¡Filosofía de la educación desde la casa de Alba!

¡Filosofía de la educación desde la casa de Alba!

Ramón Nogués

Dijo hace como un mes nada menos que un personaje de la casa de Alba: «La aristocracia no ha tenido que esforzarse, y eso crea decadencia». Bueno, ¿cómo que «un personaje de…»? Exactamente Jacobo Siruela, claro, el que así o asá, con estas ayudas o sin aquellas otras, se curró la editorial de su condado o su apellido, que tan buenos productos dio. No sé demasiado de esa familia, porque para saber hay que ser aficionado, y no lo soy, pero sé lo justito, por encima, un poco para saber leer un periódico: que su hermano pequeño también lo ha intentado con poco, en el mundo de la cría de caballos o algo así.

Me interesa por encima de todo que Jacobo Siruela cree estar hablando de «la aristocracia», y ese titular entrecomillado nos da derecho a pensar que son palabras suyas recogidas literalmente, pero en realidad está hablando de muchas otras cosas.

«Eso crea decadencia» es algo tan amplio que lo que hay que hacer es tener cuidado, porque se lo podemos atribuir a todo, incluido el «brillo de nuestro cabello», como dicen en los anuncios. Así que paso a paso. Incluso paso a paso hacia atrás, empezando por el final: en muchos ámbitos de la sociedad, laborales, de pensamiento, académicos, se puede dar ya por concluida la guerra entre el esfuerzo y la dejadez. Mirad que no hay nada más que miles de antónimos de esfuerzo, y que para lo que percibimos tras esta frasecita cuesta elegir alguno: negligencia, desmayo. De momento, a ver qué tal funciona: contra el esfuerzo, la dejadez: deja de hincar los codos para estudiar, ya te lo contarán en clase. Dejadez. Deja de tomar apuntes, si no entiendes luego algo, pregúntalo y te lo contestará el profesor.

Hace poco, un autor novelístico español por delante de los de primera dedicaba su columna dominical a los gilipollas (así los llamaba, incluso en el título, y probablemente con justicia) que se habían quejado por no ser asistidos con un café con leche en su coche atascado en la nevada de enero en una de las rondas de Madrid, tras 72 horas de avisos y alertas meteorológicas. A mí que me lo arreglen, oyes, es que no hay derecho.

A mí que me decoren mi casa, a mí que me limpien el suelo en el que se me ha caído una cocacola, a mí que me estudien un idioma, a mí que escriban una novela, a mí que me corrijan mi artículo de estilo y hasta de ortografía, a mí que me cocinen la comida y que me elijan el menú, a mí que me lleven y que me traigan y que me elijan destino de viaje y que me arreglen el desaguisado que yo he producido, que me den alternativas de ocio, que me den remedios para dormir: ¿alguien puede decir de verdad creyéndoselo que esto en la actualidad es propio de la aristocracia?

Yo creo que cualquiera percibe que tras esa frase de Siruela, por otro lado tan añeja y repetida desde Quevedo y desde antes de Quevedo, se ha producido un aumento desmadrado de lo que algunos llaman extensión del concepto, y que hoy podemos hablar de un fenómeno, vaya usted a saber, quizá general. Por lo menos, muy extendido.

Consecuencia inevitable de esa sociedad de la queja que se viene contemplando, describiendo y casi siempre llorando ya desde hace 20 o 25 años, cuando se consolidó la condición de víctima como algo parecido a una nueva aristocracia. No las víctimas verdaderas de algo, se entiende, sino las que no siéndolo de nada en particular aprendían a vender la lectura de su situación particular como hija de la victimación de… de… Ahí, justo ahí, empezaron las aficiones a las teorías conspiranoicas y granguiñolescas. Porque si la empresa que habíamos contratado para que fregara la escalera de mi bloque una vez a la semana se retrasaba un par de veces, con toda seguridad eso se tenía que deber a una instrucción  dada desde arriba, ¡pero desde muy arriba!, para fastidiarnos a los de siempre, que todo nos cae a nosotros, y seguro que para limpiarles a ellos sus mansiones en lugar de nuestras humildes escaleras, así que estamos ya mismo pidiendo la dimisión de estos cinco ministros y exigiendo una compensación económica de las arcas públicas (jódete, vecino, lo vas a pagar tú) por menoscabo, desprecio y con el agravante de mirada displicente, con abogado tahúr por medio. Creo que se ve que entre eso, tan general, y el protestar ante las cámaras de tv porque «nadie» te ha traído un café con leche a tu coche atascado por tu idiotez en una autovía nevada, hay poca distancia, ¿verdad?

