Cave, espinosa (5)

Cave, espinosa (5)

(No introducimos resumen de entregas anteriores por la facilidad de acceso a las mismas desde el Home)

(Cont. cap 1).

Del mismo licenciado
Al mismo capitán

Si he de suponer lo que he de suponer, y supongamos que lo supongo, debo empujarte de una vez a que te franquees y alivies lo que tanto parece pesarte en tu pensamiento y en tu escritura. Nada temas por mi parte ni por mí. Puedo adelantar unos primeros pasos, por si, al modo de los niños chicos, la imitación te facilitara el caminar.

Sabemos en Alcalá que Benito de Espinosa comenzó siendo un estudioso cartesiano, después de serlo, como todos los de su raza, de las Escrituras en esa versión hebraizante que manejan con tanta soltura los rabís. Sabemos que su profesor, el muy conocido Van den Enden, además de ateo era cartesiano furibundo. Una vez más, cave: ya es difícil ser ateo y cartesiano a un tiempo; pero lo es más serlo en tierras de calvinistas como aquellas (que a la Iglesia de Roma poco le puede dañar la nueva filosofía de Descartes, por más que haya quien así lo proclama).

Sabemos, sobre todo, que explica el conocimiento de un modo original, razonable y discutible (que una cosa parece llevar aparejada la otra, afortunadamente): que hay cuatro grados que según quién los explique reciben un nombre u otro, y que a mí me gusta llamar, por orden, de oídas, de experiencia, de deducción errónea y de cálculo necesario; sabemos también, y discutimos mucho, algo que al parecer ha repetido en muchas de sus cartas (de esas que tantos han oído que ha escrito): que las ideas falsas tiene su origen en la imaginación, es decir, en ciertas sensaciones ocasionales y aisladas que no proceden de la facultad misma de la mente sino de causas extrañas, a saber, según las diferentes impresiones que recibe el cuerpo en vigilia o en sueños 4. Y que la experiencia no la necesitamos jamás, excepto para aquellas cosas que no se pueden deducir de la definición de la cosa, como por ejemplo la existencia de los modos de la esencia, ya que esta existencia no se puede derivar de la definición de la cosa; es decir, que la experiencia no nos enseña la esencia de ninguna cosa. 5

En fin, conocemos que se le acusaba de casi todo lo que se le puede acusar a un hombre honrado, y sólo hemos sabido a retazos de su participación en el desasosiego político que ha dominado su tierra hasta hace poco. Quiero darte a entender con ello que aunque no con la minucia y el detalle con el que conocemos al santo de Aquino o a Descartes, estamos en Alcalá algunos, y yo en particular lo estoy, preparados para entender nuevas informaciones sobre el personaje. Quizá por mi dedicación docente habitual, bien que al lado y no dentro de la universidad, pueda yo conocer algún pormenor filosófico que tus trabajos te hayan obligado a soslayar (aunque no creo que esto se haya dado en mayor medida), y lo más que puedo hacer al respecto es asegurarte que lo que cuentes será comprendido, y que podrás asimismo preguntar con toda libertad, que en la medida de mis posibilidades obtendrás respuesta tan inmediata como esta. Sigo pensando en que todo son cartas y cartas. A veces no es necesaria una gran obra ordenada para expresar una gran idea, ¿no es cierto? Algo me ronda el pensamiento.

Alcalá, abril de 1678

 

II

 

Del  mismo capitán
Al mismo licenciado

¿Ha sido intencionado o mera inadvertencia que entre todos los asuntos relacionados con el señor de Espinosa, el único que no has tratado haya sido precisamente aquel por el que me preguntaron, pregunté y te pregunté? ¿Dónde está Dios en tu escritura?

Lo diré de una vez: tengo que dar cuenta de lo hablado con Benito de Espinosa a las altas autoridades que me encargaron hacerlo, y de algo más que lo hablado, y aunque mis luces van agotándose con el paso de los años, no dejo de reconocer el peligro allí donde humea. Además… No entraré por el momento en otros caminos, y dejémoslo ahí. Te lo voy a pedir lo más abiertamente que puedo: necesito que me ilumines, tú que mantienes bien regada la planta del estudio y de la filosofía, a presentar lo hablado de un modo que no me comprometa. ¿Por qué me iba a comprometer? Es largo de explicar, y es imprescindible evitarlo, y espero que vaya apareciendo ante tu vista con la sola narración de mis entrevistas con el judío.

