15 Abr LA CULPA, EL COLECTIVO Y LA MENTIRA: OBJETO A BAUMAN (4)
Micaela Esgueva
Las mentiras son rentables si no tienen a una sola persona como víctima. La mentira requiere un colectivo. De ahí la desaforada actividad colectivogénica de nuestros días, que todos podemos reconocer en cuanto nos detengamos brevemente a examinar.
Tengo la impresión de que si ya tenemos claro los males a los que llevó la Ilustración, puede ser momento de rescatar aquello que de válido tuvo y nos dio en herencia. ¿O deberíamos rechazar todo porque diera lugar a ciertas manifestaciones aberrantes? Creo que se puede rescatar el valor del individuo, corrigiendo lo necesario en aquel sujeto soberano del universo, en el cual ya es difícil saber cómo alguien puede creer. Pero este rescate, a estas alturas, exige medios y tiempo que uno no alcanza a calcular. Cualquiera que se haya visto convertido en miembro de un colectivo «fuerte», aunque haya sido muy a su pesar, habrá experimentado la fuerza del mismo. En un ejército, incluso en un ejército de servicio obligatorio, la disolución de la responsabilidad individual en favor de una especie de responsabilidad colectiva es inmediata. Quiero decir que no sólo la sensación de que uno hará algo de lo que todos los demás son corresponsables, sino la convicción de que es así, se percibe o se construye inmediatamente; además, resulta que es muy verdad en los colectivos forzosos. ¿Cabe pensar que los colectivos a los que uno se adscribe voluntariamente son cobertura para realizar acciones que de todos modos se iban a realizar pero cuyas responsabilidades no se querían afrontar? Examinar eso ya sería ir descendiendo hacia el individuo, y, como sospecho, quizá hacia la salida de este estancamiento.
Más allá de ciertas y muy contadas circunstancias objetivas, la pertenencia a un «colectivo» rentable para otros (que pueden decirse pertenecientes o no al mismo) es siempre indeliberada al principio. No digamos ya en las comunidades «raciales». Casi siempre, al poco tiempo, no se puede prescindir ya de la cobertura que proporciona. Es sorprendente observar cuántos de entre los miembros de cualquiera de esos «colectivos» saben, a partir de entonces, que son otros los que toman las decisiones; o que son traídos y llevados, o que se les miente; pero lo aceptan hasta festivamente, quizá por cansancio de sí mismos, quizá por el bien de una causa.
Rechazar aquel empelucado yo soberano de la Ilustración no nos obliga a semejante abdicación del individuo. Claro que en cuanto un individuo se alza independiente, genuino, y habla en vez de balar o de entonar un himno, surge la sospecha. En cuanto alguien propone dejar de mirar embelesados por un momento al gran Sistema de Pensamiento y descender a la vida de las personas tal como se desarrolla cotidianamente, el colectivo se revuelve, la mentira se reaviva y la culpa se proclama.
A lo mejor hay que dejar atrás la Ilustración, pero será inevitable hacer eso con algo de la Ilustración. Una sociedad sin razón en absoluto quizá nos llevara también a Auschwitz. Una sociedad sin individuo nos lleva directamente al Gulag. Una sociedad de colectivos nos lleva directamente a considerar que ejercer violencia física sobre compañeros que no se suman a una huelga es algo legítimo, y nos impide ver que así y sólo así comenzaron las juventudes hitlerianas.
Hay en toda esta materia algo que hace inevitable pensar en la vocación totalizadora de los grandes sistemas filosóficos, como si fuera imposible que de una cosa no se extrajera la otra. Quizá la filosofía ya ha pasado el sarampión de los grandes sistemas, especialmente los sistemas germánicos. Quizá no. Quizá tiene tareas por delante que estos no contemplan: las condiciones en que pueden o no pueden convivir las culturas, la moderación de los criterios tecno-científicos aplicados a la sociedad, probablemente mil y una tareas más.
En todo caso, a mí me cuesta especialmente encontrar un sentido a la filosofía que habla sólo de sí misma. Quizá una pequeña parte, un cierto tiempo, sea legítimo: estas palabras pueden ser una muestra de ello. Está bien que la filosofía se pregunte de vez en cuando: ¿qué estoy haciendo? Pero creo que inmediatamente a continuación debe cumplir con lo que muchos esperan de ella. Al fin y al cabo, son infinidad de temas los que nadie más que ella se atreve a tratar. Todos ellos exigen conocimientos ajenos a la filosofía. No vamos a pedir que los filósofos sean forzosamente químicos o poetas o políticos; pero sí podríamos pedir que si un filósofo no sabe nada de química se abstenga de hacer lo que podría llamarse «filosofía de la química». Pero la cuestión es: ¿qué hace un filósofo que no sabe más que de filosofía?