El profesor y los camaradas – y 13

Obra dramática en un acto

de Rafael Rodríguez Tapia

 

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(Continuación)

ORTEGA no contesta. Se dirige, furioso, a la mesa de las medicinas y toma alguna pastilla con un trago de agua.

ORTEGA (forzado).- Así que ¿por dónde íbamos? Hemos llegado al último día de Sócrates, y él lo sabe, y sus amigos lo saben, y al viejo feo no se le ocurre otra cosa que ponerse a perorar sobre la inmortalidad del alma.

Con gran esfuerzo, conteniéndose, impostando al principio, vuelve a cubrirse con su batín y camina hacia la posición en el sofá desde la que ha venido comentando el Fedón. Vuelve a apagar o bajar las luces, y de nuevo estamos en la celda, pero ahora es ligeramente diferente a las anteriores.

ESCENA 13

ORTEGA, SOLEDAD, PETRA, EULOGIO

ORTEGA llega hasta el sofá y se sienta. De nuevo parece que estamos en una especie de celda idealizada de Sócrates, aunque ahora con algunos elementos de la actual Residencia más visibles que en anteriores ocasiones. Prudentes, SOLEDAD, PETRA y EULOGIO cambian también de posición y recuperan la que han solido tener durante los comentarios socráticos anteriores.

ORTEGA.- ¿Y no nos dice el muy sinvergüenza que de entre todos los que se van al otro barrio, es a los filósofos a quien les espera un mejor porvenir y un ascenso…?

SOLEDAD.- … “a lugares aún más bellos”.

ORTEGA.- Eso es: a lugares aún más bellos; y eso porque llevan más tiempo desentendidos de sus cuerpos; pensando. Por lo visto, a ellos no les operaban de la vesícula, y así cualquiera.

PETRA.- Pero ponerse en ese plan justo cuando te van a dar matarile es tener cuajo.

ORTEGA.- Esa es la idea. Cada uno que lee este diálogo saca una cosa diferente, y seguramente eso es lo bueno que tiene. Unos ven el valor o la serenidad de Sócrates; otros ven el gran dibujo del más allá donde habitan las almas inmortales; ¿y este año qué vemos nosotros, Soledad?

SOLEDAD.- Como te decía, el tema de los misólogos, el de la huida o la lucha y…

ORTEGA.- … y el de la cicuta que el propio pensador fabrica con su inteligencia y luego tiene que beberse él mismo.

SOLEDAD.- Bueno. ¿Qué te ha dicho María?

ORTEGA.- Hay que tener muy claro que todo esto es porque la ciudad ha acusado al viejo de impío; eso hay que recordarlo, especialmente al final. Me sugiere María que hay quien me acusa de antirrepublicano. ¿No tiene gracia?

SOLEDAD.- No. Ninguna.

EULOGIO.- ¿No le quemaron la casa a su hermano ahí cerca hace poco?

ORTEGA.- Bah, sólo fue un poco de fuego, la casa sólo desapareció. No nos distraigamos. Han vuelto las naves a puerto. Ya no hay modo de aplazar la decisión. El tributo anual a Creta, ahora ya sólo simbólico, se ha cumplido. ¿Y sabéis lo que tiene que superar el condenado en primer lugar? Los llantos y las quejas de Jantipa, su mujer, que rompe la eufemía que merece el momento. Y ordena a un amigo que se la lleve a su casa, que si no va a ser una lata.

EULOGIO.- ¿Y cuántos están con él en ese momento?

SOLEDAD.- Platón menciona a catorce y dice que “algunos más”.

EULOGIO.- Eso no es una muerte, eso es un circo.

PETRA.- El hombre, que tenía amigos.

ORTEGA.- Y que habían ido a aliviarle la prisión todos los días con su compañía. Pero hoy han vuelto las naves. Pocas cosas de las que hacían aquellos atenienses eran gratuitas. ¿Se dan ustedes cuenta de que en todas partes, en todos los momentos de la historia, hay ocasiones en que parece que de nuevo todas las naves han vuelto a puerto, y eso es el fin del plazo que se tenía para tomar ciertas decisiones?

ESCENA 14

ORTEGA, SOLEDAD, PETRA, EULOGIO, JUAN

Seguimos en esa celda idealizada de Sócrates ahora algo incongruentemente poblada de mobiliario moderno. Entra JUAN por la izquierda, y nadie lo advierte.

