15 Oct Bellezas enfrentadas
Micaela Esgueva
No voy a liarme en esa discusión acerca de la belleza superior o inferior de unas ciudades u otras. Me limitaré a decir que cuando una pasea por San Sebastián no puede llegar a concentrarse en lo que sea que se traiga entre manos, unas compras, una cita, un encargo, porque no puede dejar dormida la parte de su mente que alucina a cada paso con la belleza que le rodea.
Y parte de ese alucine es provocado por una noción que algunos dirán que es algo rebuscada, pero que os aseguro (no hará falta a los que ya lo habéis experimentado) que es operativa, real, muy potente y muy incontestable: la fascinación por saber que toda esa belleza, toda esa ciudad, todo allí está hecho aposta para ser bonito y agradable. Nada de evolución natural de las cosas o del roce constructivo del tiempo o de poesía alguna: diseño deliberado, a propósito, muy meditado y calculado y, además, en esta ocasión, con éxito. Seguro que algunos no lo notan cuando caminan por la Avenida o por el Bulevar o por la calle Garibay o por la calle Hernani; pero seguro que otros sí lo notáis, ¿verdad?, que estáis sobre una de las más extensas y costosas obras humanas construidas desde cero, con resultado de ciudad como cualquier otra que lleva cientos de años a su espalda.
Pero me resulta difícil apartar de mi mente el simple e intenso placer de pasear por sus calles y oler sus flores y sus árboles y su mar (y su café tostado al principio de la mañana) cuando tengo que aislar como noción la lección que la misma ciudad supone para todos los teóricos del urbanismo o del no urbanismo. Seguramente hay muchos modos de formular esa lección, pero ahora me viene este: no esperes a que las ciudades o los edificios o los espacios públicos lleguen a adquirir su significado o a encontrar su destino o a reunirse con su función; más bien, ¿por qué no trabajas un poco más ahora y haces todo lo posible por darles todo eso desde el principio (y luego, además, a ver qué dice el tiempo que transcurra, claro)? Si observamos con calma esas imágenes de aquella Donostia de mediados del siglo XIX, justo antes de que empezaran las obras, puede que a veces no lo creamos: ¿todo el centro actual de San Sebastián no era más que ese tómbolo, ese arenal inestable entre el río Urumea y las mareas, con apenas dos o tres casamatas a las que amarrar un bote o un mulo en marea baja? ¿Seguro? Sí, seguro. Aquella Donostia, que era como se llamaba el pueblito pegado al monte Urgull por la parte de sotavento (y que es lo que se denomina hoy Parte Vieja) y que a menudo, según el humor de la luna, quedaba aislado del continente en las pleamares, vio crecer ante sus viejísimas piedras esa cosa nueva, artificial, por completo antinatural, que llegó a conectarlo con la zona rocosa de enfrente, más o menos lo que hoy se llama Aldapeta y más hacia el mar Miraconcha. A propósito de conchas, esa fantástica (de fantasía) bahía de proporciones increíblemente perfectas fue, como se sabe, fruto también del dibujo de los ingenieros y los arquitectos sobre la curva de arena que ya existía, aunque eventual e inestable, y que al construir el paseo se consolidó.
Se dispusieron las calles en damero, algo muy de los ensanches de la época (se podría confundir uno con el barrio de Gracia, o con el barrio de Salamanca, o casi con el París que tomaron como modelo), y un rebaje continuo por el lado del mar, recortando en curva amplia ese damero, creando desde la nada ese paseo elevado sobre el arenal y su continuación hacia poniente, hacia el monte Igueldo, hasta tomar contacto con el actual barrio del Antiguo, que era lo que de verdad se llamaba San Sebastián, por estar ahí la iglesia de ese nombre, y dando personalidad a esa zona y a ese extremo de la playa, llamada allí Ondarreta. Este barrio del Antiguo, antes San Sebastián, se colgaba también, como Donostia al otro extremo, en una cornisa de roca sobre las marismas que formaban a sus pies, saliendo al mar, varios ríos que se reunían ahí perezosos y también empujados hacia atrás cuando la marea lo imponía, en el lugar que hoy ocupan la avenida de Zumalacárregui y las villas de Ondarreta, al pie de Igueldo. Y todo esto se drenó, y se secó y se reconstruyó como tierra firme. (Por cierto, como la ignorada cuenca de marismas del mismo Sardinero santanderino, al pie de la avenida de los Castros y de la Universidad, que hoy es una especie de valle urbanizado, con autovía y todo, de unos 5 kilómetros, y hace nada eran simples charcas y regatos desorientados).
A mí me impresionan estas fotos de aquel arenal sin nombre, entre otras cosas porque me recuerdan a algunos arenales de hoy mismo que hay por otros lugares, y que ves y miras como nada más que arenales o playas o tómbolos, sin pensar que puede que dentro de un siglo sean el subsuelo de ciudades tan hechas y tan acabadas y vividas como San Sebastián lo es hoy. En la actualidad no queremos que se carguen esos tómbolos, que suelen ser una belleza, construyendo nada sobre ellos y menos una ciudad entera. ¿Nos hubiéramos opuesto en 1850, de saber cuál iba a ser el resultado, a que se metiera mano al tómbolo entre el río Urumea y el monte Urgull? ¿No era también una belleza? Pero, ¿y la ciudad de hoy?