Herbert Marcuse: Eros y civilización

Herbert Marcuse: Eros y civilización. Ariel, Ed. Planeta, 1981. Trad. de Juan García Ponce

(págs. 229-231).

 

La hipótesis del instinto de la muerte y su papel en la agresión civilizada arroja luz sobre uno de los más descuidados enigmas de la civilización: revela la escondida liga inconsciente que ata a los oprimidos con sus opresores, a los soldados con sus generales, a los individuos con sus amos. Las destrucciones totales que enmarcaron el progreso de la civilización dentro del marco de la dominación fueron perpetuadas, teniendo enfrente su posible abolición, por el acuerdo instintivo con los ejecutores por parte de los instrumentos y víctimas humanas. Freud escribió durante la Primera Guerra Mundial:

«Piense en la colosal brutalidad, crueldad y mendacidad que se permite extender ahora sobre el mundo civilizado. ¿Cree usted realmente que un puñado de belicistas sin principios y corruptores del hombre hubieran tenido éxito en desencadenar toda esta maldad latente, si sus millones de seguidores no fueran culpables también?»

Pero los impulsos que esta hipótesis asume son incompatibles con la filosofía moralista del progreso expuesta por los revisionistas. Karen Horney expone brevemente la posición revisionista:

«La tesis de Freud (de un instinto de la muerte) supone que el motivo final de la hostilidad y deseo de destrucción radican en el impulso de destruir. En tal forma, convierte en lo opuesto nuestra creencia de que destruimos para vivir: vivimos para destruir.»

(…)

El argumento revisionista minimiza el grado en el que, en la teoría freudiana, los impulsos son modificables (y) están sujetos a las «vicisitudes» de la historia. El instinto de la muerte y sus derivados no son excepción. Hemos sugerido que la energía del instinto de la muerte no debe necesariamente paralizar los esfuerzos para alcanzar un «futuro mejor»; al contrario, estos esfuerzos son más bien paralizados por la sistemática restricción que la civilización impone sobre los instintos de la vida (…).

Freud no creía en realidad en posibles cambios sociales que alterarían suficientemente la naturaleza humana para poder liberar al hombre de la opresión externa e interna.