SOLEDAD.- Hay decisiones que necesitan del conocimiento de todos, o quizá de su compañía. Quizá por eso la ley decía que no hubiera ciudadanos ausentes…

ORTEGA.- No está muy claro por qué eso era una norma. La nave iba a Delos, en Creta, con siete jóvenes de cada sexo, para conmemorar que eso se hacía en tiempos pasados como tributo al Minotauro. En la época de Sócrates, los jóvenes volvían, porque ya no había Minotauro al que dárselos, y todo aquello no era ya más que una ceremonia.

SOLEDAD.- Una mera formalidad ya vacía en cuyos elementos religiosos nadie creía.

ORTEGA.- A lo mejor ahí está la clave. Es como si las religiones o las políticas, o… las beaterías se agotaran cada treinta o cuarenta años. Y ahora Atenas no sabía por qué esperaba a que todas las naves estuvieran en puerto, pero seguía obedeciendo la norma.

Del exterior llega ahora el sonido de una descarga nutrida de fusiles, y el resplandor momentáneo rompe el ambiente del salón a través de las ventanas. Sorprendidos, descubren a JUAN, que lleva una carpeta abierta con hojas.

PETRA.- ¡Coño! ¡El camarada Pico de Oro Su Alteza del Comité Nosecuántos!

SOLEDAD.- ¿Desde cuándo está usted ahí? ¿Eso de saludar también es burgués?

ORTEGA.- Soledad…

JUAN.- El comité ha admitido sus modificaciones y traigo aquí la nueva redacción del…

ORTEGA.- ¡Del manifiesto! Pero incorpórese a nuestra pequeña celda. No somos catorce, como antaño, pero no está mal.

Algo suspicaz, JUAN se acerca hasta ORTEGA y le da la hoja del manifiesto; a continuación, como aturdido, se sienta cerca de PETRA y EULOGIO. ORTEGA lee el manifiesto mientras habla, como sin darle mayor importancia.

ORTEGA.- ¿Y saben ustedes cuáles son las últimas palabras de ese Sócrates al que matan, según dicen, por impío?

EULOGIO.- Pues algo así como “¡cabrones, asesinos!”

PETRA.- No, a ver: yo creo que diría “¡justicia!”

SOLEDAD se ha levantado de su asiento y se ha acercado hasta ORTEGA. Este le pasa el manifiesto, que ella lee también en un momento. Parece que le entristece y se queda al lado de ORTEGA.

ORTEGA.- Pues nada de eso. Recuerda a un amigo que deben un sacrificio al dios de la medicina, y que no se olvide de llevárselo. Esas son las últimas palabras del ajusticiado por impiedad, ¿qué les parece?

JUAN.- Es necesario llevar el manifiesto ante el comité con todas las firmas requeridas antes del mediodía.

PETRA.- ¿Y de verdad ese Sócrates acepta así de tranquilo que lo manden al otro barrio?

ORTEGA recupera la hoja del manifiesto de manos de SOLEDAD y la firma de un plumazo. SOLEDAD está a punto de llorar.

ORTEGA (mientras firma el manifiesto).- Hay unos funcionarios encargados de hacer la infusión, que le aconsejan cómo tomarla; pero luego sí, él mismo coge la copa y bebe. Sus amigos rompen a llorar, pero él reclama “eufemía”. “Amigos”, les dice, (a SOLEDAD) “hay que morir en silencio”. Y los demás, entonces, callan.

ORTEGA cruza la escena en silencio con el manifiesto en la mano. Se lo devuelve a JUAN, que se ha puesto en pie. JUAN lo lee en voz alta.

JUAN (leyendo, solemne).- “Los firmantes declaramos que ante la contienda que se está ventilando en España, estamos al lado del Gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades”. ¡Viva la república! ¡Bien hecho, camarada!

ESCENA 15

ORTEGA y JUAN; al fondo, en penumbra, SOLEDAD, PETRA y EULOGIO.

La escena cae súbitamente en penumbra salvo en el espacio en el que ahora están, muy cercanos, ORTEGA y JUAN. En esa penumbra, SOLEDAD, PETRA y EULOGIO parecen de pronto como congelados en el tiempo.

ORTEGA.- No simule por un momento; esto es sólo entre usted y yo. Los demás no se enteran. ¿De verdad ya no quedan en usted palabras genuinas de ser humano que siente y piensa autónomamente?

JUAN.- Ese individualismo es la llave de…

ORTEGA.- Déjese de monsergas. Estoy apelando a su cualidad de persona, no de miembro de comité alguno o de diácono de un sacerdocio. ¿A sus hijos también les habla en esdrújulas mal traducidas de Engels y de Lenín?

