15 Feb Cave, espinosa (11 y último)
Ramón Nogués vuelve a dirigirse al lector
Y estas son todas las cartas. Qué iba a hacer con ellas, a quién le iban a importar. ¿Spinoza le importa a alguien hoy, más allá de cuatro o cinco frikis y de algún demente de esos que daban clase de espaldas a los alumnos?
Decidí que me daba igual si eso importaba a pocos o a muchos; como mínimo, esto podría ser parecido a guardarse para uno solo un goya o un zurbarán encontrado en el desván del caserón familiar. Pero, por otro lado, ¿iba a poner estas cartas en manos de cualquier idiota de político para que desaparecieran en algún archivo de acceso imposible? ¿O para que jugara con ellas como un mérito de su partido frente a los partidos rivales con toda seguridad en una lucha trivial y estúpida sobre un presupuesto de bolardos o de barandillas de la plaza? ¿Iba a tener que enfrentarme al dragón de una muchedumbre spinoziana?
Naturalmente, una vez pasados los sofocos de la lectura, las escaneé y me guardé una copia. Lo siguiente fue ahogarme con ese debate de qué hacer con ellas. No pude evitar el error de llamar a mis hermanos y a algunos primos. Al principio parecía que esperaban la llamada, porque sus contestaciones eran sospechosamente iguales: dame esas cartas que las vea yo, y las evalúe, y ya veremos lo que hacemos. De pronto había ahí una primera persona del plural muy amable, muy compañera. Al tercero o cuarto ya me pilló avisado, naturalmente, y llegué a tiempo para responder: pues tú me dejas durante un tiempo la bisutería esa que te llevaste de aguamarinas y amatistas, también la evalúo por mi parte, y a ver qué hacemos. Y eso sin tener en cuenta que sólo uno o uno y medio habían oído antes hablar del filósofo.
En fin, sin mucha ayuda, como era de esperar al ser el verdadero y único representante de la Segunda División familiar después de la muerte de la única consanguínea que me acompañaba en esa condición, seguí como si tal cosa, buscando por mi cuenta y por mis solos medios una solución al problema. Unas cartas no exactamente de Spinoza pero indudablemente de gentes importantes que habían tenido que ver, y de qué manera, con él, no tenían que acabar en el olvido, ni por supuesto en la basura, ni en masticador de prestigios editoriales ni en Franciscos Ricos, que se acabarían atribuyendo a lo mejor hasta la propia Ética del luso-holandés y seguramente hasta su famosa correspondencia con media Europa. Pensando, pensando, pasaron los días de vacaciones, y llegó el momento de despedir a una hija que se había encontrado un buen puesto de trabajo a dos mil kilómetros, del que volvía de vez en cuando a la casa paterna se diría, a veces, para poner puntos sobre íes y dejarme hecho polvo, como padre boomer, blando y vulnerable que soy, y convencido tras cada viaje de haber merecido por fin su definitivo aborrecimiento (a veces por carca, a veces por progre de la cosecha del 77, a veces por estar concentrado en mis trabajos y no hacerle suficiente caso, a veces por preguntarle demasiado por su bienestar: en efecto, no hay forma de acertar, y no sólo con los bebés).
– Pues qué vas a hacer, está claro, ¿no? ¿No tenías dos o tres colegas de tu edad en la facultad de filosofía con los que decías que te llevabas tan bien? Vamos, digo yo. Y además, ya basta, papá, que sólo tengo veinte minutos antes de salir para el aeropuerto.
Pues era verdad. La facultad de filosofía. De momento no se me ocurrió la respuesta a la pregunta que en una novela tendría que ir en este lugar: ¿por qué no lo había pensado antes?
Así que me planté una bonita mañana de finales de septiembre en aquellos oscuros pasillos de granito verde y rojo, con esos paneles de madera y muchas de sus aulas todavía con bancos de cincuenta años atrás. No diré cuál era mi departamento favorito por evitar querellas, y además porque no importa. Llamé a la puerta y acto seguido la abrí, tal como se hacía desde siempre. Esos despachos son poco más que cubículos atestados de mesas y forrados de estanterías de vitrina. Sobre una o quizá dos de esas mesas bien adosadas en el centro (es decir, a sólo tres o cuatro palmos de las estanterías de las paredes) estaba sentada una joven, o eso me pareció, con la camisa abierta y los brazos bien extendidos a cada lado, de espaldas a la puerta. A cada lado, una compañera o amiga o algo sostenía entre las suyas una mano de la sedente, sobre cuya palma soplaban mientras emitían una especie de canturreo. Se interrumpieron ambas (o quizá la soplada también canturreaba, no lo percibí con claridad ni con distinción) y la más joven me soltó, amable:
– ¿Qué pasa, es que ya no sabemos esperar a que te digan pase o adelante? ¿O es que los machotes ya habéis decidido dejaros de disimulos?
Eran, evidentemente, alumnas de primer curso, o puede que incluso del curso Cero.
