15 Ene El clásico 6
(…) si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades, aunque tengan opiniones distintas y aun contrarias. Pues ni los más versados, por no aludir siquiera a la plebe, saben callar. Es este un vicio común a los hombres: confiar a otros sus opiniones, aun cuando sería necesario el secreto. El Estado más violento será, pues, aquel en que se niega a cada uno la libertad de decir y enseñar lo que piensa; y será, en cambio, moderado aquel en que se concede a todos esa misma libertad.
(…)
De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad.
(Baruch Spinoza: Tratado teológico-político. Traducción de Atilano Domínguez. Alianza editorial S.A., Madrid, 2003. Págs 414 y 415.)