15 Dic El clásico 24
Karl R. Popper: La miseria del historicismo. Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, 1972, reimp. 1999. Trad. Pedro Schwatrz.
El historicismo es un movimiento muy antiguo. Sus formas más antiguas, tales como las doctrinas de los ciclos vitales de las ciudades y las razas, preceden incluso a la opinión teleológica de que hay propósitos escondidos tras los decretos aparentemente ciegos del destino. Aunque esta adivinación de propósitos escondidos está muy alejada de la actitud científica, ha dejado huellas inconfundibles sobre las teorías historicistas incluso más modernas. Todas las versiones del historicismo son expresiones de una sensación de estar siendo arrastrado hacia el futuro por fuerzas irresistibles.
Los historicistas modernos, sin embargo, parecen no haberse dado cuenta de la antigüedad de su doctrina. Creen -¿y qué otra cosa podría permitir su deificación del modernismo?- que su propia versión del historicismo es la última y más audaz realización de la mente humana, una realización tan sensacionalmente moderna que muy poca gente está lo suficientemente adelantada para comprenderla. Creen, además, que son ellos los que han descubierto el problema del cambio, uno de los problemas más viejos de la metafísica especulativa. Al contrastar su «dinámico» pensar con el pensar «estático» de todas las generaciones previas, creen que su propio avance ha sido posible por el hecho de que ahora estamos «viviendo una evolución» que ha acelerado tanto la velocidad de nuestro desarrollo que el cambio soial puede notarse ahora en el espacio de una vida. Esto es, naturalmente, pura mitología. Han ocurrido revoluciones importantes antes de nuestro tiempo, y desde los días de Heráclito el cambio ha sido descubierto una y otra vez.
El hecho de presentar una idea tan venerable como audaz y revolucionaria descubre, creo yo, un conservadurismo inconsciente, y los que contemplamos este gran entusiasmo por el cambio podemos muy bien preguntarnos si no será sólo una de las caras de una actitud ambivalente y si no habrá una resistencia interna al cambio a la que el historicista quiera sobreponerse con este entusiasmo. Si esto es así, queda explicado el religioso fervor con el que esta vieja y carcomida filosofía es proclamada como la última y, por tanto, la mayor revelación de la ciencia. Después de todo, ¿no serán los historicistas los que tienen miedo del cambio? ¿Y no será quizá este temor a cambiar lo que les hace tan absolutamente incapaces de reaccionar racionalmente ante la crítica y lo que hace que los demás acojan tan bien sus enseñanzas? Ciertamente parece como si los historicistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido por una ley inmutable.