– Yo, perdón, en fin, pensé que, buscaba a…
– Que no, que no, que siempre os ponéis a simular humildad en cuanto se os ve el plumero, pero que no cuela. ¿Quién os creéis que sois? ¿Marco Antonio chuleando a Cleopatra?
La otra sopladora interrumpió con aparato:
– ¡Nogués! ¡Este tío es Nogués! Sí, ese del que han hablado tanto en… Cuando se ponen en las clases del siglo XIX que si la plusvalía, que si Hegel… -se dirigió ahora a mí-: ¿Qué pasa, Nogués, que vuelves a dar clase?
– No, traigo un material en esta carpeta que puede que… ¿Está Rafael Orden todavía por aquí?
– ¡Huy el Orden! ¡Qué va a estar! No nos costó demasiado deshacernos de él. Saber, sabía, pero esas cosas que decía de que si el trueque no mola, de que si Schopenhauer esto o lo otro… Y todo, oye, varones blancos. Así que le dijimos: puerta y sitio a una de las nuestras, o ya sabes, y canceladito te vas a quedar. Lo que pasa es que le llegó la jubilación.
Recorrí unos cuantos departamentos más de mi antaño casa intelectual, y por supuesto no encontré a nadie de mis conocidos y desgraciadamente abandonados durante estos años. Todas esas veces que había sentido el impulso de llamar a uno o a otro tenía que haberlo hecho. Lo vamos dejando pasar, y al final hay esto, que se parece mucho a la nada.
En un despacho estaban celebrando una asamblea de cinco componentes para decidir el cierre de la facultad por su tibio apoyo al ministro, que se merecía, al parecer, más entusiasmo. En otro, que en tiempos había sido el más activo y casi febril de la Casa, siempre entre revoloteos de libros de Gredos en una dirección y en otra, y nunca con menos de diez o doce lectores y escritores, ese día había una sola lectora joven abismada en las cosas de Plotino, a la que estuve a punto de desanimar; pero la mujer parecía disfrutarlo tanto que no me metí en el asunto. Nadie, en despacho ni en departamento alguno, parecía interesarse por mi material, aunque algunos, como esas muchachas del principio, sí conocían mi nombre. Creo que en general intentaban componer cierto gesto de guasita al pronunciarlo, pero eso ya sucedía antes de que yo abandonara el centro, simplemente porque no quise afiliarme a lo que era de buen tono afiliarse ni colaborar con quien había que colaborar, si es que aspirabas a no ser zancadilleado en cualquier esquina o escalón de tu quizá futura carrera profesional en la facultad (o de las escaleras, que los más feroches del 15M estaban por entonces gestándose ahí).
Ni en el bar. Nadie que yo conociera y que lo mereciera estaba por ningún lado.
Otros amigos me encarrilaron hacia cierto editor y crítico o comentarista que acababa de dejar de serlo (ante la seguridad social, digamos), pero su excesivo uso del hipocorístico «Gabo» sin venir a cuento, y la mención a Gabriel García Márquez cada dos frases y a la amistad que le unió a él hasta el punto de ser casi el autor de la mitad de sus páginas, me fueron desanimando. Terminé por descartarlo cuando me desperté, y me di cuenta de que llevaba los últimos 40 minutos dormido con los ojos abiertos y sin parar de escuchar Felipe para referirse a Felipe González, Alfonso, para referirse a Alfonso Guerra, Juan Carlos para el anterior rey, Adolfo para Adolfo Suárez, Francis para Coppola, Martin para Scorsese, y así otros yo diría que cientos y cientos; el colmo, y mi despertar, fue cuando soltó «yo le dije a Gal que tenía que coger ese papel de Wonder Woman, que ella no quería». Hasta ahí podíamos llegar. Gal Gadot. Era como si este tío hubiera ido al recientemente fallecido colegio Estilo de Madrid. Y sé de lo que hablo, porque yo fui a ese colegio.
Vagué durante días con las cartas en el bolsillo derecho de mi anticuado abrigo de lana por una Castellana vacía de coches y de personas, fría, ventosa, como si todo en el mundo se hubiera paralizado o destruido por alguna causa incontrolable. En más de una ocasión me senté a llorar en los bloques de granito descartados, desordenados, tirados de cualquier manera como en una escollera en las que iban a comenzar a ser dentro de poco las obras del nuevo ensanche, más al norte de la plaza de Castilla. Salían los trenes tristemente de la estación de Chamartín, a mis pies, y fue precisamente su lento compás el que por fin me iluminó. Su traqueteo parecía decir radi-cal, radi-cal, radi-cal. Muchas decenas de trenes tuvieron que pasar para que yo entendiera por fin: ¡eso es! ¡La web de Rafael! ¡Filosofía no radical!
Y aquí te las he ofrecido, y nadie gana nada, sobre todo los que no deberían y querrían, y aquí están a disposición de todos. Espero que las hayáis disfrutado, y que las disfrutéis en relecturas, o que las uséis al dar clase.
Vale.