Mendeleiev y algunos otros

Mendeleiev y algunos otros

Ramón Nogués

Quizás una de las obras más importantes de la historia del pensamiento es una de las menos citadas, o a lo mejor no citada en absoluto, en los estudios de filosofía: la tabla periódica de los elementos.

¿Pero esto qué es?, apetece preguntar casi enfadado cuando se empieza a conocer un poco en serio, como si se estuviera asistiendo a una fechoría; ¿A quién se le ha ocurrido esto?, como si fuera una directora de colegio antiguo descubriendo una barrabasada. Hay fases en el estudio del Sistema Periódico: esa primera de asombro, una siguiente de admiración, luego de defensa escéptica, casi de negación: no puede ser verdad, es demasiado bonito. Por último, de sumisión y conciencia de la propia minucia.

Como buenos filósofos no radicales, no seremos nosotros los que afirmemos rotundamente la correspondencia de la ciencia con el mundo. Nos gusta mucho; más aún: es de lo que más nos gusta esa actitud expresada en esa especie de aforismo algo como de broma (pero que de broma no tiene nada): que el lenguaje newtoniano nos permita entender mejor el universo no significa que el universo hable newtoniano. Aun así puede que no haya quedado claro, así que insistimos por otra vía: si alguien nos tuviera que insultar, que nos insulte de lo que somos: realistas instrumentales, que se decía hace no mucho. No es que hayamos pretendido ser «realistas instrumentales» como el que pretende sacarse un título de instructor de parapente: es que atendemos a nuestro mejor criterio y a nuestra más tranquila convicción, y nos encontramos con que lo que pensamos está muy cerca de eso que ciertos etiquetadores han llamado así: realistas instrumentales. De modo que aceptamos que ese es el juego: que así nos explicamos las cosas, hasta las podemos predecir en mayor medida que con otras actitudes, y desde luego nos dan la posibilidad de manejarlas y hacer cosas con ellas. Con eso nos basta.

Así que nos basta con que la Tabla Periódica parezca lo que es: la organización de todos los átomos que es posible encontrar en el universo, relacionándolos por tamaño, peso, propiedades físicas y químicas conocidas y hasta desconocidas.

Ahí está lo abrumador: mucha observación, mucho, mucho trabajo, mucho cuidado en el procesado de la información, y todo eso da lugar a que «como por arte magia» Hidrógeno, Litio, Sodio, Potasio, Rubidio, Cesio y Francio se puedan relacionar de modo indiscutible, incluso siendo el Francio 87 veces más pesado que el Hidrógeno (y de un volumen más o menos igual de mayor), o estando el Sodio en cantidades significativas, grandes, en nuestro organismo, sin el cual moriríamos, pero causándonos esa muerte la simple ingestión de ínfimas cantidades de su compañero de grupo Cesio… es decir: todo lo visible a primera vista parece desagrupar a estos elementos, pero al mirarlos más de cerca, o puede que sólo más tiempo, o probablemente buscando otras características en particular…, de pronto se hace visible que por detrás de lo visible hay algo que los reúne. Y además reúne al Litio con el Berilio, el Boro, el Carbono, el Nitrógeno, el Oxígeno, el Flúor y el Neón. ¿Es que nos hemos vuelto locos? Y al Oxígeno, nada menos, con el Azufre, ¡el satánico Azufre!, el Selenio, el Teluro y el Polonio. ¿Será posible?

Una vez que la ves acabada, cuando contemplas una Tabla Periódica como se debe, es decir, como el Descendimiento de van der Weyden o el Airbus 380 o una partitura de Bach, se te corta la respiración durante unos segundos, y cuando la has recuperado se te vuelve a cortar, y así probablemente el resto de tu vida cada vez que la vuelvas a contemplar. Pero eso no es nada comparado con la admiración que a cualquier ser con vista y raciocinio le tiene que sofocar: desde el principio, estaban previstos los lugares que tendrían que ocupar esos elementos que aún no se conocían pero que tenían que existir, y precisamente con las características y propiedades que corresponden a ese lugar. Y sin falta se fue cumpliendo, los huecos se fueron rellenando, y pronto se tenía aquella tabla de los años 60 de los famosos y casi divinos 103 elementos. Pero esta ya tenía los huecos preparados para lo que no se conocía; o, por decirlo mejor, se conocía que no se conocía. Esto es adentrarse en territorios muy complejos de la gnoseología, me atrevería a decir.

Pero los «químicos» se dejaban de historias y seguían con lo suyo. Ni esquemas generales ni retóricas: aquí, en este huequecito debajo del Bismuto, tiene que haber un elemento, es imposible que no lo haya (y lo hay, el 115: el Moscovio). Por no hablar de los actínidos o los lantánidos: son de esta familia, o sea que no ocupan otras casas, pero suman habitantes (que se rellenan por dentro, así que no lo parece). Y venga a prever, y venga a confirmar.

Qué filósofos, qué tíos.