Vivía nuestro Benito en un discreto apartamento trasero de una edificación de las afueras de la ciudad de La Haya. La casa toda era o es de una familia cristiana pero hereje con cientos o miles de hijos que salían a abrirle la puerta a uno casi antes de haber dejado caer la aldaba, que ni siquiera llegaba a oírse por entre la algarabía de mocosos. En fin, con las elementales cortesías cumplidas con el señor de la casa, este, gentil, le conducía a uno al patio, al otro lado del cual se alzaba una pequeña construcción. Es de señalar que ni uno solo de los ruidosos cachorros humanos se atrevía siquiera a poner un pie en ese patio arenoso y amplio, de modo que al entrar en él quedaba atrás el ruido y se pasaba a una especie de sobrio jardín (en aquellas humedades sin sol abundan más el musgo y el verdín que las hortalizas, como se podrá suponer), jardín al que daban las ventanas todas de nuestro anfitrión de Espinosa. Parece que habían acordado una renta por el alquiler de esa construcción trasera, que el judío ocupaba en su planta superior, sobre unas recovas en las que la familia acumulaba muebles y trastos sin uso claro.

Es curioso que una persona con tan corta obra como de Espinosa, y de tan joven edad, se hubiera convertido casi en una autoridad de visita obligada para tantos y tantos estudiosos y no tan estudiosos, que al parecer celebraban tertulias regularmente, y ello con independencia de los numerosos cambios de domicilio de nuestro personaje, primero dentro de Ámsterdam y más tarde a otras localidades, y por fin a esta de La Haya, donde tuvo el último de sus domicilios. Y también es muy de notar cuántos españoles frecuentaban estas conversaciones, y el ambiente tan tranquilo y desenfadado que se imponía. También será necesario subrayar, esto para nuestro coleto, que en todas partes cuecen habas, y mucho más de lo que a los españoles nos suele parecer, que creemos que la nuestra es la casa de peor patrón y gobierno, pero eso lo decimos sólo porque no miramos mucho en las de los otros: los peligros y los daños que ha sufrido y ha estado a punto de sufrir, especialmente al final de su vida, nuestro Espinosa, a manos de los herejes luteranos o calvinistas o qué sé yo (y no digamos bajo las garras de sus congéneres en Jacob), y todo por causa de sus opiniones filosóficas y científicas, se parecen lo mismo que una gota de agua a otra a las que solemos creer que sólo se sufren en nuestros católicos territorios. Si la guerra tiene algún beneficio, créeme, es el de enseñar, con sus viajes, que malos y cortos de sesera se crían en todos los huertos.

En fin, llegué a su puerta, y no negaré que con alguna aprensión. Me acompañaba don Abraham Zahonero, marrano, comerciante honrado y de mucho prestigio, viejo conocido mío desde poco después de mi trabajo en Utrecht, tratante en especias y muy conocido del filósofo, en cuya casa me alojaba y que ahora hacía las veces de símbola. Y eso me daba la tranquilidad que necesitaba, aparte de constituirse en cumplimiento de la más necesaria cortesía. Por otro lado, tanto era lo que me habían anunciado, tanto me habían dado a leer, y tantas cosas se hablaban desde hacía tanto tiempo del personaje, que cada una de esas previsiones me invitaba a comportarme ante él de un modo diferente, de suerte que al juntarlo todo para llegar a una resolución lo único que conseguía era una estúpida irresolución. Así que hice lo que desde treinta años antes había aprendido a hacer, bien que la ocasión no introducía arcabuces, caballerías ni lanceros (aunque en cierto sentido de la imaginación la situación era equivalente): lanzarme hacia delante, poner mi mejor bigote, abrir el pecho y tensar la espalda. San Antón o la Purísima, ya me entiendes.

Pero hete aquí que la puerta se abre y me muestra la imagen más tranquila, menuda, suave y hasta triste que se puede contemplar de un hombre sonriente: un hombre evidentemente mediterráneo, y hasta con un aire español en su rostro6, moreno, de piel clarísima y ojos grandes, amables y yo diría que humorísticos. Benito de Espinosa en persona, por fin, ante mis ojos: ese monstruo, el Anticristo, el vitriolo de la religión, de todas las religiones y de todas las monarquías, me estrechaba la mano cálidamente y… ¡me llamaba por mi nombre!