Cave, espinosa (3)

Cave, espinosa (3)

 

(No introducimos resumen de entregas anteriores por la facilidad de acceso a las mismas desde el Home)

 

(Cont. cap 1).

 

Del mismo capitán

Al mismo licenciado

Verdadero amigo:

Qué sensación extraña de tiempo detenido: ¿acaso no somos treinta años más viejos y más heridos, y de estos treinta los últimos cinco o seis sin saber uno del otro, y de pronto estamos hablando, bien que por escrito, como si ayer mismo nos hubiéramos despedido en la taberna? Yo en Madrid y tú en Alcalá, bien podríamos en un futuro cercano reunirnos en mi casa o en la tuya. Pero (permíteme que sea así de brusco) no antes de que hayamos despejado este asunto que mí tanto me estorba, para el cual he solicitado tu ayuda. Me das licencia, según entiendo, para confiarte lo que a nadie más puedo confiar, de modo que lo haré llanamente, y ya tendrás tiempo de pedirme aclaraciones.

Debes saber que a punto de obtener mi licencia, después de veinticinco años de servicio, buenos ascensos y un prestigio sólido, fui llamado por las más altas autoridades de la milicia para una última misión de esas que a menudo me encargaron, a causa de mis lecturas, y que se han dado en llamar misiones de información.1 De siempre habían sido causa de mofa mis anteriores estudios, que por más que yo, al principio de mi vida militar, intenté ocultar, inmediatamente acabaron siendo argumento de bromas y menosprecios de todos los españoles desplazados a Flandes, y yo diría que a las Indias y a Cipango, aunque quizá exagere (ni siquiera sé si hay españoles en Cipango); pero sucedía que no podía dar un paso sin que alguien me remedara recitando una poesía (cosa extraordinaria, pues nadie me había visto jamás hacerlo, ni me verá) o perorando metafísicas (que sí, como tú muy bien sabes). En fin, aparte de algún mamporro que tuve que llegar a dar, más que nada como anuncio del precio en sangre nasal que yo había puesto a ciertos excesos paródicos, las cosas no pasaron a mayores. Y como en las (¡Dios sea loado!) pocas y rutinarias acciones bélicas que se nos presentaron, en estos tiempos en los que los Doce Años ya habían dejado su huella, y que Münster terminó de edificar (que la de Westfalia será más nombrada; pero, en lo que a nosotros afecta, la firma de Münster es la que ha colocado las cosas en su sitio), demostré que me da igual morir de un arcabuzazo que de viruelas o de una oda de Góngora, las guasas cedieron, el respeto se impuso, los ascensos fueron cayendo sobre mí, y mis nefandas aficiones filosóficas parecieron ir olvidándose.

Poco ha habido que guerrear, es cierto, y nadie podrá decir que los ejércitos de Flandes en esta última mitad de nuestro siglo hayan sido constructores de imperios. Pero mal que bien hemos cumplido con lo nuestro, y mentirá el que afirme que Malinas o Lieja no son ciudades prósperas, y sus comarcas no son suficientes, y que por ellas no se puede caminar con seguridad y despreocupación, que era lo que nos encomendaron, o al menos así lo interpreté yo.

Con guerras mayores o menores, o incluso sin guerras, los que hemos acudido a la llamada de la milicia tenemos nuestra tarea, hacemos nuestros esfuerzos, cumplimos nuestros años, y envejecemos con las mismas ganas de retirarnos que puede acabar teniendo cualquiera en su oficio. Ya sabes que mi inexistente fortuna familiar, la imposibilidad, por mi carácter, de continuar el camino de los negocios o la docencia  aunque sea particular, como tú has hecho, y la necesidad de «añadir acción al pensamiento», tal como bromeábamos entonces, me llevó la profesión de las armas. Ni he sido el primero, ni seré el último. El señor Des Chartes o Des Cartes o Descartes, que en gloria esté a pesar de la que nos ha dejado liada, es buen ejemplo. No me equipararé a él más que en el oficio marcial. Y sin darme cuenta, ya vamos entrando.

Comencé diciéndote que me llamaron para una última misión. Me sometieron a  docenas de antesalas, a cien escoltas por larguísimos corredores, a paso nervioso, de camino a puertas que se dirían impracticables por su tamaño, y a mil y un paseos de espera sobre alfombras que de mullidas y desacostumbradas de mis ancas me hacían oscilar como falúa bajo galerna. Ya estaba seguro de que me iban a poner a los pies del mismo Rey Nuestro Señor, cuando me hicieron pasar a aquella sala que era evidentemente el fin de todo el recorrido, de todos esos días y todos esos viajes. Pero no había tanta solemnidad como yo había previsto. En realidad, la sala era poco más que un refectorio, apenas adornado con un par de retratos de santos. Además, toda aquella volatería que se había ido acumulando de escribanos, consejeros, correveidiles, y algunos otros más afilados y hasta de aspecto peligroso, desapareció. Afortunadamente, casi al punto se abrió la puerta de la pared opuesta, y entró por ella un ancianísimo fraile agustino que se presentó como el hermano Tomás. Por supuesto, a esas alturas yo no tenía ninguna duda de que me conocía perfectamente, de modo que no me dejó ni presentarme. Me recitó el recorrido de mi vida, con voz apenas audible y sin separar los dientes. Como si fuera el último capítulo de la misma, añadió sin cambiar la entonación:

-¿Conocéis al marrano llamado Benedicto o Benito de Espinosa?

-No personalmente, pero a menudo he oído hablar de él –fue un alivio poder soltar el aire. Yo no recordaba haber incurrido en delito de interés para la Santa Inquisición, pero eso de no recordar nunca les ha importado demasiado a los del Santo Oficio.

-Sí, todos hablan de él. Pero pocos han hablado con él. Yo sí, hace muchos años. Tuve el privilegio de empujarle, o más bien de sugerirle el camino correcto. Vais a ir a entrevistaros con él, y le vais a preguntar por Dios. Veamos si mi enseñanza ha dado frutos. Las cosas han empeorado en los últimos años, y es necesario alguien ducho en palabras y en espadas para acercarse al marrano, y así hay pocos. Volveréis a saber de mí cuando estéis con él.

Y salió de la estancia con las últimas palabras a medio concluir. Como si hubieran estado escuchando, o vaya usted a saber por qué misteriosos mecanismos de coordinación, los avícolas escribanos o lo que fueren abrieron la puerta por la que yo había entrado y me invitaron con gesto perentorio a abandonar la sala. No hubo más. Tengo un vago recuerdo de que comencé el ademán de preguntar a uno o a otro, pero ni la pregunta ni el gesto llegaron a serlo del todo ante la actitud urgente y autoritaria de todos. Te ahorraré los episodios irrelevantes que me condujeron a verme a mí mismo, poco tiempo después, ante la puerta del conocido Benito de Espinosa. Y sólo haber llegado hasta aquí ya hace que mi pluma tiemble, y que yo tema una vez más por el lector inocente de lo que pudiera ser que algunos consideraran ilegítimo de leer, de modo que concluyo por ahora, una vez más preguntándote, ahora que tienes más elementos para contestar, si prosigo.

Afectuosamente.

Madrid, febrero de 1678