¿No verbal también es filosofía? Tom Wesselmann

¿No verbal también es filosofía? Tom Wesselmann

Ramón Nogués

Vaya bronca tenemos a este lado de la pantalla. Parece que hemos vuelto a la facultad con este asunto.

A menudo se glosa una supuesta incapacidad verbal de ciertos artistas, sobre todo de pintores y músicos, que se asimila a la de la mayoría de deportistas no se sabe si de élite pero que son esforzadamente pretendidos por locutores al acabar los partidos de fútbol o de baloncesto o las carreras ciclistas, y al cabo de cinco minutos de intentos han dejado a todos los espectadores jadeando de ansiedad ante el espectáculo no deportivo sino de lucha de un ser humano por acabar una frasecita, sin conseguirlo. Lo de pintores y músicos viene de muy muy antiguo, y a veces se han sumado también fotógrafos y camarógrafos y alguna especialidad más: «Yo escribo con esto», respondía un famoso cámara cuasi suicida de una vuelta ciclista (iba haciendo volatines y de paquete en una moto por la subida a los lagos de Covadonga y cosas así) mientas señalaba a su cámara, excusándose así de responder a su compañero reportero. Y lo de los pintores es casi un tópico. Nunca se sabrá si es que se lo proponen como signo de pertenencia gremial, y alguno tendría barbaridades de cosas interesantísimas que decir pero se las calla para respetar la norma profesional. O que no, que a lo mejor es más bien verdad, y que se trata de una de esas cosas de compensación cerebral de energía temporal o parietal o del hipocampo o quién sabe qué, que ya que tienen ese lado visual-manual tan por encima del que tenemos nosotros, el de la cosa verbal-racional lo tienen menos asistido de energía o de riego o de lo que sea, y es verdad que hablan menos porque necesitan hablar menos, o hablan peor, como en algún caso se ha podido ver, o hablan a menudo algo así como a ladridos y casi siempre enfadados, que es verdad que no es más que otra modalidad de hablar peor.

Fíjense en una cosa: qué cantidad de veces (vamos a olvidarnos ya de los deportistas) hemos leído o visto en la tele una entrevista a un pintorazo de esos de hoy en día (que tenemos cada genio por aquí que los del futuro nos van a envidiar) y no muy tarde hemos acabado diciendo: basta, que se acabe, me valen sus trabajos, sus pinturas, sus cosas, pero lo que dice no. No pondremos ejemplos. A propósito, pasa también con cierta proporción de los cineastas, que a veces sacan una buena película pero casi estropean la cosa cuando en las entrevistas de promoción se sueltan el pelo verbal y se meten en jardines derridianos-zizekianos o cosas parecidas, siempre muy evidentemente sin saber demasiado, y le hacen a uno decir: calla, calla, que la peli te ha quedado niqueladita, que te he aplaudido esos planos de gentes en el bosque, no me hagas creer ahora que he aplaudido a no sé qué simbolismo que has puesto ahí para reivindicar la justicia de la matanza de Katyn (porque desde los populismos de Lavapiés algunos se las gastan así, cuidado). De modo que lo que intentamos con esto es como hacer una cala en este fenómeno que de verdad creemos extendido, y ello empujados por una reciente contemplación muy prolongada de cierta obra del que a los libros les gusta llamar Pop Art, una de las muy conocidas: Naturaleza muerta nº 34, de Tom Wesselmann, del año 1963.

Probablemente la recordáis o, en todo caso, será fácil de encontrar por la red: es un óleo sobre tabla, de forma circular y 120 cm de diámetro, con aspecto a primera vista de collage pero que no, que es un óleo sólo que muy técnico y muy trabajado.

A mí me parece que puede hacerse un lugar en el hiperrealismo que toca con un brazo extendido a Edward Hopper, y que al mismo tiempo se acerca a lo que Warhol está empezando a hacer en esa época. Pero la verdad es que no importa; tenemos el hábito o casi reflejo de incardinar, pero podemos pasar a lo siguiente, sin tanto relacionar ni situar, que también hace tiempo que hemos aprendido a hacerlo y lo proponemos, que es leer directamente a los clásicos, sin guía ni comentarista, oír directamente la música, sin censura de gurú, y mirar directamente un cuadro.

Por qué le iba a hacer falta más verbalización a Tom Wesselmann, si ya está sintetizando lo que se ve y se respira en 1963: ¿Una naturaleza muerta sigue siendo unas perdices muertas de cuello descolgado junto a unos ciervos recién cazados y unos leños para la hoguera y unos jarrones? No. Si lo estáis viendo por algún lado, no podréis dejar de pensar en que Wesselmann nos da en un golpe de vista lo que cualquiera de la Escuela de Frankfort necesita 600 o 700 páginas para concluir. Casi de golpe, se acaba de dejar atrás la postguerra mundial, la hambruna, la mera subsistencia, los cascotes, el humo de cañones, el hollín de las ruinas… Y lo que a un buen fenomenólogo de la época no se le habría escapado: por decirlo rápidamente, ya no se bebe sólo agua sucia, no se come sólo perro, no sólo se tapan grietas de la pared con papelotes. ¿Qué nos pone ante los ojos el pintor? Un batido de fresa, una cocacola, una pera, unas nueces y un paquete de cigarrillos Lucky Strike (probablemente el mejor diseño para una marca de tabaco que se ha hecho nunca, quizá junto al Camel; pero este Lucky definitivamente pop avant-l’image). Y un jarroncito con 4 rosas rojas, que ya puede la gente volver a decorar sus casas con esos detallitos, y no con papelotes.

