hasta enfrentadas posturas en lo político, lo económico y lo trascendental. El argumento general se refería al nivel de vida, a los elementos de bienestar, al consumo y las carencias de las clases obreras, medias y altas. Los contendientes eran varias decenas, porque aquello fue muy pronto más bien una asamblea. Y de pronto se oyó una voz: «…tan rico como la langosta». Cayó sobre todos un silencio tan denso como el ámbar letón. ¿Quién había dicho eso? ¡Imposible! La voz había salido del bando de los obreristas, que hasta ese momento habían defendido la suficiencia de las sardinas en aceite y los torreznos incluso para, digamos, los banquetes nupciales; cualquier otra cosa era un exceso burgués. Pero eso de «la langosta» había surgido de entre sus filas. ¿Es que se trataba de una confesión de traición de clase? ¿Era una conversión súbita? ¿Una broma inoportuna en ese contexto sumamente grave de sardinas contra salmón? No: era un joven que había probado la langosta… ¡y estaba en el bando sardinero-obrerista! ¿Quién podía ser tan pijo de entre los obreros como para haber probado la langosta? Inmediatamente estaba localizado y acosado por las miradas de todos como si acabara de confesar un delito imperdonable. Pero él sabía lo que se hacía, y que se disponía a acabar con las discusiones de un plumazo. Preguntado por las fuentes de su sabiduría, sospechosas, respondió sin dudas: «Una cosa es que la langosta haya sido secuestrada por los burgueses para su exclusivo placer; otra es que está riquísima y que lo que tendríamos que hacer, en lugar de rechazarla, es reivindicarla para su libre distribución, a ser posible o, como poco, a precio de sardinas. ¡Langostas libres! ¡Langostas para los obreros!» No habrá que decir que, tras unos tres o cuatro segundos de pasmo y reacomodación mental, la propuesta fue aprobada por aclamación, la discusión/asamblea se dio por finalizada, y todos partieron, ahora moralmente más seguros, a pedir a sus familias que les reservaran una silla en la comida con langosta que celebraban todos los agostos para el cumpleaños del abuelo, silla hasta ahora rechazada (pero no por todos, hummmm) con múltiples excusas por tratarse de una comida burguesa, capitalista, opresora… ¡pija!

Cuántas verdades, cuánta teoría, cuánta historia se contiene en aquel breve episodio, seguro que no olvidado por todos los que lo vivieron.

Y ahí empezó a fraguarse esta Teoría del Pijo: con la primera observación de que, con toda la furia de conservadores agarrados o de revolucionarios iconoclastas, todos estaban deseando zamparse una langosta y lo harían en cuanto pudieran (o confesarían que ya lo habían hecho, hummmmm). De pronto, la langosta no era más que un bien objetivo, y ya no un signo de burguesía opresora, burguesía que en todo caso se la quería guardar para sí pero que ya podría ir poniendo sus barbas a remojar porque aquí llegaba el pueblo al ataque y a la expropiación crustácea.

¿No encierra eso todos los aprendizajes posteriores que hemos ido desgranando en estos capítulos? Como de todas formas te van a insultar de pijo, y además lo van a hacer con toda seguridad unos a los que con esos mismos argumentos que ellos emplean podrían ser igualmente insultados de pijos, dedícate a escoger de la vida lo que te agrade, siempre que puedas y no jodas al de al lado, o móntate la movida suficiente para llegar a poder escogerlo si es que todavía no puedes, y disfruta de lo que hay, que para dos días que quedan no vamos a jugar, encima, a albigenses de barrio, a ascetas hidropónicos, a faquires vestidos de Lidl.

