Cave, espinosa (4)

Cave, espinosa (4)

(No introducimos resumen de entregas anteriores por la facilidad de acceso a las mismas desde el Home)

(Cont. cap 1).

 

Del mismo licenciado

Al mismo capitán

¡Benito de Espinosa nada menos! Eso es meter las manos en aceite hirviendo. Pero no temas: a mí con esas. Nunca quisimos, en nuestra antigua camaradería (que quiera Dios estemos recuperando con estas) más que saber filosofías, festejar las fiestas, perseguir buenas mozas y solearnos a la orilla del Henares; luego acabamos quizá sabiendo algo, pero sobre todo guardando las fiestas, sin fuelle para persecuciones ni de mozas ni de nada, y con severos consejos médicos contra las quemaduras solares. Y lo que más odiábamos, esos señores serios con barriga, barba y manchas en las manos, a salvo de corchetes ventajistas, con amistades protectoras, familia extensa y algo más de carnero que de vaca…, pues en eso nos hemos convertido al final. Por lo menos, yo me he convertido en ello. Aunque intento no dejar de reírme, no insultar a quienes pretenden a mis hijas (que ya está mi señora esposa para eso) y tratar a mis alumnos de modo muy diferente a como los tratan y nos trataron en la universidad. Cuando vienen a mí, digo yo, será porque eso es lo que buscan: que alguien les explique la res cogitans de un modo inteligible. No puedo decir que sea lo que menos me agrade de entre mis tareas. Contar fanegas de avena, calcular sisas y mermas, sumar y restar corderos y a todo ello quitarle como sin quitarle lo que tantos me quitan y así se contentan; y luego llegan mis alumnos a mi gabinete, y ahí no entra nadie más que Des Cartes, o quien yo diga. Supondrás cuál es mi gusto.

Así que Benito de Espinosa. Cave. Seguro que ya sabes que hasta los mismos cartesianos tienen por aquí y por todas partes sus amigos y sus enemigos. ¡Y qué intensidades alcanzan esos amores y esos odios! Imagínate, entonces, lo que se dice y se deja de decir del marrano. No se dice precisamente en voz muy alta, pero no se deja de decir. Pocas veces alguien con tan corta obra ha sido tan comentado. Muchos conocen a alguien que conoce a alguien que se carteaba con el holandés o portugués o lo que fuera. Y todos hemos oído lo que alguien decía que le habían dicho que estaba escrito en esas cartas. ¿Sabremos ahora, que ya está muerto, lo que de verdad pensaba el discutido, más allá de sus cartas? Imagínate que toda la obra del santo de Aquino estuviera en sus cartas. Cartas y más cartas… Eso y poco más, y una pequeña obrita, es lo que tenemos de Benito de Espinosa. Claro que, ahora que lo pienso, mucha de la obra de los grandes padres es también cartas y más cartas. Le daré vueltas al asunto.

Me distraigo, como puedes ver. Tú tan preocupado por lo que se adivina grave y sombrío, y yo con mis frivolidades. ¡Conociste al mismo Benito de Espinosa! Sé que a partir de ello, tienes mucho que contarme. ¿Qué misterio es ese de un fray Tomás anciano y de un viaje a La Haya? Escríbeme sin rubor. Estoy a salvo de cualquier cosa que puedas temer, porque me he convertido casi en aquello que odiábamos. ¿Diría Espinosa que inevitablemente? Explícamelo.

Y recibe un abrazo de tu amigo.

Alcalá, marzo de 1678

 

 

 

Del mismo capitán

Al mismo licenciado

Mucho me temo que lo que debo preguntarte no es tan filosófico como mundano, y que la ayuda que acabaré solicitando de ti no va a ser tanto de comprensión como de un orden más práctico. Me facilita mucho las cosas saberte tan enterado de la existencia y las enseñanzas del judío holandés. Recapitularé: a causa de mis antiguos estudios, y a un tiempo de mi práctico oficio profesional posterior, fui requerido por alguien de indudable autoridad para investigar ante Benito de Espinosa sus opiniones acerca de Dios. Se me añadió el aviso de que recibiría nuevas instrucciones.

