El clásico 20

San Agustín: Confesiones. III, 2. Altaya, 1993. Trad. de Pedro Rodríguez de Santidrián

 

Me atraía irresistiblemente el teatro, reflejo de las imágenes de mis propias miserias e incentivo de mi fuego interior. Me pregunto por qué los hombres querrán ver en él cosas tristes y    trágicas que no quisieran padecer en la realidad. Sin embargo, es evidente que el espectador goza sufriendo y el mismo dolor es su deleite. ¿Qué es esto sino un delirio miserable? Tanto más se conmueve el hombre con tales cosas cuanto menos libre se está de semejantes afectos. Bien es verdad que cuando uno las sufre las llamamos miserias y, cuando se compadecen en otros, misericordia.

Pero, ¿qué clase de misericordia podemos sentir realmente en una escena imaginaria del teatro? No se invita a los espectadores a socorrer, sino tan sólo a condolerse, y cuanto más se conmueven más aplausos recibe el autor. Pero sucede que si tales desgracias humanas -sean antiguas o fingidas- se representan sin que el espectador se conmueva, este deja el teatro molesto y criticando. Pero, si le conmueven, estáse quedo y atento y derrama lágrimas de alegría.

Luego también se aman las lágrimas y el dolor. Ciertamente, pues todo hombre necesita y quiere gozar. A nadie agrada ser desgraciado y a todos gusta ser misericordioso. Pero no pudiendo existir esto sin dolor, ¿no estará aquí la razón verdadera de que se amen los dolores? También esto procede de la vena de la amistad. Pero ¿hacia dónde va? ¿Adónde fluye la corriente? ¿Por qué se desboca hacia el torrente de pez hirviendo del que salen llamas inmensas de torpes deseos en los cuales el alma, echada de aquella celestial serenidad, se muda y revuelve?

Esto no significa, naturalmente, que debamos rechazar la compasión. Algunas veces debemos aceptar los dolores.