Cave, espinosa (7)

Cave, espinosa (7)

(No introducimos resumen de entregas anteriores por la facilidad de acceso a las mismas desde el Home)

 

(Cont. cap 2).

Del mismo licenciado

Al mismo capitán

No creas que me desentiendo de tus argumentos sólo porque esta haya tardado algo más en llegarte; el mes de mayo siempre es de gran ajetreo en los negocios en esta ciudad de Alcalá. La llegada del buen tiempo, y las industrias que últimamente nos ocupan, entre clase y clase, con ese maíz de las indias que no termina de arrancar a criar 8, nos distraen a los de casa más de la cuenta. Pero ya entra el verano, esos afanes decaen a Dios gracias, y puedo volver a lo nuestro.

Debo decirte en primer lugar que nada me cuentas que sea tan extraordinario como podría pensarse por tus precauciones. Entiendo que ese fray Tomas de los mil años vio al filósofo hace ¿cuánto? ¿Veinte inviernos nada menos? Que le preguntó su parecer nada menos que sobre Dios; y que espera ahora que tú obtengas la respuesta para… ¿Para qué? Es cierto que tú mismo dices no saberlo. Y también que el mismo de Espinosa sugiere alguna maliciosa posibilidad. ¿Qué mal puede haber para ti en todo ello?

Tú estudiaste tantas filosofías como yo… O puede que yo estudiara algo más, pero en lo principal puedes contestar igual que yo a las inquietudes más urgentes. Muy bien: debes informar de lo que hablaste. Dime de qué te sirvo yo, que no vislumbro el problema tan grave, y que estoy dispuesto a hacer lo que sea menester para aliviártelo. Pero para ello necesito conocer su naturaleza.

Alcalá, junio de 1678.

 

 

Al capitán Miguel Ibáñez de Tordesillas

Localizado en la fonda de San Pablo de esta villa por quien ha sido encargado para hacerlo, y requerido como fue ya hace medio año para presentarse ante esta oficina; y no habiéndolo hecho en el plazo ordenado, ni satisfecho lo solicitado en modo alguno, por representación o procurador o cualquier otro medio, se le conmina para que dé cuenta de sus trabajos ante esta, so pena, en caso de no hacerlo, de sufrir consecuencias de mayor perjuicio y menoscabo para su persona por desacato a quien  por naturaleza y por ley es su superior y a quien se debe.

Madrid, junio de 1678

(Sin firma)

 

 

Del capitán

Al licenciado

El tiempo apremia, pero yo me muestro premioso: afortunadamente estas cosas sobrevienen con la edad, porque si me dejo ser así el 59 en Colliure frente a los perros de Richelieu, ahora no nos cantaría ni otro gallo ni ninguno, y yo desde luego nada de nada. Tienes razón: ¿cuál es mi temor? No es momento, desde luego, de acariciarme el bigote, hinchar el pecho, y recitar tonante mis hazañas frente a los piqueros franceses o, antes de que fuéramos amigos desde siempre (que nada une tanto como el odio a terceros, o de terceros), ante los muy atinados arcabuceros holandeses. Cuando nos abracemos notarás el lóbulo que me falta, y algún crujido de más en mis bisagras, no precisamente debido a la falta de aceite. ¿Y después de todo eso, es ahora cuando temo?

A ver si soy capaz de olvidarme del Polifemo y ser en consecuencia claro y directo: temo al ancianísimo fray Tomás, temo su reacción a lo que tengo que decirle, temo al difunto Benito de Espinosa y quizá también te temo a ti, que eres la única persona con quien puedo hablar de estas materias y, además, a quien puedo pedir (veré si ahora soy capaz de hacerlo más distintamente) que me ayude a decir lo que tengo que decir sin que parezca que lo digo. La verdad es que entre Góngora y Quevedo nos han complicado este idioma que antaño fue tan simple. Pero tú me entiendes.

Y yo entiendo muy bien que en esta nuestra villa de Madrid, que además es corte de su muy excelente majestad Nuestro Señor Carlos II Rey, la calle más transitada es la de la Lechuga, como dicen estos madrileños metafóricos, diciendo con ello que antes o después todos entran en la Cárcel de la Corte, que por ahí tiene una puerta preciosamente labrada en madera del árbol de Judas. Y que muy bien sabemos todos que por menos de lo que dijo don Francisco de Quevedo te ves como él. Y si además hay teologías por medio, a lo mejor convendría irse al lado de allá de las Indias, a una buena sombra. Cómo puedo decir lo que tengo que decir sin que parezca que lo digo.

De Espinosa tosía. Tosía mucho, y a menudo con pequeñas expulsiones de sangre. Nada parecido a lo que tosen los tísicos, y en absoluto se trataba de un espectáculo llamativo. Era una tosecilla constante, a veces puntiaguda, y se veía que dolorosa en su modestia. Ante un gesto mío que quizá expresó más preocupación de lo que yo hubiera deseado, me señaló negligente hacia otra habitación, en la que se veían, a través de la puerta abierta, los instrumentos de pulimento y abrillantado de lentes con los que se ganaba la vida. El polvo de vidrio le invadía los pulmones, al parecer se los hería, y él se consolaba con una pipa de tabaco oloroso y dulce que parecía embriagarle durante unos instantes.

Concluimos pronto aquella primera conversación, una vez medido nuestro tablero, y aceptadas las normas de ese ajedrez que, como el que presidía la habitación central de su pequeña vivienda, ya tenía algunos peones adelantados y un caballo enredado en las líneas enemigas. Don Benito me invitó a regresar por la mañana. Lo entendí como una discreta despedida, y me quedé sin cenar esos salchichones que ya me habían seducido como un galán apoyado en la reja de la ventana.

Me recibió sin embargo con un desayuno de carnes y coles y cervezas que me compensó sobradamente. Sólo el que conoce la filosofía sabe hasta qué punto las chuletas y las ideas casan bien en una misma mesa, de modo que procedimos a continuar con la charla como si no hubiera transcurrido ni un padrenuestro desde el atardecer.

-Decía usted que Dios consta de infinitos atributos. Si eso es así, podemos seguir que, por así decirlo, no quedan atributos para los demás… –abrí el juego por el peón de rey.

 

 

(Continúa)