¿Y se ve también, o se ve menos, la relación que hay entre esa «decadencia de la aristocracia» (aristocracia = cualquier yo soberano, todos y cada uno, y algo más el que más grite) y lo que empezó a hacerse cuando se teorizó hasta la náusea, se batalló y se consiguió imponer como doctrina pedagógica general la abolición del esfuerzo, la evitación de los obstáculos, el rodeo de los inconvenientes y el autohalago? Es que Siruela dijo precisamente la palabra «esfuerzo», nada menos. La palabra tótem, o quizá tabú, de las pedagogías comprehensivas, desde las exudadas por aquel nefasto laborismo británico que acabó trayendo a Thatcher como rebote, que se ocupó mal de casi todo, pero no se ocupó nada nada, ni bien ni mal, de corregir la explosión nuclear que se había producido en la enseñanza, que desde entonces fue contaminando país tras país hasta emponzoñar todas las pedagogías de todo el mundo, salvo dos o tres.

«Y así los alumnos pueden dominar estas habilidades sin esfuerzo…» «Y así, sin esfuerzo, te podrás hacer con un idioma nuevo…» La familiaridad que tenemos todos con estas expresiones, que podríamos seguir reproduciendo hasta varios miles, ya debería ser suficiente para alarmarnos. ¿Cómo que sin esfuerzo? A veces parece que habitamos una película de anticipación estilo Wall-E (u otras anteriores con el mismo asunto) de gordos inertes que resuellan de fatiga hasta cuando señalan con el índice la dirección en la que quieren ser trasladados en sus sillas flotantes de gordos inertes.

Lo más irritante es que nada de esas «pedagogías sin esfuerzo» tienen base alguna, desde luego observable y conductual, y mucho menos neurobiológica. Sólo producen fracasos en masa, intelectuales, culturales pero también personales, porque enseñan, contra lo que dicen sus catecismos, a ser PASIVOS (y mira que se regodean en sus rezos con lo del «alumno activo»), que es el concepto inevitablemente asociado al No-Esfuerzo. Esperan que les lleven hasta ellos los conocimientos, esa cosa que ahora llaman «las habilidades» y todavía más «las competencias». Y que les lleguen. Nadie les ha enseñado que a los conocimientos, a las «habilidades», a los idiomas, a todo, a los demás, al afecto, a la amistad, a la pareja HAY QUE IR, no esperar a que venga… como un aristócrata espera(ba) a ser cortejado, elegido y casado con lo mejor posible del mercado conyugénico, sin que él tenga que hacer eso, esfuerzo alguno.

La aristocracia hoy somos todos, ¿de acuerdo? Desde hace ya varias generaciones se ha impuesto desde el preescolar hasta la universidad la pedagogía del pre-masticado, nada de esforzarse. Hay que estar ciego para no conocerlo. Y sí, es muy de temer, es verdad: no esforzarse lleva a la decadencia, que no es simplemente una frase de bonito sonido, sino, precisamente, una descripción simplemente humilde de lo que está pasando con el conocimiento, con el civismo, con la actividad cultural y científica, con la habilidad de vivir (y de hacerse uno a sí mismo el café con leche; o de atender a las alertas de los meteorólogos, coño): que sólo esos pocos que de verdad se esfuerzan están llegando al conocimiento, al civismo, a la acción cultural y científica. La nueva aristocracia.

Pues oye, si es eso, bienvenida sea.