El profesor y los camaradas -12

Obra dramática en un acto de Rafael Rodríguez Tapia

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(Continuación)

PETRA.- Yo lo que sé es que una compañera mía se ha echado ahora un novio que para mí lo querría y se ha ido a vivir con él y son las personas más buenas del mundo y no hacen daño a nadie y nadie ha venido a llevarlos al calabozo por no haber pasado por la vicaría.

ORTEGA.- Bueno, mujer, pero eso son cosas menores que…

SOLEDAD.- No, papá: esa es la vida de las gentes.

PETRA.- Y que yo paseo del bracete de quien me da la gana sin que nadie me mire como a una puta, ni nadie me obliga a ir a misa los domingos, ni a apartarme de la acera porque pasa la condesa.

ORTEGA.- ¿Ni siquiera cuando pasa el secretario del comité local del partido importante?

PETRA.- Bueno; que digo que es a lo que vamos, que a lo mejor no lo tenemos todo todavía, pero es la dirección que tenemos.

SOLEDAD.- Pero, mientras tanto, parece que todo el mundo actúa. Unos le dan a la palabrería como si se estuvieran haciendo una armadura con ella; otros pegan tiros a quienes no querrían pegárselos sólo para quedar bien con los de la palabrería; otros gritan vivas y mueras sólo para que los que pegan tiros que no querrían no acaben pegándoselos a ellos…

Entra EULOGIO por la izquierda.

ORTEGA.- Por no hablar de los que incluso tienen que simular que simulan.

EULOGIO.- Estos hispano-suiza tienen siempre el carburador mal colocado. Yo es que prefiero los coches franceses, que en las marchas cortas son mejores.

SOLEDAD.- A ver si ahora podemos seguir con lo que estábamos

PETRA.- Eso, que tu padre me tiene que explicar no sé qué que había empezado, que ya ni me acuerdo de lo que era.

ORTEGA.- Que si lo nuestro es trabajo o no. Lo que estábamos haciendo esta noche aquí.

PETRA.- Eso, ¿y qué?

EULOGIO.- Que qué es eso de trabajar a las tres de la noche.

SOLEDAD.- A lo mejor saben ustedes que mi padre es profesor en la universidad. Y además da muchas conferencias y escribe artículos y libros.

EULOGIO.- Sí. Por eso nos han mandado a que firme esto. Parece ser que tiene alguna mano con los facciosos. Hasta dicen que el mismo José Antonio le admira.

ORTEGA.- ¿Yo mano con los facciosos? ¡Menuda barbaridad! ¿Pero no se da usted cuenta de que soy de los primeros en su lista de fusilados? No es que vaya a quedarme todo el mérito de haberme cargado la monarquía, pero digamos que tuve algo que ver.

PETRA.- A mí lo que me suena es que mis jefes dicen el nombre de usted con respeto, y eso que son muy de Izquierda Republicana.

ORTEGA.- Pues tiene gracia, porque hace muchos años que no veo al señor Azaña, y desde siempre me ha dedicado su más escogida antipatía y su permanente hostilidad. Pero eso ni quita ni pone para que yo reconozca en él un hombre de gran talento, dotado, además, de condiciones magníficas para el gobierno.

SOLEDAD.- Pero nos estamos yendo del asunto. Podríamos aprovechar, ya que están aquí estos señores, para que nos echen una mano…

ORTEGA.- Sí, Soledad, buena idea.

ORTEGA acciona un interruptor de pared o lámpara, y la luz disminuye.

ESCENA 11

ORTEGA, SOLEDAD, PETRA, EULOGIO

De nuevo el salón de la Residencia parece transformarse en la celda de Sócrates, desde la iluminación hasta la disposición de los presentes, que se distribuyen por los sillones. ORTEGA se arropa en su batín de verano, SOLEDAD pasea con su colcha sobre los hombros, y PETRA y EULOGIO se sientan distantes entre sí.

SOLEDAD.- Estamos preparando unas lecciones sobre un libro de Platón, el que trata sobre la muerte de Sócrates.

PETRA.- Menudo sueño debe de dar eso.

