15 May Hulot, ¿cómo se dice drugstore en francés?
Hulot, ¿cómo se dice drugstore en francés?
Ramón Nogués
Jacques Tati es un cineasta del grupo, o el no-grupo, de los raros, que siempre hizo lo que le dio la gana, nunca tuvo fans, ni mucho menos grupos a su favor, ni se alineó políticamente en pandilla alguna; y además su cine, ese que le daba la gana hacer, era originalísimo y encima valiente.
¿Cómo consiguió estrenar comercialmente cualquiera de sus películas, obras de dos horas, prácticamente sin diálogos casi todas, y sin lo que pudiera llamarse verdaderamente una historia? Les reventaba por igual a los espectadores nouvellevagues, no digamos a los del cine político cincuentero y sesentero, y por supuesto a los amigos de las aventuras y la acción. Pero rodó, montó y estrenó, y aunque podemos suponer que, como le pasa a cualquiera, no tanto como quiso, desde luego lo que llevó hasta el final no deja lugar a dudas de que se trataba de la película tal como él quería que fuera.
Ya sabe el lector que acabó amasando como con arcilla un personaje, Mr. Hulot, del que nunca se sabrá cuánto tenía de invención y cuánto de simple proyección de sí mismo. Un tío desgarbado y desbordado, cortés hasta el suicidio, algo a la antigua precisamente por su educación exquisita, y carente de control alguno sobre su vida, sus horas y sus pasos. Un tipo que hubiera dado mucho más de sí en otras circunstancias y quizás en otras épocas, y hubiera merecido mucho más desarrollo: hoy, probablemente, tendría varias temporadas de teleseries a su disposición, y hasta spin-offs sólo para él. Algo así como el doctor Frasier Crane, pero todo lo contrario: Hulot es parco, estoico, resignado, sin rocalla alguna. Sí, hasta físicamente se parece (su cara) a Buster Keaton (y en su actitud se cruza algo incluso con Harold Lloyd).
Nos interesan ahora algunas cosas de su película Play Time (película de Tati y de Hulot). Algo así como continuando lo iniciado en Mi tío, que es de 1958 (y Play Time es de 1967), lo que Hulot contempla y acepta, es cierto que algo estupefacto, es la era postindustrial arrasando todo el mundo anterior. Sin entrar en más detalles, el París de hoy, de ese 1967, visitado por una pandilla de viajeras norteamericanas, es ya solamente un París de acero y cristales. Hasta tal punto que la primera hora de película casi parecería fotografiada en Blanco y Negro; pero no: las caras y sobre todo los ridículos tocados «norteamericanos» que llevan las turistas nos dejan ver sus rojos, sus rosas y sus floripondios. Nadie, que sepamos, llamaba todavía globalización a lo que comenzaba…, o quizá algo más que comenzar, pero es que a nadie se le había ocurrido pensar en ello. A nadie no. Ahí estaba Tati, por delante de Lipovetsky, de las diferencias y de todo: contemplando y reflexionando.
Hay algunas secuencias magistrales y propias de una mente diabólica, y además infernales para el fotógrafo: durante un rato Hulot quiere reunirse con un fulano de una empresa, y los departamentos, pasillos, corredores, salas de espera y pasajes de ese edificio y de los edificios contiguos sólo tienen como muros enormes lunas de cristal. Jugamos con ellas todo lo imaginable: cuando parece que están ahí, alguien camina a su través, que no es su través porque no había luna (sólo marcas como carriles en las paredes, y Hulot frenándose para no chocarse con nada); cuando parece que están aquí resulta que estaban un metro más allá, y viceversa. Al final, Hulot sólo reconoce a su cita en un reflejo en el cristal segundo, es decir, uno que está al otro lado del corredor, ejerciendo de pared de la sala de enfrente; su cita también le ve brevemente, y van a entablar quizá conversación a través del reflejo del reflejo cuando un grupo de visitantes se lleva a Hulot para otro lado y descubrimos que él y su cita estaban en la misma sala a escasos metros uno del otro. Las turistas, mientras tanto, no ven un solo monumento de los parisinos, pero nosotros vemos algunos: solamente en reflejos de puertas al abrirse, en un escaparate entre aceros al irse el autobús, nada más (sólo una turista, la joven, ve en uno de esos reflejos, durante dos segundos, la torre Eiffel).
Por ahí andan Platón, para empezar, y luego todos los moralistas que uno quiera y, si nos ponemos bestias, pues acabaremos hablando de José Hierro S. Pescador y la filosofía del lenguaje y todo. Qué exceso.
Está todo eso en Play Time a la vez que otros mil detalles de observador superdotado y puede que hasta precursor. ¡La identidad nacional está desapareciendo y Tati lo retrata en 1967! Se inaugura un restaurante de alto copete, y eso da lugar a fabulosas escenas de las cuales nos tememos que hasta puede que Blake Edwards cogiera algo para su Guateque del año siguiente: el crescendo hacia la orgía de bailarines es antológico, y pasamos en algunos minutos de los bailes agarrados de restaurante de los cincuenta, bongó a bongó, al despendole sin códigos ni recato de los sesenta. Luego, ya de madrugada, entran muchos a por un café en un drugstore cercano. «¿Cómo se dice drugstore en francés?» Pregunta una turista a Hulot. Es precioso: él titubea. La postguerra se ha acabado, la todavía innominada globalización ya está aquí; y responde: «Eeeeh…, drugstore». ¿Un francés admitiendo un anglicismo? El fin.
Donde nos parece que Tati se ha marcado el ensayazo, y se gana la escarapela de filósofo de la quincena, es en la agencia de viajes supermoderna (y de acero y cristal, sí): carteles de Estocolmo, Hawai, México, USA, Holanda, «América del Sur», Japón, Alemania y Moscú, con el nombre bien grande, y con la foto bien grande sobre cada nombre… de exactamente el mismo edificio de cien filas de ventanas y cincuenta pisos de alto.
¿No hay quien se queja hoy, como si fuera algo de ahora, de que ya se vende en todas las ciudades y en todos los aeropuertos del mundo la misma mercancía para turistas? Nada nuevo: Tati se adelantó.