Cave, espinosa (9)

Cave, espinosa (9)

(No introducimos resumen de entregas anteriores por la facilidad de acceso a las mismas desde el Home)

 

(Cont. cap 2).

 

Del mismo capitán

Al mismo licenciado

Tienes razón en lo de mi tardanza. Comprenderás pronto mis reticencias. Hasta aquí hemos hablado de sustancias, de creaciones y de Dios. Podría decirte quizá tanto como tú a mí, yo por haberlo hablado con el autor y tú por haber sabido de sus correspondencias: que para nuestro de Espinosa conocer lo justo es ya apetecerlo y amarlo (y así entiende el amor a ese Dios que a veces se le hace a uno difícil explicárselo según ese sive natura); que precisamente ese movimiento o impulso, que llama conatus, es el ser de toda cosa 16, y el inevitable ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio rerum. Te excuso, pues, de narrarte ordenadamente nuestras jornadas de conversaciones y comidas y ajedrez. Pero no te excuso de añadir lo que concluyó muchos de los capítulos de nuestras charlas, que ya me hace pensar en acogerme a jesuitas 17, aunque te haré caso y no temeré por esa causa: no está la salvación en Cristo ni en la Ley de Moisés, sino en las leyes de la razón que conducen a la tercera clase de conocimiento 18. ¿Qué te parece?

Nuestro don Benito iba decayendo a ojos vistas. Había entrado enero del año pasado. Su mirada no había perdido un punto de esa risilla que parecía alumbrarla en todo momento, pero el color de su piel casi había desaparecido, y cada día recurría con más frecuencia a su pipa y a sus humos para recuperar la respiración. A menudo vi La cuna y la sepultura, de nuestro don Francisco de Quevedo, abierto por una u otra página, sobre la mesa a la que nos sentábamos. Tenía afición también a algunas otras obras, que consultaba más que leía, por lo que yo vi, y todas casaban con ese estar suyo de dejarse doler por el dolor y no quejarse, de mirar de lejos la emoción pero tenerla muy dentro, y de nunca abandonar cierta guasa que en ocasiones desconcertaba por lo serio. Yo le discutía lo que podía, aunque nadie me había enviado allí para eso. Me habían enviado para entender, y desde ese enero ya sabía que para algo más. ¿Qué sabes de las nuevas amistades que nuestro joven señor don Carlos II cultiva con los reyes holandeses, y de las que unían a nuestro don Benito con los De Witt?

-Cuando usted dice que si niego que se den en Dios los actos de ver, oír, atender, querer, etcétera -concluyó entre toses una tarde-, no entiende usted cuál es el Dios que yo admito. Sospecho que usted cree que no existe mayor expresión que la que puede expresarse con los mencionados atributos. No me extraña esto, porque creo que el triángulo, si tuviese la facultad de hablar, diría eso mismo: que Dios es eminentemente triangular. Y que el círculo diría que la naturaleza divina es eminentemente circular. 19

Benito de Espinosa se reía cuando decía las cosas más serias.

Me había llegado una nueva carta de fray Tomás, o así lo interpreté yo aunque no había firma alguna en ella, a la casa de don Abraham Zahonero en La Haya, que como ya te he contado era mi alojamiento.

¿Qué hay que no sepas acerca de las nuevas conveniencias y matrimonios entre naciones? ¿Acaso voy a descubrirte ahora que desde siempre hemos sido amigos y amantes de los que hasta hace poco teníamos que someter a horca y cuchillo a nuestro lado (tampoco ellos se abstenían de usar herramientas similares contra nosotros para alejarnos, de tanto que nos queríamos), y que súbitamente ese Luis que es el décimocuarto rey con ese nombre que tienen los franceses, con el que hasta casorios hemos negociado para nuestras hijas, es el demonio encarnado? Te supongo sabedor de esto como de todo lo demás, y de las nuevas monarquías republicanas de las Provincias con nombre de Orange, y de los terribles destinos que llegaron a caer sobre los hermanos De Witt, el presidente y el otro.

Recuerda, pues, que fueron sólo dos meses los que transcurrieron desde que los Estados Generales holandeses entregaron el mando del ejército a Guillermo y que el rey francés les declarar la guerra en abril del 72. Y sólo dos meses más hasta que los holandeses decidieran que ese mismo Guillermo ascendiera al cargo de rey, acabando así bonitamente con tantos sueños y discursos contra las monarquías. Por ahí andaba yo, entre pucheros diplomáticos, con las manos bien manchadas de harinas. Los franceses, que ya se nos habían metido por el jubón en nuestro Flandes, decidieron hacer lo mismo con los holandeses, y se organizó un lío que para descifrarlo hace falta un curial vaticano: los invasores habían tenido como enemigos a los ahora depuestos republicanos, con De Witt en primer lugar, e incluso se habían trabajado a la familia Orange, la de ese mismo Guillermo, para que les ayudara a entrar en la región y acabar con la república. Pero ahora que era Guillermo el que se sentaba en lo más alto, de pronto los franceses ya no eran amigos de los Orange ni los Orange de los franceses (y por eso ahora queremos serlo nosotros; de los Orange, quiero decir), y las gentes llegaron incluso a acusar a los De Witt de conspirar con los franceses.

Me preguntarás que qué importa todo esto. Es precisamente el hecho de que el populacho utilizara el nombre de nuestro de Espinosa, acusando a los De Witt de ser su amigo, lo que llevó al terrible final a los hermanos, y a don Benito a establecer, me temo que ya para siempre, ciertas opiniones sobre la cosa política; y todo ello es lo que me lleva al final de mi narración y de mis cartas. Se mezclase por medio quien fuera que se mezclase, lo que acabó sucediendo fue que ese populacho consiguió acorralar a los hermanos a los que cuatro meses antes aclamaba, a uno como su primer ministro; y los golpearon de tal modo y los maltrataron con tanto esfuerzo que no pudieron siquiera ahorcarlos, como habían planeado hacer, de tan desmembrados que quedaron. Nuestro de Espinosa lo vio todo desde la lejanía, y supongo que medio a escondidas, y me consta, porque me lo dijo, que algo más que muerto de miedo: muerto de decepción, de disgusto y de desengaño hacia esas gentes con las que sólo un día antes o una semana antes había estado tratando la compra de unos paños o tomándose una cerveza y departiendo sobre los próximos matrimonios del barrio. Cuatro años después, cuando me lo contaba, aún podía  ver uno en sus ojos el reflejo de la turba enloquecida corriendo por La Haya con un brazo o con la cabeza de uno de los hermanos, amigos ambos de nuestro filósofo, y sobre todo podía  ver la convicción triste de que él también se encontraba en sus últimas horas de vida. No llegó a ser así, como parecía inevitable (las gentes gritaban su nombre mientras despedazaban a sus amigos) gracias a la protección del que ahora era su casero. 20

 

 

(Continúa)