ORTEGA.- No se crea. Verá. Imagínese. A Sócrates le condena la ciudad de Atenas a morir. Está en su celda esperando la sentencia. Pero no le pueden ejecutar porque hay una norma: mientras haya un solo barco fuera de puerto no puede ejecutarse a nadie. Y resulta que el mismo día de su condena ha partido una nave a Delos.

SOLEDAD.- Una nave que los atenienses envían todos los años para conmemorar la muerte del minotauro de Creta. Pero esta noche pasada ha llegado la nave a puerto, de modo que hay que proceder a la ejecución antes de que acabe el día.

ORTEGA.- Es el último día de la vida de Sócrates. Sus amigos le visitan en la cárcel, y él da sus últimas lecciones.

EULOGIO.- ¡Toma! ¿Y por qué no huye?

ORTEGA.- Precisamente. Una vez más, dan ustedes en el clavo. De las cosas que se hablan ese día y en esa celda, una de ellas es la de la huida, ¿no es así, Soledad?

SOLEDAD.- Como en Hamlet.

PETRA.- ¿Cómo en qué?

SOLEDAD.- Eso de “ser o no ser”; ¿le suena?

PETRA.- Ah, sí. Me parece un trabalenguas.

SOLEDAD.- Pues se refiere precisamente a eso: si hemos construido una ciudad con unas leyes, y esas leyes luego sirven para que nos condenen a muerte, ¿tenemos que aguantarnos o es mejor huir?

PETRA.- ¿Qué había hecho ese Sócrates?

ORTEGA.- Uf, es muy largo. Le condenaron por lo que entonces llamaban “impío” y por corromper a los jóvenes.

EULOGIO.- Ah, vamos, que era de la acera de enfrente. Pues bien condenado.

ORTEGA.- No, hombre. Se refería a que Sócrates había enseñado a los que le escuchaban a alejarse de las supersticiones.

PETRA.- ¿No era un filósofo?

ORTEGA.- Siempre se dice eso, pero en mi opinión era todo lo contrario: un enemigo de la filosofía, de toda filosofía. Nunca dejó de atacar a los sofistas, por ejemplo, que eran algo así como una mezcla de filósofos y abogados y… políticos, digamos; entre los cuales había algunos verdaderos filósofos. Pero él ponía en cuestión todo absolutamente.

SOLEDAD.- De modo que él, que había colaborado como pocos a la consolidación de Atenas como ciudad de leyes y de rectitud, al final vio cómo esas mismas leyes se usaban en contra de su persona hasta el punto de condenarle a morir…

La asociación ha resultado de pronto demasiado obvia; se produce un silencio incómodo, diferente en cada uno de ellos.

ORTEGA.- Es interesante la “eufemía”. ¿Se han dado cuenta? Significa “el buen silencio”. Era muy importante en ciertas ocasiones en aquella Grecia. Hoy se echa en falta continuamente. Con esa eufemía se respetaba a la vez la gravedad de un momento, o un ritual necesariamente silencioso, o el simple reconocimiento de que hay verdades que están más allá de las palabras.

De nuevo se hace un silencio, que es inmediatamente roto por el estruendo que procede del exterior: una vez más, himnos atronadores que pasan velozmente desde los megáfonos de automóviles, algarabía de vivas y mueras y disparos, y de nuevo unas luces inquietantes, como de automóviles en marcha, que pasan por las ventanas, a las que todos miran con cierto temor. Por fin desparece el estrépito.

ORTEGA.- La eufemía.

SOLEDAD.- Vamos a lo nuestro.

PETRA.- Sí, a ver si nos enteramos de qué va este trabajo. O sea que están preparando lecciones, ¿no?

SOLEDAD.- Eso es.

PETRA.- ¿Pero no se supone que si uno se mete a profesor es porque ya sabe? ¿Qué es eso de preparar?

SOLEDAD.- Hay que refrescar cosas, adaptarlas a los nuevos alumnos y a lo que vienen sabiendo o no sabiendo…

ORTEGA.- Y además hay que volver a pensar todo lo que uno creía que sabía. Y hasta despensar algunas cosas. Fíjense en lo siguiente. Aunque ustedes no han estudiado mucho, si yo digo “la filosofía de Grecia”, ¿ustedes qué piensan?

