LA CULPA, EL COLECTIVO Y LA MENTIRA: OBJETO A BAUMAN (1)

Micaela Esgueva

¿Quién puede creer hoy en una diosa llamada Razón? Ya nos ha demostrado suficientemente su crueldad y sus errores. Sin embargo, ¿quién puede vivir sin sacrificarle algo de vez en cuando? No la aceptaremos como diosa, pero no por ello la condenaremos al olvido. Porque se da la paradoja de que quienes así han hecho, han acabado comportándose exactamente igual que sus adoradores. Probablemente sólo se puede pensar un mundo que sea igual de horroroso que el gobernado por la sola Razón: el mundo en el que la razón está por completo ausente. Bauman nos deja perfectamente informados de la cantidad de culpa que debemos atribuir a esa Razón diosa, o simplemente a esa Ilustración que nos la coronó, en lo relacionado con crueldades y genocidios del siglo XX que han producido una estupefacción de la que muchos parecen no haber salido todavía.

Tengo una primera objeción que hacer a Bauman, al que tomaré como representante provisional de esa postura intelectual hoy generalizada: ¿acaso los genocidios anteriores en la historia de los que tenemos noticia, que son decenas y decenas, y algunos de calibre por lo menos similar al Holocausto, se hicieron también como ofrenda en ese altar construido por la Ilustración europea? Creo que atribuir tanta culpa a la Ilustración europea podría no ser otra cosa que una manifestación más de eso que en ocasiones se ha llamado «eurocentrismo»: es decir, que a lo mejor no sobraría advertir a los pensadores europeos que ha habido mucha más historia que la europea, y muchas más naciones y muchos más genocidios, y algunos muy similares, y ellos en lugares, épocas y culturas en los que esa denominación de Ilustración no quería decir prácticamente nada. Pero no voy a investigarlo ahora, y sí me voy a quedar con la primera de las palabras que me importan cuando pienso en este asunto: la culpa. Otra palabra que me importa es «mentira», y otra es «grupo», o «colectivo».

Pero, de momento, de la culpa me preocupa su atribución generalizada e indiscriminada a quien quizá no es acertado ni correcto atribuirla; y esto es un fenómeno que sí me parece que, junto con otros pocos, define de modo muy particular nuestra sociedad occidental actual, y que está desde luego relacionado con esos que designan esas otras dos palabras que acabo de mencionar como importantes.

La culpa

Atribuyendo la culpa a quien no es correcto atribuirla se consigue, en primer lugar, que el verdadero culpable salga impune. Lo grave de esto, por supuesto, no es que quede simplemente sin castigo, sino que esa impunidad es la condición de que pueda seguir incurriendo en esa conducta o esa actividad cuya culpa nos parece tan importante saber atribuir a alguien. La Ilustración es culpable; la razón es culpable; Europa es culpable; los europeos post-ilustrados o post-modernos somos culpables… En realidad, el sentimiento de culpa, o como mínimo la convicción de culpa se ha cultivado hasta tal extremo que ha desbordado esa causa inicial y ha tenido que partir forzosamente a encontrar nuevos motivos, porque el adiestramiento en la culpa se había pasado de revoluciones: la destrucción del planeta, la creciente (?) mortandad de niños en el mundo, la ciencia soberbia y equivocada, mil otras cosas, y más recientemente esos malos tratos españoles de carácter machista, todo; de todo y en todo momento, somos todos y cada uno de nosotros culpables.

En mi opinión no hay planteamiento más reaccionario que este. En primer lugar, porque,  aunque Camus nos dibujó insuperablemente al individuo incapaz de sentir culpa, no es menos cierto que con eso no estaba retratando más que una amenaza que se cernía en el horizonte, y contra la cual nos advertía. Voy a aceptar inmediatamente que en los años veinte y treinta europeos se tratara de un fenómeno generalizado. Pero no voy a dejar de decir, inmediatamente a continuación, que yo no estaba allí entonces, y que no estoy dispuesta a aceptar culpa alguna por algo que yo no hice. Es cierto que hay un «cansancio de la culpa» del que nos habla Habermas; quizá habría que añadir un cansancio de «hacer de pararrayos», de atribuirse uno mismo culpas que pertenecen a otros, que de este modo salen bien librados. Tengo la impresión de que muchos de los atascos argumentales en los que perecen muchos de los debates actuales quedarían despejados si nos decidiéramos a hacer un pensamiento sobre la culpa que se atreviera a afrontar todo acerca de nuestra historia: pero a estas alturas no es tan necesario hacer catequesis acerca de lo culpables que somos todos de todo, que no deja de ser una actitud puritana, pudibunda, provinciana, asexuada, cobarde, blanda e interesada, como más bien delimitar con precisión quién es culpable de qué, y quiénes y de qué modo y por qué caminos pueden llevar adelante el pensamiento de esta post-ilustración, una vez aprendido todo lo que hay que aprender de la historia, soleada o negra, del pasado. Hacer una filosofía valiente de la culpa, hoy, después de Bauman, después de Adorno y Horkheimer, tendrá que incluir forzosamente ya no «de qué soy culpable», sino «de qué no soy culpable», después de tantos años de pesadumbre y golpes de pecho. Y quizá de risas de otros.

(Continúa)