JUAN.- Con los hijos es otra cosa…

ORTEGA.- No es eso lo que dice su ortodoxia. ¿No están también las relaciones familiares condicionadas por las relaciones de clase? No, perdón, lo he dicho mal: quiero decir por las relaciones de producción.

JUAN.- No, hombre; eso son cosas que se dicen cuando…, pero luego ya sabemos que… ¡No son esas palabras las que nos van a traer el fin de la explotación y la emancipación del trabajador!

ORTEGA.- ¡Conforme! ¡A partir de aquí sí que le entiendo! ¿Sabe usted? Yo, con todo mi acomodo de clase media, con mi gusto por las cosas caras, en mi vida he explotado a nadie y a lo mejor hasta habría hecho buenas migas con el socialismo.

JUAN.- ¡Qué alegría, don José, oírle eso!

ORTEGA.- Pero no he podido precisamente por su manía inexplicable de enmascarar todas las buenas ideas tras una maraña de terminachos como si fueran un miriñaque o un guardainfantes, para que nada pudiera mancharlo…

JUAN.- Don José, compréndalo…

ORTEGA.- Pues reconozco que me cuesta. Y más cuando conozco al mejor de ustedes, que es compañero mío, profesor de Metafísica en el aula de al lado, y nunca se ha visto en la necesidad de simular con ese lenguaje una seriedad o una importancia que las ideas ya traen ellas solas y no necesitan.

JUAN.- A lo mejor usted y los que son como usted no necesitan aparentar altura porque ya están en ella; pero los demás somos continuamente vapuleados por unos y otros, y si usamos las palabras para ayudarnos en esa lucha nadie tiene derecho a reprochárnoslo, porque no tenemos otra posibilidad… hasta ahora que nos hemos armado.

ORTEGA.- Luego me reconoce que en todo ese discurso hay poco más que simulación. Que es un simple adorno aparatoso para impresionar, y que no es necesario para la liberación de las gentes.

JUAN.- A lo mejor sí es necesario; puede que sin ellas nadie se uniera a la lucha. No lo sé. De acuerdo, es todo ritual: yo qué sé si la infraestructura crea la superestructura o si las relaciones objetivas de producción hacen esto o aquello. Pero no me meta hoy en esos jardines, don José. Esta noche tenía que conseguir su firma, y así sé que he cumplido con mi parte, y puedo ir ahora a dar el desayuno a mis hijos. Déjeme que siga con mi vida, déjeme que acabe con esto, y ya veremos luego. Ya le reconoceré todo lo que sea necesario, pero no esta noche. Déjeme que diga…

ESCENA 16

ORTEGA, SOLEDAD, PETRA, EULOGIO, JUAN

La escena recupera la iluminación anterior a la reunión de ORTEGA y JUAN. SOLEDAD, PETRA Y EULOGIO reanudan su actividad en el punto en que la congelaron; JUAN y ORTEGA también están en la misma posición que al principio de la escena anterior.

JUAN.- ¡Viva la república! ¡Bien hecho, camarada!

EULOGIO (a ORTEGA).- ¿Y ese Sócrates se muere así, sin más? ¿Por qué?

ORTEGA (paseando).- Porque reconocía que esa Atenas que él mismo había construido se lo merecía, que era mejor que uno solo de sus hombres. Hoy nos resulta casi imposible entenderlo. El vulgar niño mimado de hoy, a fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como mejor que él.

JUAN.- Nadie hay mejor que nadie. ¡La igualdad por encima de todo!

ORTEGA.- ¿Ven ustedes? ¿Cómo que no hay mejores? ¿No es usted mejor que yo en esto de… digamos la política? ¿No es Petra mejor que cualquiera de los presentes en asuntos de comercio? Pero les voy a decir una cosa: ya estoy cansado. ¿No les cansa a ustedes tanta euforia, tanto viva y tanto muera? Los sentimientos son para la familia y para los amigos. ¿Qué pintan los sentimientos en una cosa tan complicada como la política? Nada de nada.

JUAN (a EULOGIO y a PETRA).- Vámonos, camaradas. Aquí ya no hay más que hacer.

PETRA.- Hala, vamos yendo. (A ORTEGA) ¿Sabe usted que me ha gustado esto de la filosofía? Tiene su cosa, y le pone a una a pensar.

ORTEGA y PETRA caminan al encuentro.

ORTEGA.- Pues si es así, le aseguro que nada podría darme más satisfacción en esta noche.

ORTEGA ofrece su mano para estrechar la de PETRA. Ella está a punto de aceptarla, pero en el último instante se corrige y se limita a levantar el puño.

