15 Feb El chatGPT, ¿etapa final?
Micaela Esgueva
Este mismo curso se ha difundido este robot de inteligencia artificial especializado, como dicen, en «diálogo», llamado chatGPT. Pero más que ese «diálogo», que a veces puede parecer que lo es, lo que está floreciendo en su tiesto es la creación de textos y de imágenes, y por cierto también de otros materiales mediante el uso de una impresora 3D. De momento, lo que me deja impresionada es la reacción unánime de los profesores de secundaria, bachillerato y universidad que, sin excepción, por lo menos entre los que yo he entrevistado, ven en esta herramienta el fin de todos los esfuerzos que han estado haciendo, algunos ya durante tres décadas, para que la enseñanza no dejara de serlo, y fuera fiable, y produjera lo que tiene que producir. Dicen, y casi todos con las mismas palabras, que ahora no va a haber forma de saber si un trabajo escrito, o unas imágenes o dibujos encargados, han sido confeccionados en efecto por el alumno al que se le ha hecho el encargo. Y suman eso a lo que ya venían padeciendo, relacionado por supuesto con wikipedia y con otras mil webs y el cortar y pegar consiguiente. Y la sensación de naufragio es completa.
¿Por qué? Ya hace mucho, pero mucho, que todos sabían eso del cortar y pegar para los trabajos de una u otra extensión encargados para casa, e incluso para las tesis doctorales. Hasta tal punto que en 2005 como mínimo, y seguro que antes, los profesores hablaban como en susurros misteriosos de ciertos programas informáticos que les permitían detectar esos plagios o cortapegas, que ya estaban siendo masivos. Los portátiles de los alumnos en las aulas ya estaban a esas alturas adueñándose de la atención de todos durante las mismas clases con el profesor de cuerpo presente. Y a menudo lo que había y lo que hay en las pantallas de esos portátiles no tenía ni tiene demasiado que ver con lo que el profesor está intentado transmitir. Además, nada en ese universo ha ido en la dirección de hacer razonable el uso de la tecnología, sino, simplemente, hacerlo más frecuente. Tampoco sucede que los alumnos estén ahí obligados y, como presos, necesitados de evasión y simulación. Pero cualquiera que haya pisado las aulas universitarias en estos últimos 15 o 20 años sabe que lo que empezó quizá sensata y funcionalmente (la utilización del portátil como anotador de apuntes, digamos, y un poco más allá como buscador de referencias inmediatas durante la misma clase), muy pronto fue saliéndose de cauce y casi desde el principio el que dedicaba su pantalla a muy otras cosas que las relacionadas con esa asignatura o ese tema no era ya la excepción. Quizá ese fue el momento en el que se debería haber intervenido. No sé muy bien cómo: bloqueo de wifi y de datos móviles, quizá, en el espacio muy concreto de las aulas, o algo así, que habría que haber meditado y analizado y puesto en práctica en la versión y con los matices que se consideraran oportunos. Pero algo se tenía que haber hecho
Si se piensa de cierto modo, la aparición de ahora mismo de este chatGPT, que puede ser el sustituto perfecto e inmediato del alumno en cuanto a confección de textos y respuestas, casi parece que no había forma de evitarlo. Aquellos juegos del gato y el ratón con la pantalla del portátil por supuesto invisible para el profesor desde la mesa (o tarima, o pizarra -electrónica, por supuesto-, o como se lo quiera llamar) era imposible que se quedaran ahí. Y seguro que muchos habían previsto en qué dirección iba a evolucionar la cosa, porque, de entre esos muchos, seguro que podríamos sacar a unos cuantos más y mejor enterados que, como es habitual en esa industria, ya sabían lo que se estaba fabricando, que sólo se daría a conocer al público unos años más tarde. Para cuando los mortales miserables empezamos a usar internet, las mayores alturas de las autoridades políticas ya lo llevaban usando más que unos cuantos años, como es sabido; y así prácticamente ha sucedido con cualquier nueva mejora tecnológica o aplicación de uso masivo. Este chatGPT nos hace preguntarnos desde cuándo está ahí, porque lo que adivinamos es que no es tan de ahora mismo como nos lo han presentado. Pero lo que nos ocupa en este instante no es tanto eso como que, tal como gimen los profesores, les ha cerrado a estos definitivamente la posibilidad de distinguir entre algo verdaderamente confeccionado por el alumno y que, en consecuencia, sirve para evaluar el dominio que este tiene de los conceptos de los que se compone esa asignatura, o sus habilidades, o hasta sus competencias, puestos a conceder. Sienten y expresan todos con claridad rotunda que este avance lo será para el resto del mundo pero que, para lo que sienten casi unánimemente que es su trabajo y su responsabilidad, es un torpedo en la línea de flotación.