PETRA.- Que ya lo sabe todo el mundo, que los sabios de Grecia eran los más sabios, y que hasta el cura sobón que me dio las cuatro reglas decía que la filosofía era cosa de griegos.

EULOGIO.- Y que un respeto. Que serían antiguos, pero que pensaron una cantidad.

ORTEGA.- ¿Lo ven? Y luego dicen que no saben… Pues saben lo mismo que los demás. Todo el mundo dice eso. Yo mismo lo he dicho hasta hace poco. Pero al preparar las lecciones tienes que volver a pensar todas las cosas, y me he dado cuenta de que la forma de mirar a Grecia ha sido siempre en éxtasis, de adoración y de culto. Y esa es la peor forma de enterarse de lo que de verdad es algo. Empezamos con los grandes gestos rituales y nos descoyuntamos: ¡Ah! ¡Oh! ¡Grecia! ¡El clasicismo!

EULOGIO.- Pero, entonces, ¿en qué quedamos?

ORTEGA.- En que existe una beatería de lo griego. A base de que se hayan dado por sabidas unas pocas cosas de aquella Grecia, se ha supuesto que todo lo demás ya sería igual de bueno. Como fue mejor que lo anterior, todos suponen que ya era lo bueno definitivo. Y todos a adorarla. Ya se sabe que de todo cabe una beatería. De todo.

PETRA.- A mí lo que me pone los nervios fatal es que una tenga que decir que está bien lo que otro ha dicho sólo porque ese otro sea un cargo de la organización. Pues no, señor. Si está equivocado, está equivocado.

ORTEGA.- A usted la voy a coger de ayudante. De todo cabe una beatería, y me parece que una de las cosas más importantes que nos enseña el Fedón es que la peor beatería es la beatería…, ¿cómo lo diría? Pública, eso es. Allá cada quién con sus santos particulares; pero hacer santidad de la cosa pública…

SOLEDAD.- De modo que tenemos… A ver… El tema de los misólogos, el tema de la huida o la resistencia, la beatería de la república, y… ¿No quieres tocar esta vez la inmortalidad del alma?

ORTEGA.- No, eso me tiene un poco cansado. Esa va a ser la parte que se leerán por su cuenta. Además no lleva a ningún lado.

SOLEDAD.- Entonces queda el tema de la cicuta.

PETRA.- Andá, claro, este es el tío famoso que se tomó la cicuta.

EULOGIO.- Se suicidó con esa cicuta, ¿no?

ORTEGA.- Es curioso que siempre se diga eso del suicidio, no sé de dónde habrá salido. ¡Si en el diálogo hasta aparece la figura del verdugo! No; no es suicidio. Simplemente, Sócrates acepta lo que le imponen las leyes que él mismo ha contribuido a traer.

SOLEDAD.- Se podría enfocar como el pago al que obliga la dedicación a la actividad intelectual.

ORTEGA.- Me suena un poco reduccionista, no sé.

EULOGIO.- Si se pierden con palabrejas, no vamos a seguirles.

PETRA.- Sí, hombre: que los que se dedican a darle a la mollera, al final tienen que tragarse sus propios sapos.

EULOGIO.- Todos nos tenemos que tragar sapos.

PETRA.- Sí, pero tú y yo nos tragamos los sapos que nos han fabricado otros, mientras que los intelectuales o como se llamen…, pues eso: primero fabrican la cicuta y luego se la tienen que beber. Esto que acabo de hacer se llama metáfora, ¿no?

ORTEGA.- Casi, casi.

SOLEDAD (a ORTEGA).- La verdad es que es todo un punto de vista.

ORTEGA.- ¿Están condenados los amigos de la inteligencia a morir al final por la cicuta que ellos mismos han contribuido a crear?

Ahora provienen del exterior unos sonidos diferentes a los de ocasiones anteriores: son simples disparos lejanos de fusil, aislados, cada uno de los cuales permanece en el aire mucho tiempo. PETRA y SOLEDAD se acercan a la ventana y miran al exterior.

SOLEDAD.- Esto es otra cosa. Es ahí enfrente, en los altos del hipódromo.