Eso es todo: Naturaleza muerta nº 34. 1963. Esos que siguen diciendo que la filosofía no se puede expresar pintando a lo mejor se equivocan. ¿O sólo es filosofía la verbalizada, la cosa del logos y todo eso? Insistimos: nos negamos a volver a aquellos tiempos estudiantiles. Ya mayorcitos, si vemos lo que hay tras el nunca suficientemente alabado gato Silvestre, si sentimos y pensamos (incluso les pasa a los menos schopenhauerianos de por aquí) que hay músicas o incluso que la música en general nos acerca como ninguna otra cosa a la verdad, por qué no un óleo sobre tabla.

Nos parece que hay mucho trabajo en común entre, por ejemplo, ese Schopenhauer que va analizando un arte tras otro, y encuentra esos diferentes grados de aproximación a la verdad, y lo que hace alguien que mira a la realidad a su alrededor y la comprende y la expresa aislando y limitándose a esos cinco o seis objetos pintables que en su parecer nos trasladan una noción clara de lo que es esa realidad. También pensamos a veces que no otra es la intención de pintar, es decir, de pintar así; que los trabajos se fechan entre otras cosas porque, más consciente o menos, hay en cada pintor esa intención de plasmar algo del mundo en el momento en que pinta, y nos facilita esa información. Naturalmente, la fama (tirando a mala en cuanto a estos asuntos de la verbalidad y afines) hace decir a muchos que se trata, este de los pintores, del clásico caso del que habla en prosa sin saberlo. ¿Y qué? Sólo muy recientemente en la historia los que hacen ciencia creen estar haciendo ciencia y se meten a hacer ciencia porque quieren hacer ciencia, o los que hacen filosofía se meten a hacer filosofía porque quieren hacer filosofía, y así casi todos los demás. No hemos cogido hoy, que ya lo cogeremos en el futuro, alguna cosa que no vamos a adelantar del todo, de Velázquez, filosófica como de Descartes, panteísta como dice el tópico que es lo propio de Spinoza, y oscura y encabronada como cualquier párrafo del encabronado Hobbes. Pura filosofía: ¿y Velázquez se las daba de filósofo? No, ni falta que le hacía ni nos hace.

Esta Naturaleza muerta nº 34 de Wesselmann nos gusta y nos dice mucho y no sólo porque algunos de nosotros ya estuviéramos ahí y entonces, bien que todavía preescolares pero pronto conscientes y observadores, sino porque conocemos muy cercanamente el mundo inmediatamente anterior al que pinta en esta obra, entre otras cosas porque las postguerras tampoco se acaban a las 4 de la tarde de cierto día decretado por el gobierno, sino que aunque desde los libros de historia, y mucho después, se pueda hablar de fechas en las que esa postguerra ya no lo es, lo que no se suele pensar es que el mobiliario de postguerra (o su carencia), las redes eléctricas de postguerra, la alimentación de postguerra, el adoquinado, el paisaje urbano, la vestimenta, el civismo y los modales, los horarios, el consumo y los sonidos y los modos de hablar de postguerra se prolongan y se prolongan aun cuando ciertas variables, quizá esas famosas macroeconómicas y algunas parecidas ya estén indicando que aquello se ha dejado atrás. Y en ese mundo, que forzosamente es todavía de carbonerías con puertas abiertas a la calle, y de descarga de capachos de carbón de la carreta al sótano del edificio de viviendas, creando un sendero de polvo negro y grasiento en la acera, el mundo de los abrigos largos de lana oscura y de pequeños kioscos de tablillas verdes donde venden tebeos, ese mundo todavía sin demasiado lenguaje para decir más que «horchata» o «limonada» o «agua de cebada», y por otro lado «picadura» o «bisontes», y pera en verano, naranja en invierno y punto; nueces en otoño, si regaladas desde el pueblo, y las rosas en la rosaleda del parque, ya nos proponemos que todo eso se convierta en batido de fresa, cocacola, pera amarilla junto a nueces (!) como un sindiós casi sólo posible desde los invernaderos almerienses, y esas rosas porque sí, que no son ni del verano de la pera ni del otoño de las nueces ni del bar del batido, y además tabaco rubio con filtro, ya el acabose.

Y si la vida no es todavía así, que lo sea de una vez, dice a menudo la obra de un artista.

Y a este lado siguen las peleas, pero quizá todos estamos de acuerdo en que ahí hay filosofía, aunque la intención de Tom Wesselmann fuera acabar corriendo ese último cuadro que le faltaba para la exposición tal, o reírse de su hermana, que siempre tenía esas cosas en el salón de su casa (no lo sabemos, claro, pero…).