PETRA.- Pues salud, camarada.

EULOGIO se acerca hacia ORTEGA con la mano extendida, pero ORTEGA le da la espalda y camina alejándose de él. Como en un aparte, sólo visto por ORTEGA, EULOGIO le dedica el gesto de pasarse el índice por el cuello a modo de degollamiento.

JUAN (a EULOGIO y PETRA).- Camaradas. Por aquí.

JUAN, EULOGIO y PETRA SALEN.

ESCENA 17

ORTEGA, SOLEDAD

Del exterior llega el sonido de un automóvil al arrancar, que comienza a alejarse cuando empieza a sonar por su megáfono “A las barricadas”. Se adivina la primera luz de la madrugada.

SOLEDAD.- Ya acaba la noche. Bueno. Digo yo que con esta firma, quizá…

ORTEGA.- No. Ya sabes que no.

SOLEDAD.- Ahora ya sé que no, pero tú no estás en condiciones de viajar.

ORTEGA.- Ni de quedarme. Ya circulan por ahí hojas en las que mi nombre aparece al lado de la palabra “fascista”. Tendrías que haber oído a Zambrano. ¿Cuánto dura uno después de eso?

SOLEDAD.- Ya. De qué sirve resistir cuando no se puede resistir, ¿verdad? Hace apenas unas horas yo no habría dicho nada parecido…

ORTEGA.- No te hagas la lista. Pues claro que es eso. Ese dilema siempre ha sido un truco de ilusionista para reclutar mártires. Lo peor que podríamos hacer ahora sería contraer la enfermedad de la ingenuidad. Hoy, en España, todos simulan ser algo que no son o saber algo que no saben. Así que vamos haciendo las maletas.

SOLEDAD.- ¿Estás seguro? ¿Y todo lo que dejamos aquí? ¿Y nuestra vida, nuestros amigos?

ORTEGA.- Cualquier cosa que dejáramos ya no la tenemos. No es momento de sentimientos. En realidad, en este asunto, lo que ha sobrado desde el principio ha sido sentimiento. No fue un sentimiento lo que nos llevó a Gregorio, a Ramón y a mí a empujar el parto de la república. ¿Es tan difícil distinguir entre convicciones y sentimientos? No es un sentimiento lo que lleva a un cirujano a operar una vesícula, o a un albañil a colocar bien la hilada de ladrillos…

SOLEDAD.- Pero si es así como es la gente…

ORTEGA.- Ya lo sé. Siempre me das en el mismo sitio. Es verdad que soy un exquisito, pero ¿acaso eso me hace un delincuente? Es una cuestión de gustos. No elijo a los demás porque compartan mis gustos o no los compartan.

SOLEDAD.- Pero te sueles olvidar de que ese virtuoso obrero del que hablas a lo mejor no tiene cómo pagar la operación de apendicitis de su hijo.

ORTEGA.- Que no lo mencione no quiere decir que no lo tenga en cuenta. ¿En qué cree la gente que andaba pensando yo cuando me la jugué proponiendo una república cuando eso poco menos que te mandaba a galeras? A lo mejor no conozco el detalle de todas las penalidades del obrero manual, pero te aseguro que me importan más que cualquier otra cosa. Por eso mismo me niego a aceptar la cháchara repleta de tópicos del socialismo que se llama a sí mismo científico: ¿y si el liberalismo de Adam Smith se llamara a sí mismo científico? ¿También tendríamos que callarnos religiosamente ante él como ante la física de Newton? Lo discuto porque sé que no es más que otra forma de enredar con el malestar de ese que… no tiene cómo pagar la operación de su hijo.

SOLEDAD.- Pero ahora las naves han llegado a puerto y hay que tomar una decisión. O huyes o te pones de su lado. ¡Pero es que ponerse de su lado no es tomar cicuta! No tiene por qué ser el destino de la inteligencia esa cicuta al final. Has cambiado el manifiesto.

 

ORTEGA.- Tienes razón, no lo había pensado así. Hemos conseguido modificar el manifiesto. A lo mejor eso es girar el destino. Pero ¿a cambio de qué? Me parece que el uso de la inteligencia siempre va a tener un precio. Hemos sacado a la luz los problemas de la república, y eso está prohibido, como lo estará en años y en décadas futuras. ¿Por qué no se puede hablar de los problemas de la república sin ser acusado de enemigo? Se ha convertido en tabú el proclamar fríamente, con toda la convicción del mundo…, pero sólo con convicción, (desmayadamente) “viva la república”.

TELÓN