16 Mar Teoría del progre (1)
Teoría del progre (1)
Jacob de Chamber
Queridos amigos, qué alegría me da volver a veros a ese lado de la pantalla después de esta pausa vacacional y reflexiva. No nos olvidemos de que hemos aprendido mucho recorriendo juntos el complicado mundo de los pijos, que parece estar siempre a la espera de nuevas conquistas y ampliaciones. Pero ahora que volvemos a estar cara a cara, vamos a aprovechar para extender nuestro mapa de conocimiento social a ese otro que al final de las anteriores reflexiones apareció de pronto, como sin avisar, y nos obligó a mirar hacia él: el mundo de los progres.
Recordemos que la unión se produjo por ese puentecito del fenómeno más o menos novedoso y propio de esta época conocido como el pijoprogre. Os aseguro, lectores, porque yo estaba allí, que hace treinta años ni se había inventado esa palabra. Pero, ¿sabéis qué? Todos manejábamos ese concepto, unos sabiendo lo que significa la palabra concepto y otros sin saberlo, como sucede siempre. Ya desde antiguo era muy visible que entre los grupos más progres, y, dentro de estos, en las facciones más radicales, y, dentro de estas facciones, en las pandillas más extremas, en todos, por todas partes, encontrabas al final un coche que siempre habrías jurado que era propio de banqueros de Frank Capra, o por lo menos de ganaderos horteras de reses bravas, o encontrabas una vestimenta (ahora sois graduados en pijos, os va a sonar lo que voy a decir) con muchos cocodrilos de Lacoste o laureles de Fred Perry; y no digamos las actitudes y las americanas y los pañuelos en plan dandy o en plan estupenda, con labios pintados a lo Mondrian (es decir, con colores ultraaristocráticos), y por supuesto con narraciones como casuales de veraneos en La Concha o en Port de La Selva o en el Sardinero… pero no como cualquier Emma Penella con funcionario adjunto y bonos para la pensión, no, sino en el castillito de los Satrus (léase Satrústegui) en Igueldo, o en el Hotel Real de quincena con la abuela y los diecisiete primos, y guiones así. «Es el rojo de la familia», te decía compasivo alguien en cuanto notaba el arqueo de tus cejas. «¿Título nobiliario y de la ejecutiva de ese partido?», estabas a punto de formular. Pero siempre se te adelantaban y lo explicaban.
En aquellos tiempos previos a la Transición las cosas eran en España mucho, pero mucho, pero mucho mucho más enrevesadas de lo que luego están contando. Por supuesto, en justa correspondencia, frente a las narraciones más o menos de Marvel que hoy hacen algunos, si te ibas a la salida de las fábricas por los lugares donde había fábricas y repartías panfletos anti-cualquier-cosa-de-ese-franquismo-final, te ibas a llevar el chasco de comprobar hasta qué punto la clase obrera, ignorante o no de que hiciera falta su apoyo, brindaba su apoyo a ese estado de las cosas (¿nos atreveremos a decir «franquismo»?) que bueno, que sí, que vinieran los niños de la universidad a decirles que no estaban en el carril correcto de la historia y lo que quisieran, pero que los sueldos funcionaban y subían cada año un 8 o un 10%, que tenían seguridad social, y estaban terminando de pagar las letras de su 600 o de su Simca1000. Por recoger lo desplegado, digamos que a tanto hijo de la burguesía y de la alta burguesía metido a militante progresista correspondía un obrero metido a conservador del estado de las cosas, a ver si les iban a fastidiar el buen empleo que por fin les duraba y les pagaba letras de electrodomésticos y pequeños sueños que sus padres ni se atrevieron a tener.
¿Y todo esto a qué viene? A lo siguiente: tal como más de uno y de cien ensayistas (literarios y cinematográficos) han dejado claro, a estas alturas en cientos de obras, la cosa progre en el franquismo tuvo cierta proporción de clase obrera, o de pequeñoburgués humilde y de convicciones progresistas, pero cuando por fin cobra potencia, posibilidades y habilidad es cuando es mayor la proporción de hijos de la clase media e incluso de la clase media-alta. Con conocimientos y aficiones muy poco obreros tales como la cocina y su jerigonza, las mil maneras de preparar un dry martini, las mejores tiendas de ropa sport elegante en París y por supuesto las trattorias de Roma de obligada visita. Y ya no en mayoría, sino en inmensa mayoría, estudiantes universitarios (o por lo menos matriculados, ya se sabe) o recién licenciados, abogados jóvenes pringando para grandes firmas progres de abogados, ginecólogos a la última de las invenciones de nuevos anticonceptivos (por aquel entonces sólo tres o cuatro marcas) también trabajando de juniors en consultas de ginecólogos de prestigio, y personajes así.
Es decir, el progre con posibles, el progre con respaldo familiar, con gustos de consumo digamos prescindible o con ambiciones de eso que algún juez llamó lujo y ostentación, fue y ha sido casi siempre el verdadero progre.
Cabe, entonces, preguntarse: ¿hubo alguna vez once mil progres no pijos o qué sé yo, obreros, humildes, precarios, proletarios de los antiguos?
Iremos viendo la respuesta a lo largo de estas constructivas reflexiones.
Entendamos desde ahora que claro que hubo obreros de los de verdad, obreros-obreros, de esos de los que hablan los clásicos, obreros de la industria pesada o de la construcción o de la industria luego algo más ligera pero industria, que además de serlo tenían convicciones de las que hoy llamaríamos sin demasiado esfuerzo progresistas. Pero eso nunca recibió ni como insulto ni como simple descripción el adjetivo progre. «Ese obrero es un progre», hagamos el esfuerzo mental de reconstruir la situación, nunca se dijo. Si un obrero era «progresista», se le reconocía tal condición y si se mencionaba se mencionaba así, con la misma ecuanimidad con que se diría, y se decía, «Ese obrero es católico», por ejemplo. Pero un obrero-obrero nunca era ni fue progre.
Progre era un adjetivo reservado a los progresistas que no eran obreros.
¿Ha quedado más o menos claro? Porque este es un primer gran hallazgo de estas investigaciones, y como tal lo debemos dejar reposar antes de continuar con la siguiente entrega.