PETRA.- Los niños los llaman besugos, cuando van por las mañanas a curiosear entre los cadáveres. Por los ojos así, muy abiertos.

ORTEGA.- Dejadlo. Alejaos de la ventana.

SOLEDAD.- Y pensar que todo esto empezó…

ORTEGA.- Que lo dejéis. Sigamos con lo nuestro.

SOLEDAD.- ¡Que no me da la gana, papá! ¡Esto es una monstruosidad! ¿Quién se puede creer que todos esos asesinados son espías, o ni siquiera enemigos?

EULOGIO.-Es mejor que haga caso a su padre.

SOLEDAD.- ¡Siempre le hago caso! ¿Y ahora? ¿Es que no vamos a protestar ante nadie por esta barbarie? ¿Es que es necesario pasar por esta brutalidad para dejar atrás la oscuridad y el atraso? ¿No es esto más atraso todavía?

ORTEGA se ha acercado hasta SOLEDAD y la conduce amablemente lejos de la ventana, hacia el centro de la escena.

ORTEGA.- Entre unos y otros nos han desdibujado la república. La han hecho retroceder cien años por debajo de sí misma.

SOLEDAD.- Pero esto es caciquismo republicano, regentado por personas a las que el azar ha sorprendido formando unos comités fantasmas. (A PETRA y a EULOGIO) Y, a partir de ahí, a pegar tiros, ¿verdad? Yo querría gritar, contra todos los sublevados, un viva la república bien alto, que lanzara al cielo de todos la justicia, la honradez y la inteligencia. ¡Pero no me dejan! ¡No me lo permiten!

PETRA.- Vaya con la hija secretaria. Sí que está cabreada.

Suena el teléfono. Todos lo miran con aprensión.

ESCENA 12

ORTEGA, SOLEDAD, PETRA, EULOGIO.

EULOGIO acciona el interruptor de las luces, que ahora suben de intensidad, y volvemos a la Residencia real. El mismo EULOGIO se acerca hasta el teléfono, lo descuelga y contesta.

EULOGIO (al teléfono).- ¿Aló? ¿Quién es? Que digo que quién llama. No, yo no soy. Ahora le paso. ¿Oiga? ¿Y dice que es usted? Le paso.

EULOGIO mira a ORTEGA, que se acerca y coge el auricular.

EULOGIO (a ORTEGA).- Una señora Zambrano.

ORTEGA gesticula su disgusto en silencio.

SOLEDAD.- La que faltaba. La meapilas esta.

ORTEGA, casi divertido, tapa el micrófono y manda callar a SOLEDAD.

ORTEGA (al teléfono).- ¿Aló? Sí, soy yo. ¿María? ¿Cómo está usted? Un poco tarde para llamar, ¿no? Sí, serán las cuatro de la madrugada, me parece. Nada, nada, por Dios, siempre a su disposición. Yo muy bien, reponiéndome de los navajazos del cirujano. No, por favor, era una broma, muy bien, muy bien. Y, dígame, ¿qué se le ofrece? Ah, sí, el manifiesto. El manifiesto. Sí, el manifiesto. ¿No me estará usted hablando de un manifiesto que…? Sí, el mismo. Todo un manifiesto, sí. Ah, que su novio… (tapando el micrófono, a SOLEDAD) Pero ¿cómo ha conseguido esta echarse novio? (al teléfono). Ah, felicidades, ¿el mes que viene, no, el siguiente? Muy bien, muy bien; ¿y dice usted que el manifiesto…? Ah, sí. Pero, dígame: ¿qué es eso de un manifiesto que va por ahí…? Ah, ya decía yo. Pero permítame, ya que su novio está en esas alturas… Ahora mismo estamos viendo y sobre todo oyendo unos disparos que… ¿Sabe usted? Estamos dándole un repaso a los diálogos de Platón y nos hemos quedado en el Fedón. Sí, ¿se acuerda? ¡Lo que le costó a usted hacerse con él! Entiendo: que el manifiesto ese… Bueno, conforme. Salude usted a su familia.

ORTEGA cuelga el auricular. A pesar de sus guasas, está muy enfadado.

SOLEDAD.- Bueno, ¿qué?

(Continúa)