A lo mejor es que llevamos equivocados mucho más tiempo del que nos parece. Las y los que hemos sido desde siempre amigos de poner al día las cosas, de aceptar las novedades desde luego críticamente y de incorporar a la enseñanza todo lo que de bueno pueda ofrecer lo nuevo, ahora tenemos que frenar en seco y reconocer que aquellos polvos que a lo mejor admitimos con demasiada alegría han traído estos lodos de estafa y tocomocho discente se diría que inevitable. Quién sabe; probablemente a estas alturas no importa, salvo para tomar nota y no cometer el mismo error en la próxima vida. Lo que nos importa de verdad es que esto no es más que la expresión más depurada de todo aquello que los pedagogos empezaron llamando «nuevas tecnologías» y han seguido llamando «nuevas tecnologías» 40 años después. Todos estuvimos de acuerdo en que había que introducir en las aulas las cosas que ya había por el mundo. Los beneficios que ha producido el uso de la buena informática en la docencia no cabrían en una enciclopedia. Las posibilidades que ofrecen los tratamientos de textos y de imagen y las posibilidades de impresión y reproducción y comunicación han superado, en la enseñanza, los obtenidos por la industria y las oficinas que parece que fueron los mundos en los que pensaban sus creadores. Y hasta ahí. Luego, viendo venir el huracán, hubo escuelas que se apuntaron pronto a lo que se llamó «ordenadores tontos», que más o menos es que no tienen conexión a internet, en un intento de salvar así las posibilidades de dar el cambiazo del trabajo personal por el cortapega que al final, como sabemos, se ha impuesto. Y ahora el GPT este.
Lo que empezamos a insinuar o a insinuarnos a nosotros mismos antes de hablarlo con otros es si no será este el definitivo hito que marca el final de una carretera. Ahora ya no va a ser posible la confianza en el alumno. Frente a ellos, algunos siguen insistiendo en que «no hace falta que los alumnos aprendan porque el conocimiento está en internet», y siguen afirmando, como si lo creyeran (los laicos, es decir, los legos, es decir, los que no son profesionales tienen derecho a creerlo; pero los profesores no mucho) que «se trata de que aprendan a buscar los afluentes del Ebro cuando les haga falta, no que se los aprendan ahora», como si fuera posible aprender a buscar los afluentes del Ebro o del Zambeze sin haber hecho el ejercicio de buscarlos y memorizarlos ahora.
Hay toda una superstición antienseñanza y antiaprendizaje y antimemoria, hermana gemela de la superstición terraplanista o antivacunas. A lo mejor teníamos que haber dicho esto hace muchos años, porque lo llevamos observando todo este tiempo pero no se nos había ocurrido decirlo así. Y este chatGPT, que seguro que para otros fines es una herramienta fenomenal, para la enseñanza es como si hubieran vencido los creacionistas o los testigos de jehová o los radicales afganos. Y todo eso nos lleva a plantearnos si no será, simplemente, un episodio de esos que a menudo se producen en la historia que traen como efecto secundario una depuración. A menudo, como se sabe, los incendios forestales son espontáneos y benéficos, porque limpian de zarzas y malas hierbas.
Quizá la enseñanza se tiene que plantear volver a esa forma de enseñar y aprender en la que no cabe el engaño por parte del alumno. A lo mejor hay que dejar las «nuevas» tecnologías para otros momentos, y aprender de ellas, y usarlas todo lo que haga falta pero NO en la enseñanza, porque nos han traído hasta el país del engaño. Ya venía siendo difícil, pero ahora será definitivamente imposible saber si el alumno de verdad ha asimilado los conocimientos (y las habilidades, y las destrezas, y las competencias) que los programas, las escuelas, las autoridades educativas y el conjunto de la sociedad suponen que son los que se persiguen cuando se va al colegio o al instituto o a la universidad. Claro que unos pocos no están de acuerdo con esto. Son los terraplanistas de la pedagogía, los gurús de esas supercherías que afirman que aprender no es necesario (!) y que comprobar si se ha aprendido es «coactivo» (entre otros adjetivos clásicos de los predicadores). ¿Por qué llevan tanto tiempo ganando y dirigiendo la enseñanza estos tíos enemigos de la enseñanza? Lo que a lo mejor tienen que hacer los que siguen apreciando que se distribuya el conocimiento entre quienes de momento no lo tienen (que es el objetivo de la escuela, se pongan como se pongan los de las facultades de educación) es volver a una enseñanza depurada, probablemente más esquemática, menos ayudada de cacharros y de perífrasis cibernéticas, y desde luego más cercana a lo inmediato, al alumno y al conocimiento. A lo mejor pizarra y tiza, y libros (sí, de papel) y mapas, y tubos de ensayo y balanzas de precisión, y todo eso que algunos buenos comerciales han hecho creer que era sustituible por una simulación en una pantalla, y que ya hay resultados suficientes que nos permiten afirmar que no lo es. Y exámenes orales y prácticos. Nada de trabajos encargados para casa. Y a los antivacunas que les den.