¿Podrás imaginar mi desconcierto ante semejante encargo? Igual que tú, y que todos los interesados en estas materias, yo también conocía a alguien que conocía a alguien que conocía a de Espinosa. Además, no se puede decir que el hombre, a pesar de sus intenciones contrarias, haya pasado desapercibido en vida. Pocos son capaces de rechazar un puesto de profesor en Heidelberg sin que inmediatamente todos hablen de él, normalmente para mal. Aunque hay que decir que no estuvo desacertado el caballero, visto lo que luego tuvieron que sufrir esos profesores a manos de los siempre dúplices franceses, cuando tomaron la ciudad.2 Precisamente, cuando algo más tarde el señor de Espinosa viajó a Utrecht para entrevistarse con la diplomacia francesa (no sé qué precauciones me hacen evitar a estas alturas decir que se trataba del príncipe Condé; me va a costar cambiar las costumbres de tantos años), para qué quieres más: no había holandés ni cristiano ni judío que no pronunciara su hispánico apellido. Ahí es cuando supe de él, y tuve ocasión de contemplarle en un par de ocasiones sin que nadie lo supiera ni me viera. Aunque de nada sirve ya que te oculte lo que sin duda supones acerca de mis trabajos para la corona en estos últimos años de mi servicio. Las fuerzas y los huesos están para lo que están, y a partir de cierta edad se ven sustituidos por los conocimientos, o quizá por la simulación. Sea como fuere, vi con mis propios ojos a Benito de Espinosa tratando con el enviado del rey francés, y luego alejándose de él, y nadie me vio a mí, o más bien así me lo pareció, y lo subrayo porque en mi opinión ahí comenzó a pensarse en la misión que más tarde me llevaría a conversar con él en sus últimos días de vida. Es decir: Dios. Cualquiera que lea estas últimas palabras (y seguro que tú no) podría pensar que me he vuelto loco. En ciertos momentos yo mismo lo pensé, pero no de mí sino de mis superiores. Veamos si soy capaz de seguir adelante.

Hace muchos años, ese fray Tomás que después me ordenaría el trabajo del que te escribo, había visitado al filósofo en su casa de Amsterdam. El hombre, al parecer, vivía entonces en la peor de las situaciones, rechazado por su propio pueblo y condenado hasta el extremo de tener prohibido incluso el comercio con cualquiera de los que a este perteneciera. Era ya famoso por su erudición a pesar de su juventud. Se dice que sintió la necesidad de dominar la lengua latina a los veinte años, y a una edad tan tardía como esa se propuso estudiarla, y vaya si la estudió, que se contaba que la escribía al cabo de un año con tanta soltura como el español, el portugués, el hebreo y el mismo neerlandés (que así llaman algunos al dialecto de las Provincias Unidas). En fin, un estudiante de esos que salen tan raramente como un trébol de cuatro hojas en un prado. Pues es el caso que ese fray Tomás nunca dijo, ni desde entonces nadie ha sabido muy bien, por qué fue a entrevistarse con un personaje así: marrano, y después ni siquiera marrano, español de origen familiar, y ni siquiera español sino posteriormente portugués, pero nacido en las mismas Provincias Unidas, profeso en la fe de Moisés y luego renegado, o quizá expulsado antes que renegado (o todo a un tiempo, que esto es un lío de padre y muy señor mío), y en definitiva un hombre fuera de todo territorio y se diría que hasta fuera de todo tiempo. ¿Qué podía querer ese fray Tomás de alguien así, y por añadidura joven en la veintena, es decir, ni siquiera un gran personaje consagrado del Estado civil ni de ningún otro, hace diecinueve años?

Al parecer, tal como me dijo, su opinión sobre Dios.

No era fácil comprenderlo. Es verdad que a esas alturas todos se hacían lenguas acerca de un pequeño tratadito teológico-político, que sin duda conocerás. Y más que de esa obrita (al fin y al cabo, una más entre otros cientos de obras similares que por allí se imprimían cada año), de sus reyertas dialécticas con los notables de su propia raza. Debo añadir que no sólo dialécticas, pues en más de dos y de tres ocasiones he oído contar una bonita historia de pedradas en la cabeza, deudas y perdones inesperables, que pintan a nuestro personaje no sé muy bien si como el judío cobarde y escondedizo del que tantos hablan, o por el contrario como un ángel de caridad y reconciliación (lo que significa que las pedradas se las llevó y se las quedó, y el dinero que le debían no se volvió a ver).

¿Qué podía importarle a nuestro fray Tomás la opinión que tuviera nuestro manso Benito nada menos que sobre Dios?

Pues he de decirte que, con toda seguridad, le importaba la materia a muchos y más importantes de lo que entonces era el fraile: al poco de su conversación, llamaba a la puerta del filósofo (hoy estoy seguro de que lo hacía obedeciendo órdenes como las mías) el capitán Pérez de Maltranilla. A continuación, instituyeron una especie de salón de españoles y portugueses alrededor del personaje, hoy sé con certeza que con no otra intención que la de obtener información 3: los nombres de todos los participantes estaban en poder del Santo Oficio antes de un año, y el mismo capitán tenía que responder a muy similares requerimientos, me temo, a los que hoy me obligan a mí, y me llevan a pedirte consejo.

¿Qué podía querer el Santo Oficio de un filósofo sin obra, que nunca ha sido ni ha pretendido ser cristiano ni romano ni hereje, rechazado por el pueblo maldito en el que nació, y además extranjero, habitante en tierra extraña, enemigo de nuestros enemigos, y ajeno a nuestros asuntos? ¿Qué puede importarle a nadie, y menos a los frailes Tomases, lo que piense o deje de pensar de Dios?

¿Por qué crees que, casi veinte años después, seguía interesándole? ¿Qué sabes tú de Benito de Espinosa, quizá por tus cercanías a la docencia, que me pueda ayudar a comprender lo que a continuación tengo que narrarte? Me apremia una circunstancia temible, similar a alguna de las narradas, y no me preguntes más si eres capaz de suponerla.

Madrid, marzo de 1678.