Porque no te va a salvar nada de ser tildado de pijo, así que más te vale que te dé igual. Si te han gustado los jerseys de lana Shetland, con su cortecito en los puños y su cuello de pico, pero no te atreves a comprarte uno porque te llamarían pijo, y entonces te vas al Lidl recién mencionado y te compras la imitación Lidl del Shetland, de todos modos alguien va a decir: «Mira qué pijo, pudiendo comprarse un jersey Lidl normalito se ha comprado el que es imitación de Shetland, que vale lo mismo que el normalito, total dos duros -esto sólo lo dicen los viejos, pero se entiende-, pero que tenía que ser imitación, si es que es un pijo».

Pues para eso te compras el Shetland de verdad, que no te va a durar dos días sino mil, y no va a picar ni a apestar.

O las adidas de Beatriz. O los polos Pedro del Hierro, o Lacoste o Fred Perry: ¿por qué intentar disfrutar de las malas calidades, cuando puedes darte el gusto de un ejemplar o dos de buena calidad? ¿Es más pijo endilgarse esa única langosta al año que dos o tres raciones de gambas todos los sábados, como era -y en muchos lugares sigue siendo- el premio sabatino de ciertos sectores, digamos, obreros? ¿Por qué considerar pijo al que se compra un SUV Hyunday por no comprarse un SUV similar pero, por ejemplo, Jeep, de un precio más o menos cuádruple del primero? Porque míralo, no podía comprarse otra cosa que un SUV, aunque sea de los baratos, si total es por presumir, si en el fondo es un pijo. Es decir: no hay escapatoria.

Quizá, reflexionando durante los meses siguientes a estas lecturas, llegará el lector a terminar de percibir con todas sus consecuencias la Ley De Chamber, de la cual todo lo que exponemos no es más que expresión parcial.

Y que nos exigiría, en este momento, hacer listados de cuántos bienes de consumo y bienes inmateriales, de cuántas personas famosas o semifamosas o importantes constituyen la preocupación de los Calificadores Pijotricios. Listados que probablemente estos sí que tienen confeccionados, pero que no, lector, no te asustes, no vamos a incluir aquí.

Te proponemos que te entregues a lo inevitable pero que al mismo tiempo consideres que parte de ese inevitable es la condena a disfrutar de la vida lo que puedas: y si te tienen que llamar pijo por algo que has elegido e incorporado a tu vida porque te hace disfrutar, pues bienvenido sea el insulto: Pijo Por Elección.

Lo que no se puede tolerar es que vayas a rechazar algo que te atrae o te complace sólo para evitar que te llamen pijo. Recuerda: te lo van a llamar de todas formas, así que ¡elige tú por qué!

Y no caigas, por favor, en esa ciénaga idiota de la culpa. Eliges el piso para alquilar con los mejores servicios porque es justo y razonable querer los mejores servicios y no los peores. Eliges las amistades que también te eligen por el disfrute de la recíproca conversación, y no por lo que visten, aunque vistan. Eliges tal elemento de tu vestimenta, o de tu mobiliario, o de tus diversiones o de tus viajes, porque te agradan más que otros y porque te da la gana vivir con más agrado antes que con menos. ¡Ah! A no ser que…

¿Cómo que «A no ser qué…»? ¿No acababa aquí la Teoría del Pijo? ¿Es que va a haber más?

No. Es que ha surgido una excrecencia que nos lleva a otro lugar. Pijo ya eres, porque basta con que te lo llamen, o incluso que ni te lo llamen, para serlo; y llamarlo a menudo a otros también te hace pijo, así que eso ya está. Pero si encima hay culpa…, la cosa cambia. Es verdad que hay una categoría nueva, de hace unos veinte años para aquí, que en la actualidad ha crecido hasta dominar periódicos, televisiones, sectores del consumo, qué digo, electorados enteros:

Los Pijoprogres.

Lo cual nos lleva, en efecto, para entenderlos, a dar por concluida nuestra Teoría del Pijo, pero anunciar en Gloria y Fanfarria la próxima

Teoría del Progre,

que irá exponiéndose en esta misma sección.

Y con la esperanza de que os sea tan de provecho como esta que aquí concluye.