Se nos ha olvidado, pero el periodismo comenzó siendo fenomenología

Se nos ha olvidado, pero el periodismo comenzó siendo fenomenología

Ramón Nogués

 

Sigue habiendo un periodismo de esos a los que da gusto someterse como lector, en particular el que practican los educados en cierta escuela norteamericana que hoy muchos tachan de anticuada e inútil: es que es anticuada, como si eso fuera siempre malo, y desde luego que es inútil para los fines propagandísticos, partidistas o comerciales que alimentan esa otra enorme proporción del que se presenta como periodismo, como si fuera heredero del anterior, pero que en realidad es su enemigo y su contradicción.

No es que vayamos ahora a recomendar la lectura de esta o aquel periódico, o de esta o aquella revista. En casi todas las cabeceras hay algún ejemplo de ese modo de hacer las cosas, de ese modo de enfrentarse a los hechos, reflexionar sobre ellos y luego contarlos. Hay una especie de idea que, a base de ser cínicos europeos post-68 y perezosos, se ha consolidado por aquí: la de que la ecuanimidad no es posible. Eso es una idiotez fruto de la modorra. Tanto sobar la estatua de los intereses de clase, las pulsiones profundas y todo eso (qué coñazo, otra vez con esas filosofías de la sospecha), muchos se han acabado creyendo que no hay nada ni nadie decente, equilibrado, o por lo menos tranquilo, y que nadie se propone con honestidad eso de vamos a contar las cosas como las hemos visto. Léanse, si no se cree que esto es posible, las críticas cinematográficas o teatrales de The New York Times o casi de cualquier otro periódico norteamericano, y se notará, en lo extrañas que resultan, a qué me refiero. El autor no se pone a sí mismo y a su prestigio personal ante su iglesia por delante de todo. Muy al contrario: sabe despojarse de sus gustos y del qué dirán los del partido al que voto, y sabe contar que ese edificio tiene cinco ventanas por planta (por ejemplo), y se deja de circunloquios y de perífrasis, porque eso de cinco por planta ya dijo el santón Fulano (que estuvo entre los adoquines de París en el 68, un respeto) que qué horterada eso de cinco, todo el mundo sabe que los edificios con más de cuatro ventanas por planta son intolerables, Sartre lo dejó de-mos-tra-dí-si-mo. (Y esto, que algunos pueden pensar que es un desparrame satírico, está mucho más cerca de lo estrictamente verdadero de ese mundo de críticos y comentaristas de lo que parece; si conseguimos fuerzas, algún día traeremos aquí el material original.)

Pues a lo que vamos: Ken Auletta, periodista ya casi mayorcito y colaborador de The New Yorker, prestigioso y de profesionalidad probada durante décadas, entrevé, allá por los primeros años 90, que es noticiable lo que sea que esté pasando en esa productora de cine que ha irrumpido en la industria como una supernova, revolviéndolo todo y creando nuevos modos: Miramax. Dos hermanos de Buffalo, Nueva York, Harvey y Bob Weinstein, que salen de la clase media más mediana, empezaron organizando conciertos y pocos años después están produciendo películas y no hay año que se libren de tener encima cuatro o cinco o más nominaciones a los premios Óscar. ¿Qué ha pasado ahí? ¿No era ese mundo del cine tan cerrado, tan de agentes y de bancos y de seguros, y de cuatro o cinco magnates codiciosos? Le interesa a Auletta, además, el poder y sus manifestaciones, y conoce historias de poder y de abuso que hay que comprobar. Eso hay que investigarlo.

Nunca sospechó que se tratara de un caso de oscuridades industriales, de corrupciones en gasolineras de Orense, de Bárcenas ni de Bousselhams. No: intrigaba, más bien (porque lo demás estaba claro y era aparentemente limpio y contundente) la personalidad de los autores de tamaño exitazo.

Auletta se puso, pues, a investigar biografías. Atraído por la del hermano mayor, Harvey, pronto fue encontrando pequeños deshilachados que sobresalían. El documental Untouchable, de Ursula MacFarlane, lo cuenta con cierto detalle aunque con premiosidad que quizá merecería aligeramiento. En él vemos y oímos a unas cuantas actrices, pero también a algunas administrativas y contables, hablar tropezadamente de su experiencia con el jefe, el jefazo, «el puto sheriff de este puto pueblo», tal como se llamaba a sí mismo Harvey. Las coacciones y las amenazas a las que sometía casi a cualquier mujer que pasara por sus cercanías son casi sin defecto el catálogo de conducta de un perfecto monstruo. Las mujeres reaccionaban paralizándose al principio casi siempre, y luego algunas se despedían y se largaban, pero escuchando amenazas y gritos; otras se sometían y racionalizaban: «unos minutos de infierno y así me he ganado toda una vida de éxitos»: eso las actrices, porque las que no querían esa profesión obedecían simplemente al terror. Pero esto no es tan sencillo como parece: ¿a qué terror? ¿Qué más, después de la violación, iba el gran personaje público Harvey Weinstein a hacer a la que no accediera? A las otras las castigaba (y vaya si las castigó: Ashley Judd, Mira Sorvino, de la cima al olvido) con el vacío profesional; pero a una contable qué le podría añadir, entonces. ¿Lesionarla, dañarla, llegar hasta… matarla? No se atrevería a llegar a eso. ¿Cómo que no? ¿Antes de coaccionar sexualmente a una mujer hubiéramos dicho que ese personaje se atrevería a hacerlo, a arriesgar así su posición en la sociedad? Con su poder, con sus modales, con todo lo que su forma de estar físicamente comunicaba, en esos momentos de sometimiento no parecía imposible nada. ¿Acaso iba a estar mucho más desprestigiado, si se descubría, por matar que por violar a decenas de mujeres?

Ken Auletta, corroborado por algún testigo, compañero de Harvey Weinstein ya en el colegio, nos cuenta que desde siempre Harvey se sintió «feo, contrahecho, acomplejado» (sic), y que era un alumno tirando a asocial cuyo contacto con otros era casi siempre bajo las coordenadas del matonismo: el que él ejercía. Mucho más grande que cualquiera de su edad, torpe, ajeno a las actividades colectivas, se había atribuido ya el papel del «sheriff» (sic) vengativo. Y el periodista ecuánime, que comenzó atraído por el personaje pero a esas alturas ya sabe con qué material está tratando, no tiene problemas para sentenciar:

– Con esa actitud, el CREÍA que estaba combatiendo al poder.

Y esa actitud, hasta el final de su vida pública: ¿combatir el poder, un tipo que se permitió el lujo de perder 10.000 millones de dólares en acciones y activos diversos cuando abandonó su alianza con Disney, y se contentó con 17 o 18 millones de dólares? Qué especie peculiar de enfermedad padecen algunos poderosos de seguir CREYENDO que luchan contra los poderosos. Auletta lo descubre y lo enuncia ecuánimemente. Lo nominaremos para los Óscars de los fenomenólogos de este año.