El clásico 22

Arturo Barea: La forja de un rebelde. Tomo II, La Ruta. Cap. VI, págs. 79-80. Ediciones Turner, Madrid, 1977.

 

Por primera vez iba a ir a la guerra.

Cada soldado, cogido en el mecanismo de un ejército, se pregunta a sí mismo en la víspera de ir al frente: «¿Por qué?»

Los soldados españoles en Marruecos se hacían la misma pregunta. No podían evitar el intentar entender por qué se encontraban en África y por qué tenían que arriesgar sus vidas. Los habían hecho soldados a los veinte años, porque tenían veinte años; los habían destinado a un regimiento y los habían mandado a África a matar moros. Hasta aquí su historia era la misma de todos los soldados que son movilizados por una ley y mandados al frente de batalla. Pero en este punto comenzaba su historia puramente española:

«¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que ‘civilizarlos’ si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casas son de adobes, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba, y si nos quejamos, la guardia civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la guardia civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O voy a ser yo el que mate?

El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable. «Sea lo que Dios quiera», dice. Y esto no es una resignación cristiana, sino una blasfemia subconsciente. Dicho así significa que uno se siente impotente ante la realidad, y que tiene que resignarse a la voluntad del usurero cuando le quita a uno el trozo de tierra, aunque se haya pagado tres veces su valor, por la simple razón de que nunca tuvo uno junta la suma total de la deuda.

Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expectación de lo peor.